Al Filo de las Sombras (36 page)

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Authors: Brent Weeks

BOOK: Al Filo de las Sombras
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Creyó ver algo otra vez, pero no era el contorno de un hombre o un caballo, sino un cuadrado enorme... no, no era nada. A su alrededor, otros hombres escudriñaban la oscuridad inclinados hacia delante.

Entonces empezó a sentir un hormigueo en la piel. Como la mayoría de los magos varones, Solon tenía poco talento como vidente. La única magia que por lo general podía ver era la suya. Pero sí notaba la magia, sobre todo cuando estaba cerca, y siempre cuando la usaban contra él. En ese momento se sintió como si hubiese salido al exterior en un día húmedo. La magia no era intensa, pero estaba en todas partes. Era tan difusa que, si Dorian no hubiese insistido tanto en ponerlo sobre aviso, ni siquiera se habría dado cuenta.

—¿Alguno de vosotros sabe hacer buenos nudos?

Los soldados intercambiaron miradas de perplejidad. Al final, uno de ellos dijo:

—Prácticamente crecí en un barco de pesca, señor. Puede decirse que no hay nada de nudos que no sepa.

Solon cogió la cuerda atada a un cubo que los soldados usaban para rellenar las cisternas de agua de la parte superior de la muralla. Con un corte soltó el recipiente.

—Átame —ordenó.

—¿Señor? —El soldado lo miró como si estuviera loco.

«¿Así es como miro a Dorian? Lo siento, amigo.»

La magia se estaba espesando.

—Átame a la muralla. Átame de manera que no pueda moverme. Quítame las armas.

—Yo, señor, yo...

—Soy un mago, maldita sea, soy más susceptible a lo que ella es... ¡Maldición! ¡Ya llega! —Los soldados se volvían hacia él, no le quitaban ojo—. No la miréis. No creáis lo que veis. ¡Maldita sea, hombre, hazlo ya! ¡El resto de vosotros, disparad!

Esa era una orden con la que se sentían cómodos. Aunque Lehros de Vass se enfadase con ellos por la mañana, lo más que tendrían que hacer sería ir a recoger sus flechas en el campo de la muerte ante las murallas.

El antiguo marinero pasó la cuerda alrededor de Solon con movimientos de experto. En cuestión de segundos, Solon tuvo las manos atadas a la espalda y enganchadas a los pies, y solo después de eso el soldado lo cubrió con la capa para que no se helase. Después lo ató al cabrestante que usaban para subir el cubo.

—Ahora véndame los ojos y ponme el otro tapón —dijo Solon. El antiguo marinero lo había colocado de cara a la muralla. Debería haberle advertido que no lo hiciera—. Deprisa, soldado.

Pero el hombre no respondió. Estaba mirando hacia la oscuridad, por encima de la muralla, como todos los demás.

—¿Elana? —dijo—. Elly, ¿eres tú? —Tenía la cara enrojecida y las pupilas dilatadas. Se quitó la capa. Después saltó muralla abajo.

A mitad de la caída empezó a agitar los brazos, de súbito consciente, intentando encontrar algo a lo que sujetarse. Las rocas destrozaron su cuerpo con crueldad y el viento se tragó su último grito.

Se elevó una repentina nube de flechas cuando los hombres empezaron a obedecer la orden anterior de Solon de disparar en cuanto pasara algo raro. La niebla se alzó y apareció el enorme carro que seis uros arrastraban hacia ellos, rodeado de soldados khalidoranos. Solon sintió una oleada de ánimo al ver que una docena de enemigos sucumbían a la primera descarga. Los uros recibieron varios flechazos y ni siquiera aflojaron el paso.

Sin embargo, la lluvia de flechas se estaba frenando.

En otros sectores de la muralla, Solon vio que varios hombres se arrojaban al vacío. Otros sacudían la cabeza, perdidos cada uno en una visión particular, con los arcos en las manos flácidas.

«No mires, Solon. No mires.»

«No me lo creeré. Solo un vistazo...»

La magia lo envolvió rugiente, como si Solon volara a una velocidad vertiginosa.

Y después la calma.

Parpadeó. Se encontraba en el Salón de los Vientos. El majestuoso trono de jade resplandecía verde como las aguas de la bahía de Hokkai. En el trono se sentaba una mujer a la que apenas reconoció. Kaede Wariyamo tenía dieciséis años cuando Solon abandonó las Islas. Aunque desde que jugaban juntos de pequeños había sabido que sería bella, su transformación lo dejó descolocado. Ella le había reprochado que la evitara, pero Solon no había tenido elección. Sabía que debía partir, sin esperanza de volver, y nunca se había preparado para lo que sentiría al verla otra vez.

En los doce años transcurridos, había crecido en elegancia y confianza. Si no la hubiese conocido tan bien, nunca habría detectado la leve aprensión de sus ojos: «¿Creerá todavía que soy bella?».

Lo creía. Su piel olivácea aún resplandecía, su cabello moreno se derramaba sobre los hombros como una cascada y sus ojos todavía brillaban de inteligencia, sabiduría y picardía. Quizá antes había menos sabiduría y más picardía, pero esos labios todavía parecían contener sonrisas para tres vidas enteras. Y si tenía unas levísimas arrugas en torno a los ojos y los labios... qué gran tributo a una vida bien vivida. Para él eran una señal de distinción.

Paseó la mirada por su cuerpo, envuelto en una nagika de seda azul clara, cortada para recalcar la perfección de cada curva, entallada por un estrecho cinturón de oro y con una vuelta de seda pasada por encima del hombro. Su estómago seguía siendo liso, atlético. No había estrías. Kaede nunca había dado a luz. Solon entretuvo la mirada en su pecho descubierto.

Perfecta. Era perfecta.

Lo interrumpió su risa.

—¿Has estado en Midcyru tanto tiempo que has olvidado el aspecto que tienen los pechos, mi príncipe?

Solon se ruborizó. Después de tantos años viendo a las mujeres tratar las partes ordinarias como si fuesen eróticas y las eróticas como si fueran ordinarias, estaba hecho un auténtico lío.

—Mis disculpas, majestad. —Recordó sus modales e intentó arrodillarse, pero algo entorpecía sus movimientos.

Daba igual. Lo único que importaba estaba ante él. No podía apartar la vista de ella.

—Has sido un hombre difícil de encontrar, Solonariwan —dijo Kaede.

—Ahora es Solon a secas.

—El imperio te necesita, Solonariwan. No te exigiré nada salvo lo... salvo engendrar un heredero, y si requieres habitaciones para una amante, se arreglará. El imperio te necesita, Solon. No solo por tu familia. Por ti. Yo te necesito. —Parecía terroríficamente frágil, como si el viento fuese a romperla—. Te quiero conmigo, Solon. Te quiero como te quería hace doce años y como te quería antes de eso, pero ahora quiero tu fuerza, tu entereza, tu compañía, tu...

—Mi amor —dijo Solon—. Lo tienes, Kaede. Te amo. Siempre te he amado.

Ella se iluminó, exactamente igual que cuando era pequeña y él le hizo un regalo especial.

—Te he echado de menos —dijo.

—Te he echado de menos —repitió Solon, al que se le estaba formando un nudo en la garganta—. Me temo que nunca pude explicar por qué tuve que partir...

Kaede se le acercó y le puso un dedo en los labios. Su contacto hizo que lo recorrieran unas sacudidas sísmicas. El corazón le latía desbocado. Su misma fragancia lo bañaba. No se decidía por un lugar donde reposar los ojos al mirarla. Cada bella curva, línea, color y tono conducía a otro y a otro.

Sonriendo, Kaede le puso una mano en la mejilla.

«Oh, dioses. Estoy perdido.» Kaede tenía la misma expresión dubitativa y titubeante que aquel último día en que lo había besado y él había estado a punto de arrancarle la ropa. Lo besó y sus labios no dejaron más mundo. Empezó a tientas, rozando apenas su boca con aquella exquisita suavidad, para después tirar de él. De repente se puso agresiva, como había hecho aquel día, como si su pasión no hubiese hecho más que acumularse durante todo el tiempo que él había estado ausente. Apretó el cuerpo contra el suyo y gimió.

Se apartó de él, con la respiración trabajosa y los ojos encendidos.

—Ven a mis aposentos —dijo—. Esta vez, juro que mi madre no nos sorprenderá.

Subió un alto escalón y lo miró por encima del hombro mientras se alejaba unos pasos, contoneando las caderas. Sonrió con picardía y se quitó el pliegue de la nagika que llevaba al hombro. Solon intentó seguirla subiendo el escalón, pero resbaló y volvió a donde estaba en el
suelo
.

Kaede se desprendió el cinturón dorado y lo dejó caer olvidado. Solon se afanaba por remontar aquel maldito escalón. Algo le cortaba la respiración.

—Ya voy —dijo, jadeando.

Kaede se contoneó y la nagika cayó al suelo en un charco de seda. Su cuerpo era un continuo de curvas broncíneas y cascadas resplandecientes de pelo negro.

Solon tosió. No podía respirar. Había tirado aquello por la borda una vez, y no pensaba renunciar ahora. Tosió otra vez, y otra más, y cayó de rodillas.

Kaede estaba al final del pasillo, sonriente; la luz espejeaba en su cuerpo esbelto, sus piernas larguísimas, sus delgados tobillos. Solon volvió a ponerse en pie y de nuevo hizo fuerza contra las cuerdas.

«¿Por qué sonríe?» Kaede no sonreiría cuando él se estaba asfixiando.

«Kaede no sería así ni por asomo.» Sus gestos no eran parecidos a los de la niña que Solon había conocido, eran exactamente iguales, pero adaptados a una cara más vieja.

Una mujer que hubiese sido reina durante diez años no bajaría todas sus barreras tan deprisa. Era todo lo que él había esperado o imaginado; la verdadera Kaede estaría enfadada con él.

La visión desapareció en el acto, y Solon volvía a estar sobre la muralla. Se encontraba mirando por encima del borde, y solo las cuerdas le impedían caer y matarse.

A su alrededor, los hombres morían de formas horribles. Uno tenía el estómago hinchado al triple de su tamaño y aun así seguía moviendo las manos en el aire, como si se metiera comida por el gaznate. Otro estaba de color morado y le gritaba a alguien que no estaba allí, aunque ya no chillaba palabras. Tenía la voz destrozada y de vez en cuanto tosía y escupía sangre, pero no cesaba de gritar. Otro chillaba «¡Mío! ¡Es mío!», y golpeaba la muralla de piedra con las manos como si alguien lo estuviera atacando. Sus manos estaban reducidas a muñones sanguinolentos, sin cura posible, pero él no paraba. Otros estaban tumbados, muertos, sin que fuera posible adivinar qué los había matado.

Muchos se habían suicidado de una manera u otra, pero algunos presentaban quemaduras mágicas o habían explotado. La muralla se teñía de rojo con su sangre que ya empezaba a congelarse. El portón había volado en pedazos mientras Solon se hallaba sumido en su trance y en ese momento unas figuras oscuras avanzaban hacia ellos, conduciendo la recua de uros que tiraba del enorme carro.

Era Khali. Solon no tenía ninguna duda al respecto.

—¿Dorian ha enloquecido ya? —preguntó una voz de mujer—. Fue mi pequeño presente, no sé si lo sabías.

Solon miró, pero no pudo distinguir el origen de la voz. No estaba seguro de que no procediera del interior de su propia cabeza.

—Pues la verdad es que está completamente curado.

La voz se rió; era un sonido grave y ronco.

—O sea que está vivo.

Solon quería hacer un agujero en el suelo y meterse. Habían dado a Dorian por muerto. O por lo menos no habían sabido si estaba vivo.

—Acabemos con esto —dijo Solon.

La voz se rió.

—Te han contado muchas mentiras en tu vida, Solonariwan. Te mintieron cuando crecías. Te mintieron en Sho’cendi. Te robaron. No voy a ofrecerte poder, porque la verdad es que no puedo dártelo. El vir no procede de mí. Esa es otra mentira, ojalá no lo fuera. La verdad es que el vir es natural, e inmensamente más poderoso que vuestro lamentable Talento. La verdad es que el Talento de Dorian era débil antes de que usara el vir, y ya sabes lo poderoso que es ahora.

—Es una esclavitud. Los meisters son como borrachos que buscan su siguiente copa de vino.

—Algunos de ellos, sí. La cuestión es que hay personas que no saben beber. Pero la mayoría sí saben. Quizá tú serías uno de los borrachos, como Dorian, pero no me lo parece. La verdad es que a Dorian siempre le ha gustado destacar, ¿no es así? Le gustaba mirarte por encima del hombro. Mirar a todo el mundo por encima del hombro. ¿Y qué sería él sin su poder, sin sus dones adicionales? Sería muy inferior a ti, Solon. Sin el vir, no tendría dones, y su Talento sería minúsculo comparado con el tuyo. Entonces, ¿qué pasaría contigo si usaras el vir? ¿Aunque lo usaras una sola vez, solo para desbloquear los Talentos ocultos que ni siquiera sabes que tienes? ¿Qué podrías hacer con esa clase de poder? ¿Podrías volver a Seth y arreglar las cosas? ¿Ocupar tu sitio junto a Kaede en el trono? ¿Reclamar tu lugar en la historia? —Se encogió de hombros—. No lo sé. En realidad no me importa. Pero sois patéticos, vosotros los magos. Ni siquiera podéis usar magia a oscuras. Por favor.

—Mentiras. Son todo mentiras.

—¿Lo son? Pues muy bien, aférrate a tus debilidades, a tu humildad. Pero si alguna vez cambias de idea, Solonariwan, eso es todo lo que tienes que hacer. El poder está ahí, y te está esperando.

Entonces se lo enseñó. Era sencillo. En vez de tender la mano hacia una fuente de luz, el sol o un fuego, o en vez de acudir a su glore vyrden, bastaba con que buscase a Khali. Un pequeño cambio de orientación y allí estaba. Un océano de poder, alimentado constantemente por decenas de miles de manantiales. Solon no podía entenderlo todo, pero entreveía las líneas maestras. Todos los khalidoranos rezaban por la mañana y por la noche. Las plegarias no eran palabras vacías: se trataba de un conjuro. Vaciaba una porción del glore vyrden de todos ellos en ese océano. Después Khali lo devolvía a quienes se le antojaba, en el momento y la proporción que consideraba oportunos. En el fondo, era sencillo: un impuesto mágico.

Como había tantas personas que nacían con glore vyrden pero carecían de capacidad o formación para exteriorizarlo, los favoritos de Khali siempre tendrían poder de sobra... y la gente ni siquiera llegaría a saber que le estaban robando su vitalidad. Eso no explicaba el vir, pero sí por qué los khalidoranos siempre habían usado el dolor y la tortura en su culto. Khali no necesitaba el sufrimiento, necesitaba que sus fieles experimentasen emociones intensas. Las emociones intensas eran lo que permitía que personas de muy escaso Talento usaran su glore vyrden. La tortura era, ni más ni menos, el modo más fiable de desencadenar emociones de la intensidad adecuada. Era indiferente si el torturador, el torturado y los espectadores sentían asco, aversión, miedo, odio, lujuria o gozo. Khali podía aprovecharlo todo.

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