El hombre se encogió de hombros e hizo una mueca que parecía decir que las personas como Jenna son el mayor problema del mundo actual. Siguió escrutando el impreso.
—¿De vacaciones?
—Sí. Bueno, en realidad, mi madre es de aquí. Estoy visitando el pueblo. No he estado aquí desde que era niña.
—¿Cómo se llama su madre?
—Sally Ellis.
El hombre cabeceó con aire pensativo.
—¿Cómo está?
—Bien. Vive en Nueva York.
—¿Nueva York? Ajá. Bueno, cuando la veas dile que Earl le manda saludos.
—Eso haré.
—Habitación nueve —dijo Earl antes de regresar sobre sus pasos, arrastrando las chanclas. Cuando estaba a punto de perderse en la oscuridad del pasillo del fondo, señaló al comedor con vistas al mar—. Ese local es el restaurante Tótem. Se sirve el desayuno hasta las once. El desayuno continental está incluido en el precio de la habitación. Si quiere huevos, debe pagarlos aparte.
Y se marchó.
Jenna subió las escaleras y buscó la habitación número nueve. Al abrir la puerta se encontró exactamente con lo que esperaba: un cuarto de hotel barato, una estancia vieja y confortable. Dejó caer la mochila en una silla que había junto a la puerta y encendió el viejo televisor en color. Había un mando a distancia atornillado a una base de metal en la mesilla de noche. La cama estaba flanqueada por un par de ventanas que daban al sur, a la ensenada y el puerto, y otro que miraba al este, a la ciudad.
Jenna miró por una de las ventanas y vio el embarcadero. Se hizo una visera con las manos para ver mejor. La vieja, tan inquietante como antes, seguía sentada allí. Como si se hubiese dado cuenta de que la miraban, la anciana se volvió hacia Jenna y la saludó con la mano. Jenna retrocedió y bajó precipitadamente la cortina. Fue a la puerta y cerró con cadena. No es que la vieja fuese una amenaza. Sólo para estar tranquila.
Se quitó la chaqueta y la arrojó a la silla. Se desabrochó los pantalones y se quitó el jersey. Mientras se desprendía el sostén, rio en voz alta. La cama estaba abierta y sobre la almohada había una pequeña chocolatina de menta envuelta en papel dorado.
Por fin estaba en casa.
Jenna y Robert se conocieron en una fiesta. Una fiesta de ambientación mexicana a la que Jenna en realidad no había querido asistir. Sus amigos Henry y Susan, la más feliz de las parejas, eran los que la daban. Haz tus propias fajitas. Es cuestión de asar, enrollar, comer, nada más. Qué divertido. Cerveza Dos Equis y margaritas heladas. El sábado por la tarde, en nuestro entablado con vista al lago Union. Sólo parejas, pero invitemos a Jenna, así recordamos cómo son las personas solteras.
Sí, es cierto que Jenna estaba un poco susceptible en aquellos días. Era soltera y se sentía un poco sola. Pero no se trataba simplemente de que se sintiera sola porque no tenía compañero. Lo que más la afectaba de la soledad era no tener a nadie cerca. No podía soportar la carga de no tener a otro ser humano a su alcance. Incluso si ese otro ser humano ni siquiera hablara, para Jenna era importante tener siempre cerca a alguien para recordar que no estaba sola en el mundo. Sí, era una rareza, pero así era; Jenna apenas aguantaba ducharse sola. Siempre le parecía que había alguien escondido en la habitación, o alguien a punto de irrumpir, o alguien aguardando junto a la ventana, a la espera de que el agua comenzase a correr, para así poder romper el cristal sin ser oído, entrar y matarla. Su paranoia respecto a la soledad dominaba su vida, pero lidiaba con ella, tal como lo hacía con todo lo demás. Y fue a la fiesta, aunque sabía que era la única soltera que habría allí. Porque un compromiso es un compromiso, y si había algo que Jenna hacía, era honrar los compromisos. Así que fue y enrolló fajitas mexicanas.
Había un muchacho en la fiesta. Era guapo y no llevaba pareja. ¿Cómo era posible? Amigo de un amigo y acababa de mudarse a Seattle. Tráelo. ¿Habrá suficiente comida? Por supuesto; traed unas cervezas, nada más. ¿Qué hace? Se acaba de graduar en estudios inmobiliarios en Michigan. ¿En la universidad? En la universidad. Ann Arbor. Se parece a Tom Cruise. Tengo a la chica justa para él.
Muy bien, untas la tortilla con guacamole. Por encima, dispones unas tiras de pollo mal cocido, infestado de salmonella. Agrega cebollas y salsa, enrolla y come deprisa, antes de que el jugo te chorree hasta el codo.
—Hola, soy Robert. Susan dice que eres de lo más interesante y que debo hablar contigo.
—Robert. Ah, sí. El soltero.
—¿El soltero?
—Robert, aquí sólo hay dos solteros. Un chico y una chica; yo soy la chica.
—Supongo que entonces soy el chico.
—¿Así que te acabas de mudar desde Michigan y comienzas a trabajar en septiembre?
—¿Tienes mi curriculum?
—La señora Levi me informó de tu perfil.
—Bien, ¿alguna pregunta antes de que comience a cortejarte?
—Sólo un par de cuestiones. Por favor, respuestas concisas y relevantes. ¿Tu postura sobre el aborto?
—¿Mi posición personal o si me parece que el gobierno tiene derecho a restringir el derecho a elegir de las mujeres?
—Excelente. ¿Sobre rezar en las escuelas?
—Soy judío. Creo que eso lo dice todo.
—¿Votaste a Reagan?
—Jamás. No me importa si hizo muchas cosas buenas por el país. Es una cuestión de principios.
—¿Qué opinas del sistema de asistencia pública?
—El concepto de asistencia pública es bueno en sí mismo y necesario para toda sociedad progresista. El nuestro necesita una reforma. Pero pago todos los impuestos y mi asesor fiscal debe ser el único honesto que queda; así que es probable que pudiera pagar menos si quisiera protestar por la ineficiencia del sistema. En otras palabras…
—Dije «conciso». ¿Homosexualidad?
—Eh, cada cual es libre de ser como sea.
—¿Libre de ser como sea? ¿Mario Thomas?
—Me encanta.
—No era una pregunta. Muy bien, aprobaste. ¿Tienes algo que preguntarme a mí?
—Sólo una cosa.
—Venga.
—¿Quieres casarte conmigo?
Robert era joven e inteligente. Le gustaba el mundo de los bienes inmuebles porque le permitía ejercer su habilidad para interpretar a las personas. Quería formar una familia, tener tres hijos. Su madre le había enseñado a usar el lavavajillas y a secar las planchas de asar de hierro calentándolas en el fogón para que no se oxidasen. Sabía coser botones, lavar y planchar, pero no cocinar. Le gustaban las actividades de aire libre, pero no los deportes, porque sus habilidades no estaban a la altura de su competitividad. Detestaba hacer la compra, pero le encantaba ver a otra gente comprar. Su único problema con el dinero era que le encantaba gastarlo. En particular, en buenas cenas y vinos buenos para acompañar esas buenas cenas. Sabía bailar el
fox-trot
y el vals. De niño, su cereal preferido era Quisp, y el Concentrate le gustaba casi tanto como aquél. Vivía solo en un pequeño apartamento en la colina Queen Anne; era demasiado caro, pero le gustaba porque desde él se veía la Aguja Espacial. Y encontraba que Jenna tenía los ojos más hermosos que nunca hubiese habido en la historia del mundo, y de verdad quería salir a solas con ella para conocerla un poco más.
Jenna lo encontró demasiado limpio. Demasiado convencional. También pensó que los diez últimos artistas con los que había salido eran abrumadoras y vanidosas parodias de sí mismos. Tal vez este tío fuese diferente.
Jenna le contó a Robert que estaba a punto de viajar a Europa; quizá pudieran salir a su regreso. Se marchaba la semana próxima. Iba a visitar a una amiga en Carimate, un pueblecito en la ribera sur del lago Como. Llevaría su cámara para fotografiar puertas. Hay puertas estupendas en Italia. Puertecitas de madera, puertas de hierro, puertas para perros, pomos, aldabas, picaportes. Todo puertas, todo el tiempo. Era su ocasión de adquirir renombre. Un gran paso respecto al trabajo de fotógrafa de bodas. A su retorno, publicaría un libro de puertas y se haría rica. Bueno, tal vez rica no. Pero hay que aspirar a más de lo que uno puede abarcar, si no, ¿para qué existe el cielo?
—Te llamaré a mi regreso.
—¿Y si nos encontramos allí?
—¿Dónde?
—¿Adó+nde llega tu avión?
—A Milán. Ahí alquilaré un coche, conduciré hasta Venecia, y después desandaré camino hacia el lago Como; me detendré en cada ciudad a tomar fotos de puertas.
—¿Qué ciudades?
—No las conozco todas. Vicenza, Padua, Verona…
—¿Cuándo estarás en Verona?
—Tendría que verificarlo en mi itinerario.
—Dime cuándo estarás allí, e iré a encontrarme contigo. Conozco esa ciudad. Hay una fuente en la plaza central. Estaré allí a la una de la fecha que tú digas. Cenaremos en Verona esa noche y, si te agradara, quizá podríamos tener una segunda cita en Italia.
Después de la fiesta, Jenna lo telefoneó una vez, para decirle que estaría en Verona el dieciséis de junio. No volvió a hablar con él. Pero el dieciséis de junio a la una, fue a la fuente de la plaza. Él estaba sentado allí, con una gran sonrisa en el rostro.
—Aquí llega —dijo.
Aquí llega. Un comentario casual, sin duda. Probablemente, él ni recordara haberlo formulado. Pero caló hondo en Jenna. Era como si él la hubiese estado esperando junto a esa fuente durante toda su vida, y ella finalmente hubiera llegado.
Fueron al hotel donde se alojaba Robert. Hotel Due Torri. El hotel de las dos puertas. Era caro, el mejor de Verona. Mucho mejor que el lugarcito que había escogido Jenna. En la habitación, él pidió una bandeja de fruta y una botella de vino blanco. Les llevaron una gran fuente colmada de manzanas, ciruelas, uvas y kiwis con adhesivos de Nueva Zelanda en la cáscara. Comieron la fruta, bebieron el vino e hicieron el amor. Jenna se dejó puesta su camiseta sin mangas porque se sentía insegura de sus pechos. ¿Y si a él no le gustaban? La habitación estaba a oscuras porque las grandes persianas estaban echadas. Haces de luz solar se colaban por entre las tablas y un ventilador de techo ronroneaba sobre sus cabezas.
Jenna encendió la tele; había un canal llamado Super Station. Ponían un programa llamado
Viaje en el tiempo
que tomaba un año de la historia de Estados Unidos, del que hacía un perfil cultural de quince minutos. Mostraban informativos, anuncios, actuaciones musicales y escenas de telenovelas. Jenna miró 1964 y 1969 mientras Robert se daba una ducha.
Después fueron al lugar donde había vivido Julieta, y Jenna le dio su cámara a un desconocido, cosa que nunca había hecho antes, y le pidió que les hiciera una foto a Robert y a ella bajo la pequeña arcada. Aún conservaba esa foto. Llovía y le compraron un paraguas azul a un vendedor ambulante.
Esperaron a que pasara la lluvia besándose bajo un arco del patio. Muchas puertas daban a ese patio, pero Jenna no hizo ni una foto. Después fueron a un pequeño restaurante, donde pidieron dos ensaladas, un
risotto
con frutos de mar y otra botella de vino. Robert dijo que nunca había comido un
risotto
tan bueno. A continuación, fueron al hotel de Robert y volvieron a hacer el amor.
Y así fue como ocurrió. Él llevaba el cabello corto y desgreñado. Su rostro era delgado, sus pómulos muy hermosos. La gente lo tomaba por alemán, por su apariencia. Una pareja de turistas estadounidenses se le acercó y le preguntó en muy mal italiano cómo llegar al estadio. Él fingió un mal acento italiano y les respondió en un inglés chapurreado que siguieran dos calles a la derecha, una a la izquierda. Le agradecieron su amabilidad y le dijeron que su inglés era muy bueno.
Jenna telefoneó a su madre esa noche y le dijo que el proyecto de las fotografías de puertas no iba muy bien, pero que había conocido a un chico. Sí, había conocido a un chico y, sí, quizá también el amor.
J
enna despertó en torno a las diez y media. Miró la ventana desde debajo de las mantas. Había mucha luz afuera; el cielo estaba cubierto de altas nubes que lo hacían parecer una luminosa pantalla blanca.
Hacía calor en la habitación, y Jenna estaba feliz de holgazanear en su capullo. Era agradable sentir el contacto de las sábanas sobre su piel desnuda. Por lo general, dormía con camiseta, pero como había dormido completamente vestida sobre una tumbona de vinilo durante las pasadas tres noches, quería celebrar haberse liberado de la tiranía de sus vaqueros Banana Republic. Su alma anhelaba servicio en la habitación. Un tazón de café caliente, quizá unos plátanos, leche y avena. También un melón bañado con miel. Y zumo de pomelo.
Bueno, no se puede tener todo. Y Jenna ya estaba bastante contenta de poder quedarse bajo las sábanas. ¿Bastante contenta como para qué? ¿Para sentir el placer de sus propias y delicadas manos? Quizá. Hacía tiempo que no lo hacía. Por supuesto que en el
ferry
, no. Es una buena manera de comenzar la mañana. Uno rapidito para ponerse en marcha y empezar la jornada de buen humor. Se acarició el pecho, el vientre y se detuvo. Ahora no. El desayuno es hasta las once y tiene que ducharse. Además, hacerlo en un cuarto de hotel tiene algo de repugnante. ¿Y si alguien la oía desde el pasillo o algo por el estilo? Tal vez más tarde.
Jenna salió de la cama y fue al lavabo. Orinó, se cepilló los dientes, y puso a correr la ducha. Ah, qué buena ducha. Ese hotel le agradaba. Buenas camas, buena ducha. Con chorros abundantes y gruesos. Muchos, además. Detestaba las que sólo ofrecen un menguado circulito de chorros escasos, y que lo obligan a uno a moverse de un lado a otro para que el agua bañe todo el cuerpo. Es difícil encontrar una buena ducha.
Se metió en la bañera y corrió la cortina. Procuró que la parte inferior de la cortina quedase del lado de dentro de la bañera, pero en vano. Esas cortinas de plástico delgado y transparente siempre ondean cuando te das una ducha caliente, ¿por qué será? Se inflan y se te adhieren a la pierna, lo que es un poco exasperante. Jenna no estaba de ánimo para exasperaciones, así que maldijo a la cortina y la puso de modo en que pendiera del lado de fuera de la bañera. Que se jodan. Ahora tendrían que secar el suelo, y todo por no poner una cortina como debe ser, que se quede del lado de dentro de la bañera.
Jenna dejó que el agua caliente le empapara el cabello. Abrió el frasquito de champú que había junto a la ducha y se vertió un poco en la mano. Olía a coco, aroma que siempre le recordaba el de la loción bronceadora que había en Hawai, cuando Robert y ella estaban recién casados. En el hotel con vistas a la playa, Jenna había dicho en broma que el chorro del jacuzzi era ideal para masturbarse. Robert le dijo que se lo demostrara, de modo que ella lo hizo mientras él miraba. Nunca lo había hecho delante de alguien; le gustó. Una vez le pidió a Robert que lo hiciera delante de ella. Él no quería, pero le dio el gusto; fue divertido mirar. Pero no tan divertido como que él la mirara.
El libro de la risa y el olvido
. Todas las mujeres son exhibicionistas, todos los hombres son mirones. Sí, claro. Tal vez en Praga. Se aclaró el pelo y tomó el jabón. Se dio cuenta de que tenía los pezones erectos y se rozó uno con la punta de un dedo. Oh, al diablo. Que el desayuno esperara.