Había una vieja, al parecer la única otra pasajera que desembarcaba allí, a unos seis metros de Jenna. Era menuda y regordeta, con largo y enmarañado cabello gris. Su rostro era marrón y rugoso, como una vieja bolsa de piel. Sus ojos pálidos atisbaban desde debajo de unas espesas cejas. Tenía dos grandes bolsos de tela basta a sus pies. Llevaba a la espalda una mochila de marco de aluminio y con una mano sostenía una caja rectangular de madera. A Jenna le sorprendió lo cargada que iba.
De pronto, la mujer la miró. Jenna sonrió y la saludó con una cabezada, pero la otra no respondió. Se la quedó mirando por un momento antes de volver los ojos hacia la oscuridad de la noche.
El embarcadero apareció en el portón, a apenas unos metros del barco. Jenna vio que una gruesa maroma enrollada en un cabrestante de cubierta se tensaba; el barco se detuvo con suavidad. En el muelle, un hombre accionó unos controles eléctricos que hicieron que una pasarela descendiera hasta la cubierta de cargas. Uno de los tripulantes del barco silbó para llamar la atención de Jenna y de la anciana y con un gesto les indicó que desembarcaran. Jenna se apresuró a cruzar el portón y luego la pasarela, y se encontró en el muelle.
La transición de un ambiente puramente mecánico a uno natural fue desconcertante. Como salir a otro mundo. El aire frío envolvió a Jenna cuando pisó el embarcadero; sus ojos se adaptaron a esa nueva oscuridad. Los bosques que se extendían por delante de ella emanaban una extraña quietud, una suerte de vacío sónico que absorbía los ruidos del
ferry
con su silencio.
Jenna caminó en dirección a la carretera. Hacia su derecha, veía algunas casas; más allá, comenzaba Wrangell. La parte principal del pueblo quedaba al otro lado de una curva. Recordó que había un hotel a la entrada del pueblo y rogó para que aún existiera.
Había luna y el cielo estaba despejado. Jenna pasó frente a las casas oscuras y silenciosas, mirando lo que la rodeaba. Cerca del puerto había pocas casas, aisladas y metidas entre los árboles. Pero conforme se acercaba a la ciudad, estaban más cerca unas de otras. Todas se parecían mucho: planta alta, muros de tablones, techo de pizarra embreada. Las más estaban bastante deterioradas. Una, un poco más adelante, estaba en un estado lamentable. Se inclinaba hacía un costado, las ventanas estaban clausuradas con tablas, la pintura descascarillada se desprendía por todas partes. Jenna la reconoció al instante. Era la casa de su abuela.
Se detuvo frente a ella y la estudió. Llevaba años abandonada, y se notaba. Así y todo, tenía algo que llamaba la atención. Jenna recordó la ocasión en que fue allí en
ferry
, cuando estudiaba secundaria. Entonces, como ahora, el barco había arribado por la noche. La abuela, en camisón, la aguardaba en el porche. Qué miedo le había dado acercarse a la casa y ver a esa anciana de cabello blanco, sentada en una mecedora de metal y hablando sola. Jenna se había sentido muy incómoda en ese momento; ahora, sin motivo aparente, sentía como un eco de aquella sensación. Porque la abuela ya había muerto. La casa también estaba muerta. Había estado vacía durante casi una década.
La vieja del
ferry
iba a la zaga de Jenna. Su mucho equipaje la demoraba. Había entrelazado ingeniosamente las asas de sus bolsos de tela y los remolcaba como si fuesen un tren. Así y todo, se notaba que le costaba mucho; Jenna se sintió obligada a ofrecer ayuda.
—¿Va lejos? —preguntó—. Quizá pueda ayudarla con los bolsos.
La vieja se detuvo y la miró. Evaluó el ofrecimiento durante un momento antes de señalar hacia delante.
—Sólo hasta el embarcadero del pueblo —graznó.
Jenna cogió las asas de los bolsos de lona y procuró alzarlos; no tardó en darse cuenta de por qué la anciana los arrastraba. Eran tremendamente pesados. Así que tuvo que arrastrarlos como lo hiciera la otra, que ahora la precedía.
Ambas ascendieron por la calle en silencio. La calle Front no tardó en abrirse en una suerte de plaza. Más arriba, y hacia la izquierda, Jenna divisó la calle principal y sus tiendas. Directamente a su derecha, una gran edificación oscura asentada sobre pilotes se alzaba por encima de las aguas; hacia allí se dirigieron. Pasaron frente a una casa con una enseña que decía «Posada Stikine», y Jenna vio con alivio que parecía abierta. Recorrieron unos veinte metros más hasta llegar a orillas del mar y a otro embarcadero que se adentraba en una bahía. La vieja se detuvo.
—Esperaré a mi hijo aquí.
Jenna soltó el asa. Una repentina ligereza se apoderó de su brazo y se sintió aliviada de haber terminado con la faena. Se reclinó contra la barandilla.
—Gracias por su ayuda —dijo la anciana.
—¿Necesita algo más?
La vieja meneó la cabeza. Jenna trató de distinguir su rostro en la oscuridad, pero las sombras lo ocultaban.
—Bueno, de nada —respondió Jenna, incorporándose—. Voy a ver si consigo una habitación.
—¿Te alojas en el hotel? —se apresuró a preguntar la vieja.
—Eso espero.
—Es un lugar agradable. Eso sí, tendrás que hacer sonar la campanilla para despertar a Earl. Es tarde.
—¿Toco el timbre, entonces?
La vieja asintió con la cabeza.
—El desayuno es gratis. Los huevos se pagan aparte.
—¿Cómo dijo?
—Si quieres huevos para el desayuno, debes pagarlos. Yo siempre desayuno con huevos.
—Qué bien —dijo Jenna.
La mujer no parecía del todo en sus cabales. Se la veía como dispersa y ausente.
—¿Aquí se queda? —le preguntó.
El embarcadero no parecía un destino final. Eso, además de la rareza de la mujer, era lo que había llevado a Jenna a preguntarlo.
—Mi hijo me recogerá por la mañana. Esperaré aquí.
—Entiendo —asintió Jenna—. Bueno, buenas noches, entonces.
Jenna se disponía a marcharse cuando la vieja habló otra vez.
—¿De dónde sacaste ese collar?
Jenna se llevó la mano de forma automática al amuleto de plata que le colgaba al cuello.
—Unos amigos me lo regalaron.
La mujer sin cara asintió con la cabeza.
—Mi hijo lo hizo.
Claro. Jenna se dio cuenta de que ésta era la extraña vieja de la que le hablaran Willie y Debbie. La que les vendió el collar.
—Es muy hermoso —dijo Jenna—. ¿Sabría decirme qué es?
La anciana tendió la mano y cogió el amuleto durante un instante.
—Un kushtaka.
—Sí, eso me dijeron. ¿Qué es un kushtaka? ¿Es una leyenda tlingit?
La vieja juntó los bolsos de lona para hacerse una especie de asiento y se dejó caer sobre ellos, extendiendo las piernas.
—Una leyenda, sí. Un cuento para atemorizar a los niños y evitar que se vayan demasiado lejos de las casas. ¿Tienes un cigarrillo?
—Lo siento, no fumo —dijo Jenna, encogiéndose de hombros—. ¿Y qué son los kushtaka?
—¿Los kushtaka? ¿Qué quieres saber? Son espíritus.
—¿De qué clase?
—Del pueblo de las nutrias. Son muy poderosos. Digo, si crees en ellos. Custodian las aguas y los bosques y rescatan almas perdidas. ¿Crees en ellos?
—No sé. Nunca había oído hablar de ellos.
La abuela le contaba cuentos tlingit, pero no recordaba que ninguno fuese sobre los kushtaka. Había uno acerca de un hombre que se casaba con una osa, otro sobre un chico que mató un monstruo y lo quemó, y ése era el origen de los mosquitos.
—Se llevan las almas a las aldeas kushtaka y las tornan en kushtaka. Son ladrones de almas.
—Vaya. ¿Hay algún cuento sobre eso?
—Por supuesto. Muchos.
—¿Me puede contar uno?
—¿Cuál? ¿El de cómo se originaron?
—Sí. ¿Cómo se originaron?
—Yo lo sé.
Fue después de la inundación. Cuervo hizo una inundación para matar a todos los malos. Había demasiados. Quiso limpiar el mundo. Pero no podía matar a los malos sin matar también a los buenos. Así que todos murieron. Incluso la madre de Cuervo; eso lo entristeció mucho. Amaba a su madre, y se puso muy triste.
La mujer abrió uno de sus bolsos, tomó un paquete de cigarrillos, encendió uno. Jenna sonrió. Los cigarrillos ajenos siempre saben mejor que los propios.
Un día, cuando la inundación ya había bajado, Cuervo caminaba por la playa, juntando piedras; oyó que alguien cantaba su nombre. Siguió el sonido y se encontró con unas nutrias que jugaban en la arena.
—¿Quién me llama? —preguntó Cuervo.
—Súbete a mi lomo —respondió una de las nutrias—, y te llevaré al lugar desde el cual te están llamando.
—Pero me ahogaré si voy contigo —dijo Cuervo. Le temía mucho al agua, pues no sabía nadar.
—No tengas miedo —dijo la nutria—. Conmigo estarás a salvo.
Así que Cuervo se montó en la nutria; aunque procuró prestar atención al camino que seguían, se sintió muy mareado y se durmió. Cuando despertó, se encontró en una aldea muy populosa. Cuervo recorrió las playas de esa tierra desconocida hasta que encontró a su madre. Se alegró mucho de verla, porque hasta entonces creía que había perecido en la inundación, como todos los demás. Le preguntó a su madre cómo había llegado a esa tierra, y ella le contó que cuando las aguas subieron, las nutrias la habían rescatado y llevado a ese lugar, donde la trataban muy bien… Bueno, Cuervo estaba tan feliz de que las nutrias hubiesen rescatado a su madre que decidió hacerles un regalo. A partir de entonces, las nutrias podían adoptar cualquier forma, como lo hacía Cuervo. Podían tornarse de nutrias en personas, o en peces, o cualquier otra cosa que les apeteciera. Y el don implicaba una responsabilidad. Cuervo les dijo que debían guardar los bosques y los mares y rescatar a todo el que estuviese en peligro de ahogarse o morir de frío. Y les dio un nombre. Las llamó kushtaka.
La vieja sonrió y Jenna vio que sólo tenía cuatro dientes.
—Qué lindo cuento —dijo Jenna—. Pero no da mucho miedo.
—¿No te dio miedo?
—No.
—Será porque nunca los viste.
—¿Cómo son?
La vieja se encogió de hombros.
—Como cualquiera. Como yo. Quizá yo sea un kushtaka, y tú estás bajo mi hechizo en este momento. Te podría llevar a mi guarida y te quedarías atrapada ahí para siempre.
La vieja lanzó una cómica risilla y Jenna rio.
—¿Es usted un kushtaka?
—¿Quieres venir conmigo?
—¿Qué?
—Mi hijo viene con su bote. Podrías venir con nosotros.
—No, gracias.
—¿Ves? —La anciana parecía resoplar—. Si yo fuera un kushtaka no hubieses podido negarte.
—Ah, entiendo —Jenna bostezó—. Bueno, tengo que marcharme.
—Dame algo de dinero.
Jenna se sobresaltó.
—¿Qué?
—Que me des algún dinero. Te conté un cuento, como me pediste. Ahora, me tienes que pagar.
Jenna se quedó sorprendida por el inesperado curso que tomaba la conversación, pero no quería discutir. Lo cierto era que la mujer le había contado el cuento, y era probable que el dinero fuese más importante para ella que para Jenna. Además, lo único que quería era conseguir una habitación y descansar. Sacó un billete de cinco dólares y se lo dio a la mujer.
—¿Quieres que te cuente otro?
—No, gracias. Me quiero ir a dormir. Pero gracias, de todos modos.
—No te pierdas en el bosque, o los kushtaka te robarán el alma.
La mujer rio de una manera siniestra y Jenna se sintió incómoda.
—Tendré cuidado —dijo Jenna, echándose la mochila a un hombro.
—Ni te darás cuenta —contestó la otra.
—¿De qué?
—De que van a por ti.
Jenna sonrió.
—Gracias por el cuento. Me cuidaré —dijo y emprendió camino.
De pronto, tuvo la sensación de que la vieja estaba loca. Le dieron escalofríos. Cuando estaba llegando al extremo del embarcadero, la anciana la llamó. Jenna pensó en ignorarla, pero se detuvo y se volvió.
—Los ojos —dijo la anciana, señalando uno de los suyos—. No les cambian. —Volvió a reír y un intenso temor embargó a Jenna. Necesitaba llegar al hotel y conseguir una habitación. Toda aquella situación comenzaba a asustarla.
Jenna se apresuró a llegar a la Posada Stikine y ascendió los cinco escalones del porche frontal. Estaba oscuro. Abrió la puerta-mosquitero y probó si la puerta de entrada estaba cerrada con llave. Estaba abierta. Entró al penumbroso vestíbulo y cerró la puerta a sus espaldas; ya se sentía un poco más segura.
Una pequeña lámpara apoyada en el mostrador de recepción era la única fuente de luz. Jenna se acercó y vio una campanilla, que hizo sonar. El sonido retumbó en el vestíbulo. Ni un movimiento. Eso era malo. Jenna sintió que la invadía el pánico. La vieja la había atemorizado. No con su cuento, sino con su conducta. Volvió a hacer sonar la campanilla. Nadie respondió.
Jenna paseó la mirada por el vestíbulo, en busca de un sillón para tumbarse y pasar la noche. Había un banco cerca de las escaleras. Una vieja cabina telefónica de madera. Un par de sillas metálicas plegables. Un comedor del lado de la orilla. Pero nada que pareciese muy confortable. Sin duda, nada sobre lo que se pudiera dormir. Detrás del mostrador se veían unos ganchos de donde colgaban las llaves de las habitaciones; todas parecían estar ahí. De modo que había alojamiento libre. Jenna pensó que podía coger una, ir a una habitación, y pagar por la mañana. Pero antes de hacerlo, probó una vez más con la campanilla.
Esta vez hubo respuesta. Oyó unos refunfuños, después pasos y, al cabo de un momento, apareció un hombre de edad con el cabello revuelto y enfundado en un pijama azul.
—Lamento llegar a esta hora —se disculpó Jenna mientras el otro se dirigía al mostrador arrastrando los pies.
—¿El
ferry
acaba de llegar? —preguntó el hombre.
—Sí.
El hotelero le pasó un impreso y un bolígrafo.
—Rellene esto.
Jenna garabateó la información. Nombre, dirección, duración de la estancia. Aproximadamente una semana. Mientras escribía, el hombre tomó una de las llaves que colgaban y la puso frente a ella en el mostrador.
Cuando Jenna terminó con los trámites, el hombre cogió el impreso y lo estudió con detenimiento.
—¿Dejó su equipaje en el puerto? —preguntó.
—No, esto es todo lo que tengo.
El hombre abrió un poco más los ojos, que hasta el momento tenía casi del todo cerrados.
—¿Se queda una semana y eso es todo lo que trae?
—Viajo ligera de equipaje.