—No entiendo. ¿Estás pensando en hacer un hechizo?
David sonrió y se acercó a Fergie pasando entre el laberinto de mesas cubiertas de sillas patas arriba.
—Todavía no. Quizá no haga falta. No sabemos con qué nos podemos encontrar.
David llegó a la vera del fuego. Tomó una silla de una de las mesas y se sentó frente a Ferguson.
—Trataré de explicártelo. El mundo está lleno de gente y de espíritus, todos los cuales irradian cierta energía, aunque la mayoría no irradia mucho; tampoco son muchos los que son capaces de percibirla. Soy chamán, así que irradio mucha energía y puedo percibir la de los demás. De modo que lo que estoy haciendo ahora es lanzar energía. Como un sonar lanza sus ondas. Envío ondas, y si son detectadas por un espíritu que siente que estoy invadiendo su espacio, me lo hará saber. Tú, en cambio, no tienes tanta energía como yo, de modo que ese mismo espíritu tal vez ni te note. Pero cuando muchas personas como tú se reúnen, digamos que las suficientes como para ocupar una población como ésta, sí que serán notables, y ahí es donde puede haber un problema. ¿Me sigues?
—Claro —dijo Ferguson, aunque no le parecía tan evidente—. Pero ¿cómo es que irradias tanta energía?
—Porque soy chamán. En el transcurso de mi aprendizaje entré en contacto con muchos espíritus y obtuve mi energía de ellos. Son mis ayudantes espirituales; los llamamos
yeks
. Guardo sus energías en este morral.
David alzó la funda de cuero que llevaba al cuello.
—¿Qué contiene?
—Lenguas. No enteras. Trozos de lenguas. Las suficientes como para dar a entender que tengo su poder. Si me quitara la bolsa perdería mi poder.
—¿Puedo probármela? Quiero el poder.
David rio.
—Si alguien que no sea el chamán usa su morral de energía, enloquece.
—¿De veras? ¿Hasta qué punto?
—Del todo. Se vuelve un loco furioso. Te encontrarías corriendo por los bosques desnudo y desgreñado. Te alimentarías de ranas. La gente de la aldea contaría historias sobre ti en torno al fuego. Los niños te temerían.
—Bueno, olvídalo. No quiero asustar a los niños. Pero después, ¿qué? Una vez que los espíritus detectan tu sonar, ¿qué ocurre? ¿Ahí es cuando lanzas un hechizo?
—En realidad, no se trata de hechizos. —David suspiró; el esfuerzo por explicarse de una manera comprensible para Ferguson lo hacía fruncir el ceño—. Bueno, sí, existen hechizos, pero están destinados a los espíritus inferiores, que el chamán puede dominar con facilidad. Lo más probable es que si hay algo aquí se trate de otra cosa. Supongamos que un espíritu mora en este lugar y lo quiera para él solo. Te puede hacer la vida muy difícil espantando a los animales para que no tengas nada que comer, encantando el lugar; cosas así. Si ello ocurre, procuraré negociar un acuerdo. Trataré de aplacar al espíritu ofreciéndole un homenaje. Es decir, cada año, la empresa deberá hacer un sacrificio de tal o cual modo.
—¿Y si eso no funciona? —preguntó Ferguson.
—Bueno, entonces, tenemos que elegir. O nos retiramos sin más o presento batalla. Si presento batalla, invocaré a los espíritus que tengo bajo mi poder para que me ayuden, a los espíritus cuyos trozos de lengua tengo en mi bolsita. Nos liamos a tortazos, y gano yo. Eso espero, al menos.
—Entiendo —musitó Ferguson. Se preguntó durante un instante si David no se lo estaría inventando todo. Tal vez no fuesen más que cuentos. Aunque no dejaba de tener su interés. Los espíritus indios eran mucho más tangibles que los cristianos. Pelear mano a mano con un sacerdote. Le resultaba imposible imaginarse a un cura batallando con el diablo. Aunque ello sucedía en
El Exorcista
. De modo que, a fin de cuentas, tal vez fuese lo mismo—. Entiendo —repitió Ferguson—. Por ejemplo, en el caso de esa empresa forestal de la que me hablaste. Lo de las lechuzas. ¿Funcionó? ¿Les pidieron disculpas a los espíritus?
—Sí.
—¿Y aceptaron?
—No. La empresa sólo lo hizo para salir en los periódicos. No cumplieron con su parte del trato; no ofrecieron los sacrificios.
—¿Entonces qué pasó?
—Una avalancha de barro acabó con la operación entera.
—¿En serio? —Ferguson parecía sorprendido—. ¿Los espíritus hicieron eso?
—Sí.
—¿Qué pasó?, ¿eran espíritus malignos?
—No.
—Pero lo arrasaron todo.
David suspiró. Había muchas preguntas, y cada una abría camino a otras nuevas. Pero la única manera de acabar con la ignorancia es la educación. Al menos, Ferguson mostraba interés.
—Los tlingit no tienen bien y mal —explicó David. Se puso de pie y echó un par de leños más a la hoguera—, le contaré otra historia.
Había un jefe muy poderoso que tenía el sol, la luna y las estrellas encerrados en tres cajas; no permitía que nadie las tocara. Cuervo había oído muchas cosas sobre esas cajas y las quiso; inventó un plan para obtenerlas.
Cuervo sabía que el jefe amaba a su familia más que a ninguna otra cosa. Tenía una hija a la que quería mucho y cuidaba con todo tipo de precauciones. Cuervo se dio cuenta de que podría quedarse con las cajas si se convertía en nieto del jefe.
Como Cuervo podía adquirir cualquier forma, se transformó en hoja de hierba. Se posó en el borde de un cuenco del que la hija estaba bebiendo; al tragar, también se tragó a Cuervo. La hija se dio cuenta de que se había tragado algo, pero ya era tarde. Quedó encinta y en su momento dio a luz a un niño. Nadie sospechó que el niño era Cuervo.
El abuelo se alegró mucho de tener un nieto; amaba al niño más que a nada en el mundo. Así que cuando Cuervo lloró y lloró pidiendo una de las preciadas cajas del jefe, éste no pudo negarse a dársela. Cuervo se llevó la caja fuera para jugar; cuando la abrió, todas las estrellas escaparon hacia el firmamento y la caja quedó vacía. Al abuelo lo entristeció perder su tesoro, pero no riñó a su nieto.
Cuervo volvió a llorar; esta vez, para pedir la segunda caja. El abuelo se la dio con renuencia, advirtiéndole de que no la abriera. Una vez más, Cuervo se llevó la caja fuera y la abrió. Así fue como la luna llegó al cielo.
Cuando Cuervo le pidió la tercera caja, el abuelo se negó firmemente a dársela. Es que contenía el sol, la más valiosa de sus posesiones. Los chillidos y llantos de Cuervo de nada valieron. Pero cuando Cuervo dejó de comer y de beber y enfermó a fuerza de anhelar la caja, el abuelo no pudo negársela. Se la dio, con la estricta advertencia de que sería castigado si la abría.
Cuervo salió y, con la caja en su poder, se transformó en ave y voló en dirección a la tierra. Mientras volaba, llamaba a los pobladores de la tierra. Pero como no había sol, no podía verlos. Cuando oyó que respondían a su llamada, abrió la caja y el sol salió de un salto y brilló sobre todos los territorios. Y desde entonces, la tierra tuvo luz.
—¿Entiendes, Ferguson? Cuervo nos dio el sol, la luna y las estrellas, pero tuvo que robárselos a alguien.
—No te sigo.
—Robar está mal. Pero dar está bien. Luego, Cuervo, ¿fue bueno o malo?
Ferguson se sintió un poco tonto por ser inducido a responder de ese modo.
—Ambas cosas.
—Las dos. Exacto. Ahora tienes un panorama completo de la religión tlingit.
Ferguson asintió.
—Los espíritus tlingit deben ser respetados, Ferguson. Deben ser tratados con justicia. Si no se los respeta, pueden ser duros y vengativos. Si se los trata con justicia, pueden ser generosos y amables.
—Entiendo —dijo Ferguson, a falta de algo mejor que decir. La charla se estaba poniendo un poco demasiado intensa para él. Lo único que quería era terminar de una vez. Ya bastaba de lecciones.
—Estoy aquí porque tú me lo pediste —prosiguió David—. Espero que no sea sólo porque crees que te hará quedar bien con la población local.
—No, no es por eso —se apresuró a contestar Ferguson, volviéndole la espalda a Livingstone y tendiendo las manos hacia el fuego para calentárselas—. No lo es.
L
a chica contó los artículos de Jenna antes de abrir una puerta blanca. Jenna entró al reducido probador, se desvistió y se quedó mirando el montón de ropa nueva sobre el banco. Vaqueros, ropa interior, calcetines, sostenes, jerséis y un bonito vestido de falda larga. Sabía que no lo necesitaría en el lugar a donde iba, pero se lo llevaba de todos modos. Le iba muy bien y no quiso perder la ocasión. ¿Qué demonios estaba haciendo? Comprándose una línea completa de ropa Banana Republic. Algo que sólo haría una fugitiva. Algo que sólo haría una persona asustada.
Y vaya si estaba asustada. Tanto como para perder la razón. Porque empezaba a asimilar que se había comprado un billete y que tenía toda la intención de abordar un
ferry
que la llevaría a Wrangell, Alaska. La escena del crimen. Bueno, no exactamente. La escena del crimen quedaba a unas millas náuticas al suroeste de Wrangell. Bahía Thunder. Era como estar en el sumidero de una bañera; Jenna, sin poder resistirse, era arrastrada por el agua al vaciarse. Se veía llevada a una confrontación ineludible. A una conclusión de alguna clase.
Había jurado no volver a pisar el estado de Alaska. Lo hizo dos años atrás, al marcharse del lugar donde el corazón le había sido arrancado, donde su alma misma había sido aplastada. Donde su espíritu se había ahogado junto a su niño. Juró que nunca regresaría. Y ahora, en el probador de un Banana Republic, soportando las estúpidas bromas de una chavala de instituto sobre cuántas cosas se probaba, Jenna comenzaba a darse cuenta de que, a no ser que girara de forma drástica a la derecha o a la izquierda, abordaría ese
ferry
, y ese
ferry
la depositaría precisamente en el lugar que había jurado no volver a pisar.
Por eso estaba asustada.
Pero el miedo no la detendría.
Salió de la tienda enfundada en unos vaqueros, una camiseta y un jersey, chaqueta de cuero y botas; en una mochila llevaba embutidos otro par de tejanos, pantalones cortos de color caqui, camisetas adicionales, calcetines y ropa interior. Tiró el vestido negro que tanto le había gustado a Christine en un contenedor de basura de la calle.
En la farmacia próxima, Jenna se compró versiones en miniatura de todos los elementos de higiene personal que necesitaría para el viaje. La mujer que la atendió fue tan amable como para permitirle emplear el lavabo que había detrás del mostrador para cepillarse los dientes y quitarse el pegajoso sabor a café con bollos de la boca; fue un alivio.
Eran las nueve y media y Jenna avanzó por el embarcadero. Coches y personas abordaban el barco. Jenna se sintió excitada por la perspectiva del viaje. Pensó que al menos tendría que decirle a Robert que se embarcaba. Vio un teléfono público a un lado de la terminal; llamó a su casa. Al cabo de cuatro timbrazos, respondió un contestador automático. Qué extraño, pensó. ¿Dónde podía estar Robert? Ojalá que no estuviera buscándola. Jenna dejó un breve mensaje y colgó. Se dirigió a la pasarela y se puso en la cola de los que iban a abordar el
ferry
.
El nivel más bajo era oscuro; sólo lo alumbraban unas opacas luces verdosas. El olor a humo de tubos de escape le produjo leves náuseas. La gasolina huele bien, sus gases mal. Los pasajeros cruzaron la fría cubierta siguiendo líneas pintadas en un vivo color amarillo. Las líneas conducían a dos ascensores, frente a los que los pasajeros aguardaban a que les llegara el turno de subir. Paciente, Jenna esperó en la fila.
Por fin, quedó hacinada con otras veinte personas en uno de los ascensores, que emprendió la subida hacia el puente más alto del barco. Sus compañeros de ascensor salieron a un vestíbulo del puente principal, y empujándose y abriéndose paso a la fuerza, se apresuraron a dirigirse a una de las puertas que daban a cubierta. Jenna recordó el motivo de tanta prisa. Los
ferrys
tienen sólo unos pocos salones de estar. Es decir, las grandes salas interiores con grandes sillones donde su abuela viajaba siempre. Pero en general, las personas prefieren el puente principal, porque allí hay un solárium que se mantiene caldeado; así, no te hielas por la noche. Maldita sea, pensó Jenna. Tendría que haberme comprado una manta.
Siguiendo al gentío, Jenna llegó al puente principal. Era una gran área abierta, de acero cubierto con una delgada capa de césped sintético. El lado que miraba hacia popa estaba abierto a los elementos. Más o menos un tercio del recinto, en dirección a proa, era un solárium de techo amarillo, una especie de gigantesco invernáculo. El extremo estaba abierto, pero tenía paredes a los costados, y éstas y el techo ofrecían amparo del viento y la lluvia. El solárium ya estaba atestado de viajeros que desplegaban sus sacos de dormir para marcar territorio. Había unos pocos sillones, pero ya estaban todos ocupados. En el puente abierto que quedaba por debajo de éste, algunos instalaban sus pequeños campamentos.
Jenna suspiró. No podía decirse que hubiese planificado ese viaje, y ya se notaba. No tenía saco de dormir, ni manta, ni nada. La idea de dormir sobre el duro césped artificial envuelta en su chaqueta no era nada agradable. Quizá quedara algún lugar adentro. Se apresuró a bajar las escaleras que había a un costado del solárium y que bajaban en dirección a proa.
El salón de dormir era imposible. Para empezar, estaba repleto de gente. Todos los sillones estaban ocupados. Y todos fumaban. El recinto estaba lleno de una espesa nube de humo tóxico. Jenna apenas podía respirar. Varios televisores suspendidos del techo berreaban a todo volumen para acompañar sus imágenes, borrosas. Segundo intento vano.
Abatida, Jenna puso rumbo a la cafetería. Se compró un café y un plátano y se sentó a una mesa. El entusiasmo la había abandonado. Miró su reloj. Eran las once menos cuarto. Quizá aún tuviese tiempo de desembarcar y regresar a casa. Quizá estar ahí no fuese buena idea. Nunca sigas tu instinto, siempre te equivocarás. La espantaba la idea de pasarse tres días embarcada, sin un lugar donde dormir.
—¡Eh!
Jenna alzó la vista y vio a Willie y a Debbie.
—No nos dijiste que cogerías el
ferry
.
Jenna sonrió.
—Fue algo así como un impulso.
—Qué bien.
—No sé si tan bien; tal vez me pasé de impulsiva. No tengo saco de dormir ni nada, y no queda sitio adentro.
Willie sonrió y miró a Debbie.
—Ven con nosotros. Estamos en el puente.