Read Al Filo de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
A veces Ariel odiaba la carne, odiaba estar encadenada a algo tan débil y necesitado. Qué atenciones exigía, qué devoción esclava, qué mimos. Era una perpetua distracción de cosas más importantes, como lo que la rectora quería de ella.
Istariel Wyant era una mujer alta e imperiosa, de nariz patricia y cejas depiladas hasta reducirlas a finas líneas. Tenía unas articulaciones nudosas que la hacían parecer más larguirucha que esbelta y, a pesar de su rostro maduro y avinagrado, tenía la melena rubia más bella de entre todas las mujeres que Ariel conocía. Istariel adoraba su pelo. Más de una hermana murmuraba que debía de haber redescubierto alguna trama mágica perdida para dotarlo de ese volumen y brillo. No era cierto, por supuesto: la madre de Istariel ya tenía ese pelo. Era uno de los motivos por los que su padre se había casado con ella tras la muerte de la madre de Ariel. Además, Istariel no tenía tanto Talento.
—Esta guerra no trata solo de lo que significa ser una maga, sino de lo que significa ser una mujer.
Al captar la expresión de ironía manifiesta en la cara de Ariel, Istariel cambió de táctica.
—¿Cómo estás, hermana?
Por supuesto, todas las magas de pleno derecho recibían el tratamiento de «hermana», pero Istariel dotó de afecto a la palabra. Dirigido a Ariel, el término «hermana» las retrotraía a los tiempos supuestamente felices de su juventud juntas, unos cincuenta años atrás. Istariel sin duda quería algo de ella.
—Bien —respondió Ariel.
Istariel volvió a intentarlo, con valentía.
—¿Y cómo avanzan tus estudios?
—Los últimos dos años de mi vida probablemente han sido un completo desperdicio —respondió Ariel.
—La misma Ariel de siempre. —Istariel intentó decirlo con tono ligero, como si le hiciera gracia, pero no acabó de aplicar el esfuerzo necesario para que sonara convincente. Probablemente pensaba que, dado que Ariel no empleaba desaires sociales de finos matices, no era consciente de ellos.
Cuando eran más jóvenes y Ariel daba más importancia a lo que su aristocrática hermanita pensaba de ella, le había parecido una amarga ironía, pues Istariel ni le prestaba atención. La genialidad con la que Istariel comprendía al instante a los hombres y las mujeres que la rodeaban jamás se había hecho extensiva a Ariel, con la que tanto tiempo pasaba. Cuando Istariel la miraba, veía su cara ancha de campesina y sus gruesos brazos de campesina, su carencia de dones sociales y de preocupación por las cosas importantes (el privilegio, el poder y la posición), y veía a una campesina. Istariel creía entender a Ariel, de modo que dejó de pensar en ella en absoluto. En ese momento hasta se permitió que sus ojos se deslizaran hacia abajo.
—Sí, he engordado —dijo Ariel.
Istariel se ruborizó. «Cómo debe de odiar que todavía pueda hacerla sentirse como una niña.»
—Bueno —reconoció Istariel—, supongo... que has ganado un poco de...
—¿Y tú cómo estás, rectora? —preguntó Ariel.
¿Cómo era posible que pudiera recitar las ochenta y cuatro variaciones de la trama de Symbeline con una sincronización, estructura y entonación perfectas, pero no pudiera entablar una conversación normal? Sin duda la charla intrascendente debería poder reducirse a unos pocos centenares de preguntas típicas, organizadas en esquemas conversacionales en función de las respuestas del interlocutor, lo estrecha que fuese la relación, los acontecimientos recientes y la posición social de los hablantes.
Habría que estudiar también el encadenamiento de las preguntas y la longitud de las respuestas, pero muchas tramas también exigían un gran dominio de los tiempos, y el ritmo de Ariel era perfecto. Tal vez habría que tener en cuenta el entorno físico: se hablaría diferente en el despacho de la rectora que en una taberna. Entre los temas de estudio podrían contarse el modo de afrontar las distracciones, los grados apropiados de contacto ocular y físico, la consideración de las variantes culturales y, por supuesto, las diferencias al hablar con hombres o mujeres, subdivididas a su vez según el sexo del sujeto. Ariel supuso que debería incluir también a los niños en el estudio, y habría que tener en cuenta cómo hablar con quienes se tuviera diversos grados de amistad o interés, romántico o de otro tipo. ¿O no? ¿Debería charlarse de forma distinta con una mujer con quien tal vez se quisiera trabar amistad que con una en la que no se tuviera ningún interés? ¿Existían modos socialmente aceptables de atajar las conversaciones aburridas?
Eso hizo sonreír a Ariel. Si de ella dependiera, atajar las conversaciones aburridas supondría un plus enorme.
Aun así, el proyecto en su conjunto tenía poco que ver con la magia. Quizá nada. Bien pensado, decidió que el estudio, por valioso que fuese, sería un desperdicio de sus dones.
—Pero en realidad no me estás prestando atención, ¿verdad? —dijo Istariel.
Ariel cayó en la cuenta de que su hermana llevaba un rato hablando. Todo cosas sin sentido, pero Ariel había olvidado fingir que prestaba atención.
—Lo siento —dijo.
Istariel quitó importancia a la distracción con un gesto, y Ariel vio que la rectora casi sentía alivio al constatar que su hermana volvía a comportarse como se esperaba: Ariel, la genio despistada y medio ida, un gran cerebro, un Talento aun mayor y nada más. Permitía a Istariel sentirse superior.
—Algo que he dicho te ha puesto a pensar, ¿no?
Ariel asintió.
—¿Sobre qué?
Ariel meneó la cabeza, pero Istariel la miró con una ceja alzada. Era su mirada de «soy la rectora». Ariel hizo una mueca.
—Estaba pensando en lo mal que se me da hablar por hablar y preguntándome por qué —confesó.
Istariel sonrió, y cualquiera habría dicho que volvían a ser adolescentes.
—¿Y diseñando una metodología para estudiar el tema?
Ariel frunció mucho el ceño.
—He concluido que no soy la persona adecuada para ese cometido.
Istariel rió a carcajadas. Resultaba irritante; Istariel roncaba al reír.
—¿Qué decías? —preguntó Ariel. Intentó poner cara de interés. Istariel, por pomposa y roncadora que fuera, seguía siendo la rectora.
—Ay, Ariel, ni te importa ni se te da muy bien fingir que sí.
—Es verdad, pero a ti sí que te importa, o sea que puedo ser una persona educada y escuchar.
Istariel sacudió la cabeza como si no diera crédito a lo que oía, pero se sentó bien y por suerte dejó de roncar.
—Da igual. La guerra de la que te hablaba... Varias de las hermanas más jóvenes quieren formar una nueva orden.
—¿Otra pandilla que quiere renegar del Acuerdo de Alitaera para volverse magas de guerra? —Qué desperdicio. Perdían el tiempo intentando cambiar las reglas en vez de saltárselas y volverlas irrelevantes.
—Esta vez no es tan sencillo. Estas señoritas pretenden hacerse llamar las Prendas.
—Oh, cielos.
Las novicias tenían prohibido casarse, pero muchas hermanas decidían hacerlo con el tiempo. De ellas, la mayoría volvían a cualquiera que fuese su lugar de procedencia o se instalaban con sus maridos. Algunas se quedaban en la Capilla, pero pocas llegaban muy alto. A menudo, se trataba de una simple cuestión de preferencia: muchas mujeres con hijos, maridos y hogares preferían estar con sus familias a tiempo completo.
A veces, sin embargo, algunas hermanas ambiciosas lo querían todo. Querían estar casadas con la Capilla y con un hombre. Nunca llegaban tan alto como creían merecer porque, pasado cierto nivel, las demás hermanas querían líderes sin otra familia que la Capilla. Las mujeres que sacrificaban los demás lazos en aras de la Serafín consideraban que tenían derecho a que las ascendieran por encima de quienes trabajaban a media jornada, por brillantes que fueran en ello. El desdén se extendía incluso hacia las hermanas casadas que no tenían hijos, porque las demás daban por sentado que algún día tirarían por la borda todo lo que valía la pena para cuidar de un hombre y sus mocosos, como si fueran campesinas del montón. Las hermanas las llamaban discretamente «prendas», amas de casa voluntarias y yeguas de cría para los hombres, y las acusaban de malgastar el tiempo y el dinero de la Capilla y, peor aun, su propio Talento.
Por lo general, los comentarios quedaban sin réplica porque en la Capilla la inmensa mayoría de las hermanas estaban solteras. Eran instructoras o estudiantes. Se consideraba de mala educación llamar a la cara «prenda» a una hermana casada, pero sucedía.
Si las hermanas casadas formaban una orden, derecho que Ariel no veía cómo negarles, tendrían un poder tremendo. Sus cifras incluían a más de la mitad de las hermanas. Si devenían un bloque, las cosas cambiarían radicalmente.
—Es una treta, claro está —dijo la rectora—. La mayoría de las... hermanas casadas no son lo bastante militantes para hacer piña bajo un nombre como ese. Se trata de un mero toque de atención para hacernos saber que van en serio.
—¿Qué quieren? —preguntó Ariel.
Istariel parpadeó involuntariamente y se frotó el ojo.
—Muchas cosas, pero una de las exigencias básicas es que fundemos aquí una nueva escuela de magia. Una escuela que rompería con nuestras tradiciones.
—¿Hasta qué punto?
—Una escuela de hombres, Ariel.
Eso suponía algo más que romper con la tradición. Era una convulsión sísmica.
—Creemos que algunas ya se han casado con magos.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó Ariel de inmediato.
—¿A propósito de esto? —dijo Istariel—. Nada. Cielos, no. Perdona, hermana, pero eres la persona menos indicada para ayudarnos en este asunto. Hace falta más tacto. Para ti tengo otro encargo. La cabecilla de las hermanas casadas es Eris Buel. No puedo enfrentarme a ella directamente. Necesito que una persona ambiciosa, respetada y joven sea nuestra portaestandarte.
Lo cual, por supuesto, excluía a Ariel.
—Me describes más o menos a un tercio de nuestras hermanas, o las describirías si añadieras «sin escrúpulos».
La mirada de Istariel se encendió y luego se enfrió. Ariel sabía que se había pasado de la raya, pero su hermana no haría nada al respecto. La necesitaba. Además, Ariel no lo había dicho tanto porque fuera cierto como por ese cuarto de segundo en el que Istariel pondría cara de culpable o no.
La había puesto.
—Ari, ni siquiera tú me puedes hablar así.
—¿Qué quieres? —preguntó Ariel.
—Quiero que traigas a Jessie al’Gwaydin de vuelta a la Capilla.
Ariel recapacitó. Jessie al’Gwaydin sería una roca ideal contra la que estrellar a Eris Buel. Tenía todo lo que la Capilla amaba: elocuencia, belleza, inteligencia, noble cuna y la voluntad de pagar el precio por subir hasta lo más alto. No iba sobrada de Talento, pero algún día podía ser una buena líder, si alguien lograba imbuirle algo de sentido común.
—Está estudiando al Cazador Oscuro en Vuelta del Torras —explicó Istariel—. Sé que es peligroso, pero la puse sobre aviso lo suficiente para estar segura de que no hará nada precipitado. —Soltó una risilla—. A decir verdad, la amenacé con mandarte por ella si no era buena. Estoy segura de que verte la complacerá enormemente.
—¿Y si está muerta? —preguntó Ariel.
La sonrisa de Istariel se esfumó.
—Encuéntrame a alguien a quien las Prendas no puedan ignorar. Alguien dispuesta a hacer lo que tiene que hacerse.
Esa ambigüedad otorgaba un margen de interpretación tremendo. Sin embargo, la interpretación podía usarse en las dos direcciones y la verdad era que Ariel prefería estar metida en el asunto. «Ay, hermana, juegas con un fuego terrible. ¿Qué te ha llevado a usarme para esto?»
—Hecho —dijo.
Istariel le indicó que podía irse, y Ariel caminó hasta la puerta.
—Ah —dijo Istariel, como si se le hubiera ocurrido en el último momento—, me traigas a quien me traigas, asegúrate de que esté casada.
Kylar estaba fuera de la tienda, cerrando, cuando notó que lo observaban. Inconscientemente curvó los dedos para tocar los cuchillos enganchados a sus antebrazos, pero no estaban allí. Cerró las grandes persianas sobre el mostrador donde exponían sus artículos y echó el candado, con una súbita sensación de vulnerabilidad.
No era estar desarmado lo que lo hacía sentirse vulnerable. Un ejecutor era un arma. Se sentía vulnerable por su juramento. Ni muertes ni violencia. ¿Qué le dejaba eso?
Quienquiera que fuese, acechaba en las sombras del callejón lateral que había junto a la tienda. Kylar no tenía duda de que estaban esperando a que caminase hasta la entrada, que se encontraba a apenas unos pasos del callejón. Con su Talento, podía pasar por la puerta y cerrarla con llave, y delatar sus poderes, o podía salir corriendo y dejar a Uly desprotegida.
En serio. Qué sencillas habían sido las cosas antes de que hubiera una mujer en su vida.
Caminó hacia la puerta. El hombre iba desaliñado y vestido con trapos, y tenía los ojos inyectados en sangre y la dentadura mellada de un adicto a la hierba jarana. Los cuchillos que sostenía el ladeshiano parecían en buen estado, sin embargo. Salió de un salto del callejón. Kylar esperaba que el hombre le pidiese dinero, pero no lo hizo.
En lugar de eso, atacó al instante, gritando locuras. Sonaba como si dijera:
—¡No me mates! ¡No me mates!
Kylar se limitó a apartarse y el adicto cayó de bruces. Kylar se apoyó en la pared, desconcertado. El agresor se puso en pie y cargó. Kylar esperó. Esperó. Luego se movió de golpe. El adicto se estrelló contra la pared.
Después de alejar a patadas las dagas de su atacante, que yacía ensangrentado, Kylar le dio la vuelta con un pie.
—No me mates todavía —dijo el adicto, haciendo salpicar la sangre que le manaba de la nariz—. Por favor, inmortal. No me mates todavía.
—Te he traído un regalo —dijo Gwinvere.
Agon alzó la vista del papel que estaba escribiendo. Era una lista de los puntos fuertes y flacos de su situación táctica en las Madrigueras. Por el momento, se trataba de una lista deprimente. Se levantó de la mesa y siguió a Gwinvere hasta la siguiente habitación de su casa, intentando no pensar en lo bien que olía. Hacía que le doliese el corazón.
La mesa de comedor de Gwinvere estaba cubierta por un mantel bajo el que se adivinaban diez bultos.
—¿No vas a levantarlo? —preguntó ella.
Agon la miró y alzó una ceja; Gwinvere se rió. El general retiró el mantel y lanzó una exclamación.