Read Al Filo de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
Alzó la vista. La avanzadilla del muro negro de nubarrones se encontraba directamente encima de ellos.
Grasitas se detuvo.
—El camino se estrecha.
—El vürdmeister ha salido del bosque. No tenemos elección.
El barón tragó saliva y empezó a deslizarse hacia delante, con la cara pegada a la roca y los brazos muy abiertos.
Detrás de ellos, el vürdmeister los observaba con los brazos en jarras, furioso.
Ferl miró adelante. Otros treinta pasos, y solo un tramo difícil más en que la cornisa se estrechaba a una anchura de medio metro. Grasitas tragaba bocanadas de aire enrarecido, paralizado.
—Puedes hacerlo —le dijo Ferl—. Sé que puedes.
Milagrosamente, el gordo empezó a moverse, arrastrando los pies pero con confianza, como si hubiera encontrado en su interior un pozo de coraje que nunca hubiese creído poseer.
—¡Lo estoy haciendo! —exclamó.
Y lo hizo. Superó la parte más estrecha de la cornisa y Ferl lo siguió pegado a sus talones, desplazando grava al vacío e intentando no seguirla.
La cornisa empezó a ensancharse y Grasitas volvió a caminar en vez de deslizarse por la pared, a pesar de que el camino seguía midiendo menos de un metro. Se estaba riendo.
Entonces pasó rozándolos un borrón verde y la cornisa explotó delante de ellos.
Mientras los vientos gélidos despejaban el humo, las nubes se abrieron y empezó a nevar. Unos copos grandes y gruesos trazaban círculos y líneas horizontales a merced del viento. Grasitas y Ferl contemplaron a la vez la brecha que tenían delante.
Medía apenas un metro, pero no había sitio para coger carrerilla. Además, el otro lado no parecía estable.
—Si lo consigues —dijo Ferl—, no volveré a llamarte Grasitas nunca más.
—Anda y que te den —dijo el barón, y saltó.
Resbaló un poco en el otro lado, pero lo consiguió.
Otro proyectil alcanzó la roca por encima de la cabeza de Ferl y provocó una lluvia de esquirlas que le hizo cortes en la cara. Sacudió la cabeza para despejarse los ojos, perdió el equilibrio y lo recuperó, todo ello en un momento. Dio dos pasos y saltó.
La cornisa cedió bajo sus pies más deprisa de lo que él acertaba a remontarla. Extendió los brazos, buscando cualquier asidero.
Una mano agarró la suya. El barón lo puso a salvo de un tirón.
Boqueando, Ferl se dobló por la cintura, con las manos en los muslos. Al cabo de un momento, dijo:
—Me has salvado. ¿Por qué me...? ¿Por qué?
La respuesta del barón se perdió cuando la roca volvió a explotar a sus espaldas.
Ferl examinó el resto del recorrido. Faltaban otros treinta pasos para que doblaran un recodo y desaparecieran de la vista del vürdmeister. Ese último tramo de cornisa tenía como mínimo metro y medio de anchura, demasiado para que un proyectil lo reventara, pero seguían a la vista, y Ferl no tenía la menor intención de continuar en la retaguardia. Envainó su espada, agarró al barón y lo puso entre él y su perseguidor.
—Es la única manera que tenemos de salir de esta —dijo.
—No pasa nada —respondió el barón—. No pienso volver atrás por esa cornisa, y de todas formas no tengo ni idea de qué hacer en plena naturaleza. Voy contigo.
Reanudaron el ascenso caminando de espaldas, Ferl mirando a sus pies y luego al vürdmeister que se encontraba en el otro extremo de esa cara de la ladera. El joven tenía un proyectil verde brillante dando vueltas poco a poco en torno a su cuerpo. Sabía que su presa se le estaba escapando. El proyectil empezó a girar cada vez más rápido.
Ferl obligó al barón a acercarse más al borde en una muda amenaza.
El proyectil frenó y vieron que el vürdmeister movía la boca deshaciéndose en inaudibles imprecaciones. Ferl extendió el dedo corazón hacia él en un silencioso saludo. Al cabo de un momento, riendo, el barón imitó su gesto.
Entonces una piedra se desplazó bajo el talón de Ferl cuando dio el siguiente paso atrás. Perdió el equilibrio y resbaló hacia el barón Kirof.
Solo podía hacer una cosa: se tiró hacia atrás, apoyándose con la mano en la espalda de Kirof, que cayó hacia delante.
Aterrizó sobre su trasero en la cornisa. Vio los dedos del barón agarrados al borde. Se acercó rodando al noble, que tenía los ojos redondos como platos.
—¡Socorro! —gritó el barón.
Ferl no se movió.
Al final, Grasitas estaba sencillamente demasiado gordo. Aguantó durante un momento más, y después sus brazos enclenques fueron incapaces de sostenerlo. Sus dedos resbalaron de la roca.
La caída duró mucho tiempo, pero Grasitas no gritó en ningún momento. Juntos, Ferl y el vürdmeister lo miraron precipitarse hacia las rocosas riberas de la muerte.
Al otro lado de la montaña, el ánimo del vürdmeister pareció caer tan bajo como el cuerpo del barón. El rey dios no se mostraba comprensivo con el fracaso.
Ferl se alejó reptando del borde y dobló la curva. Se felicitó por lo previsor que había sido al quedarse el macuto.
Las tierras de los Gyre en Havermere habían cambiado muchísimo desde que Kylar las atravesara con Elene y Uly de camino a Caernarvon. Entonces habían estado poco menos que desiertas. Sin un señor que los protegiera, algunos granjeros se habían mudado. La cercanía de la cosecha y la afortunada ausencia de incursiones ceuríes o de los lae’knaught aquel año eran lo único que había retenido al resto.
En esa segunda visita, se encontró las tierras llenas a rebosar, y Kylar solo tardó un momento en adivinar por qué. La resistencia había trasladado su base a Havermere. Estaban a unos pocos días a galope tendido de Cenaria, lo que los ubicaba lo bastante cerca para actuar contra las patrullas pero lo bastante lejos para huir si el rey dios reunía un contingente nutrido contra ellos. La abundancia de la cosecha y los recursos de la Casa de Gyre, que incluía centenares de los mejores caballos del país, una armería considerable y unas murallas que la harían defendible al menos mientras no se usara magia, la convertían en una base perfecta. Kylar se preguntó si la habrían confiscado por la fuerza o si el mayordomo de los Gyre habría acogido al ejército de buena gana.
Hizo una pausa al avistar una compañía en la penumbra del alba. Si quería, probablemente podría evitar que lo detectaran... o por lo menos que lo entretuviesen. Lo más seguro era que no lo hubiesen visto todavía, no con esa luz, aunque no tenía ni idea de lo buenos que eran los centinelas. Al final decidió que, ya que estaba allí, bien podría informarse de lo que estaba pasando en Havermere. Si Logan seguía vivo y Kylar lograba rescatarlo, allí sería adonde acudirían. Si podía poner en antecedentes a Logan de lo que le esperaba, tanto mejor.
Aun así, antes de seguir adelante fijó a su cara el disfraz de Durzo. Era mucho más fácil que el único otro disfraz que había construido, el del barón Kirof, y probablemente menos peligroso. Los rebeldes que conocieran al barón Kirof querrían matarlo. Los que reconocieran a Durzo probablemente fingirían que no: nadie en su sano juicio admitiría conocer a un ejecutor. Y era mejor que presentarse como él mismo.
Un Kylar Stern que apareciera en el campamento rebelde era un Kylar Stern que se comprometía con su causa. Además, aún ignoraba si la identidad de Kylar era segura. Elene había denunciado por error a Kylar ante el general supremo Agon, y Kylar no sabía si este habría hecho correr la voz.
De modo que allí estaba, sentado a lomos de su caballo e intentando fijar la cara de Durzo a la suya. No era fácil, aunque hubiera pasado días... semanas perfeccionando el disfraz. Había problemas de todo tipo.
En primer lugar, había que recordar la cara a la perfección. Aun después de años de mirar a Durzo Blint, eso era más difícil de lo que Kylar habría imaginado. Al principio del proyecto, había pasado semanas tan solo rememorando cómo se inclinaban hacia abajo sus leves patas de gallo, colocando cada marca que tenían las mejillas de Durzo, dando la forma correcta a las cejas y ajustando los mechones de su barbita rala. Después, cuando creyó que lo había clavado, se dio cuenta de que apenas estaba empezando.
Una cara estática no era un disfraz. Necesitaba anclar todos los puntos móviles de esa cara a la suya, para que se moviese casi del mismo modo. Casi. La cuestión era que, incluso después de una década bajo la tutela de Durzo y de fijarse durante años en sus pequeños tics, las expresiones faciales de Kylar no se parecían mucho a las de su antiguo maestro. Así, la cara de Durzo se enfurruñaba cuando él solo arrugaba la frente, esbozaba una sonrisilla de suficiencia cuando él la quería de oreja a oreja y ponía expresión de desdén cuando quería hacer una mueca, además de otras cien cosas que había ido añadiendo a la lista durante las largas horas que pasó poniendo caras ante el espejo.
Aun entonces, el disfraz no estaba completo. Durzo había sido alto. Kylar superaba la estatura media por muy poco. De modo que, tras crear su disfraz, lo proyectó hacia arriba unos quince centímetros. Cuando alguien intentase mirar a Durzo a los ojos, estaría mirando por encima de la cabeza de Kylar. Hacía falta mucha disciplina para acordarse de mirar al cuello de una persona para que Durzo tuviese la vista puesta en sus ojos. Era algo que Kylar no había solucionado todavía: había intentado montarlo de tal modo que pudiese mirar adonde quisiera y los ojos de Durzo lo siguieran desde quince centímetros más arriba, pero aún no había descubierto cómo.
Y, por supuesto, si alguien intentaba tocar la cara o los hombros que proyectaba, la ilusión quedaba destruida. Kylar había tratado de hacerla etérea, de modo que, si algo la tocaba, la atravesase sin más. No había funcionado. La malla de Talento, o lo que fuera, era física. Si algo más denso que la lluvia la tocaba, se desintegraba. Kylar también había intentado la solución opuesta, darle presencia física para que los ligeros contactos contra ella topasen con una resistencia parecida a la de una cara o unos hombros auténticos. Tampoco eso había funcionado.
En pocas palabras, se había tomado un trabajazo para lo que resultaba ser un disfraz mediocre. Kylar ya entendía por qué Durzo había preferido el maquillaje.
Hundió los talones en los ijares de su caballo, y juntos descendieron hacia Havermere.
Los centinelas no parecieron sorprendidos al verlo salir del amanecer, de manera que su perímetro tal vez fuera mejor de lo que pensaba.
—¿Qué te trae por aquí? —preguntó un adolescente con pinta de duro.
—Soy oriundo de Cenaria pero he vivido en Caernarvon durante estos últimos años. He oído que las cosas se han calmado bastante. Tengo familia en Cenaria y quiero ver si están bien. —Lo dijo deprisa y probablemente eran demasiadas explicaciones, pero sería normal que un comerciante nervioso hiciera lo mismo.
—¿A qué te dedicas?
—Soy herborista y boticario. En circunstancias normales, aprovecharía la ocasión para traer conmigo unas hierbas, pero unos bandidos destruyeron mi último cargamento. Los muy cabrones quemaron mi carro al descubrir que no llevaba nada de oro. Ya me dirás qué ganó nadie con eso. En fin, al menos a caballo he tardado menos.
—¿Vas armado? —preguntó el joven. Parecía más relajado, sin embargo, y Kylar notó que creía su historia.
—Pues claro que voy armado. ¿Te crees que estoy loco? —dijo Kylar.
—Bien dicho. Adelante.
Kylar entró a caballo en el campamento que se extendía ante las puertas de Havermere. Estaba bien organizado, distribuido en hileras rectas y los retretes a intervalos regulares y alejados de los fuegos de cocina, con numerosas edificaciones permanentes o semipermanentes y calles bien definidas para el tráfico a pie y a caballo, pero no tenía mucho aspecto militar. Varias de las estructuras daban a entender que pretendían pasar el invierno allí, pero las fortificaciones que rodeaban el campamento producían risa. A primera vista, parecía que todos los nobles y sus guardias personales se habían instalado en la mansión de los Gyre, mientras que los soldados y civiles que habían unido su destino al de los rebeldes vivían allí fuera, apañándose como podían.
Kylar contemplaba un edificio de madera, tratando de averiguar su propósito, cuando estuvo a punto de atropellar a un hombre que llevaba unos quevedos y cojeaba apoyado en un bastón. El hombre alzó la vista y pareció tan asombrado como el propio Kylar.
—¿Durzo? —preguntó el conde Drake—. Te daba por muerto.
Kylar se quedó paralizado. Se alegró tanto de ver vivo al conde Drake que el control de su disfraz casi vaciló. El conde parecía envejecido, atribulado. Cojeaba desde que Kylar lo conocía, pero antes nunca había necesitado bastón.
—¿Podemos hablar en algún sitio, conde Drake? —Kylar se reprimió por los pelos para no llamarle «señor».
—Sí, sí, por supuesto. ¿Por qué me llamas así? Hacía años que no me llamabas conde Drake.
—Eh... Ha pasado mucho tiempo. ¿Cómo escapaste?
El conde Drake entornó los ojos y Kylar miró al pecho del noble, con la esperanza de que la mirada de Durzo se cruzara con la suya.
—¿Te encuentras bien? —preguntó el conde.
Kylar desmontó, tendió la mano y agarró la muñeca del conde Drake. El hombre que le devolvió el apretón de muñeca tenía un contacto real, sólido, el contacto que siempre había transmitido el conde Drake. Era un ancla, y Kylar se sintió abrumado entre el impulso de contárselo todo y una vergüenza igual de intensa.
El peligro de hablar con el conde Drake residía en que todo se clarificaba cuando él escuchaba. Decisiones que se habían antojado embarulladas adquirían una repentina simplicidad. Una parte de Kylar rehuía esa prueba. Si el conde Drake lo conociese de verdad, dejaría de quererle. Un ejecutor no tiene amigos.
El conde lo condujo a una tienda cercana al centro del campamento. Se sentó en una silla, con la pierna a todas luces entumecida.
—Hay un poco de corriente, pero si seguimos aquí lo aislaremos mejor antes del invierno.
—¿Seguimos?
La alegría se extinguió en los ojos del conde.
—Mi mujer, Ilena y yo. Serah y Magdalyn no... no lograron escapar. Serah era una mujer de recreo. Oímos... que se ahorcó con las sábanas. Magdalyn es mujer de recreo o una de las concubinas del rey dios, según lo último que supimos. —Carraspeó—. La mayoría no duran mucho.
De modo que era cierto. Kylar no pensaba que Jarl le hubiese mentido, pero tampoco había podido creer que fuese verdad.