Al Filo de las Sombras (24 page)

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Authors: Brent Weeks

BOOK: Al Filo de las Sombras
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Por otro lado, aunque Kylar no hubiese aceptado ningún trabajo, era muy probable que los ojos y oídos del Sa’kagé se hubieran enterado de su llegada a Caernarvon. Vi había oído pocas alabanzas sobre el Sa’kagé de Caernarvon, y si Kylar se había volcado de verdad en esconderse, jamás lo encontraría, pero habían pasado tres meses. Los criminales siempre volvían a las andadas por sobrados de dinero que estuvieran, aunque solo fuese porque no sabían a qué otra cosa dedicarse. ¿Qué era un ejecutor sin matar?

Todas las tiendas estaban cerradas. Las familias decentes se habían recogido para pasar la noche, y las tabernas y los burdeles comenzaban a llenarse mientras Vi se adentraba en el sector meridional de la ciudad. Llevaba unos pantalones de montar blancos de piel de cervato y una túnica de algodón de hombre suelta. Tenía el pelo rojo recogido en una sencilla cola de caballo. En Cenaria estaba empezando la estación de las lluvias, pero allí el verano todavía duraba y Vi quería estar cómoda cuando viajaba, y a tomar por saco la moda. Solo se preocupaba por la moda cuando necesitaba algo de ella. Aun así, tras dos duras semanas en la silla de montar, no le habría importado darse un buen baño.

Avanzó por la cuarta calle sórdida seguida, preguntándose por qué no la habían atracado todavía. Había escondido todas sus armas para parecer del todo vulnerable. ¿Qué le pasaba a aquella gente?

Veinte minutos después, alguien salió por fin de las sombras.

—Una nochecita maja, ¿eh? —dijo el hombre. Iba desaliñado, sucio, bebido. Perfecto. Sostenía una porra en una mano y una bota de vino en la otra.

—¿Me estás atracando? —preguntó Vi.

Media docena de adolescentes salieron de las sombras y la rodearon.

—Bueno, yo... —El hombre sonrió y reveló dos incisivos negros—. Esto que ves es una vía de peaje, y vas a tener que...

—Si no me estás atracando, apártate de mi camino. ¿O es que eres idiota?

La sonrisa desapareció.

—Así es —dijo por fin—. Que te estoy atracando, quiero decir. Tom Gray no se aparta del camino de ninguna zorra. —Entonces estuvo a punto de descalabrarse al intentar beber de la porra en vez de hacerlo de la bota. Los chicos se rieron, pero uno de ellos asió las riendas de su yegua negra.

—Tengo que ver al shinga —dijo Vi—. ¿Podéis llevarme con él, o necesito encontrar a algún otro que me atraque?

—No vas a ninguna parte hasta que me des trece...

Uno de los muchachos carraspeó.

—Esto, catorce platas. —Paseó la mirada por sus pechos, y añadió—: Y a lo mejor una propinilla, de paso.

—¿Y si me llevas ante el shinga y yo a cambio dejo intacta tu patética hombría? —replicó Vi.

A Tom se le ensombrecieron las facciones. Lanzó la bota a uno de los chicos y dio un paso hacia Vi, alzando su porra. La agarró de la manga y tiró para descabalgarla.

Vi aprovechó el impulso del tirón para deslizarse por encima de la silla, patearle la cara y aterrizar con gracilidad mientras Tom Gray caía como un fardo.

—¿Alguno de los que quedáis puede llevarme con el shinga? —preguntó, sin hacer caso de Tom.

Todos observaron confusos el punto donde Tom había acabado, al otro lado de la calle y con la nariz ensangrentada, pero al cabo de un momento un joven canijo y narigón dijo:

—El shinga Trampete no nos deja ir a verlo como si tal cosa cuando nos apetece. Pero Tom es amigo suyo.

—¿Trampete? —preguntó Vi, con una mueca—. No se llamará así de verdad, espero.

Tom se levantó del suelo. Rugió y cargó contra Vi.

Sin mirarlo siquiera, Vi aguardó hasta tenerlo a dos pasos y le clavó el pie en la cadera a mitad de una zancada. Cuando su pie no se adelantó para dar el siguiente paso como esperaba, Tom cayó y se deslizó por los adoquines hasta los pies de Vi, que no había apartado la vista del muchacho en ningún momento.

—Yo, esto, sí, Barush Trampete —respondió el joven, mirando a Tom. No pareció verle nada cómico a la situación—. ¿Quién eres? —preguntó.

Vi retorció los dedos para formar la señal de los ladrones.

—La nuestra es un poco diferente —dijo el joven—. ¿De dónde eres?

—De Cenaria —respondió Vi.

Todos retrocedieron un paso.

—¡No jodas! —exclamó el chico—. ¿Del Sa’kagé de Cenaria?

—Y ahora tú —dijo Vi, mientras agarraba a Tom Gray por la grasienta melena—, ¿vas a llevarme al shinga? ¿O tengo que romper algo?

Tom la insultó.

Vi le rompió la nariz.

Él escupió sangre y volvió a insultarla.

—No aprendes, ¿eh?

Le pegó en la nariz rota y luego le agarró la cabeza. Le hundió los dedos en los puntos de dolor detrás de sus orejas y lo puso en pie. Tom gritó con sorprendente energía. Era una pena que le hubiese roto la nariz antes, porque la salpicó de sangre de arriba abajo. A Vi no le importó, sin embargo. Nysos era el dios de los líquidos potentes: sangre, vino y semen. Hacía semanas que no le hacía ninguna ofrenda. Quizá aquello lo aplacaría hasta que encontrase a Kylar.

Apretó con los dedos en aquellos puntos de dolor, dejando que Tom Gray gritase, permitiendo que le rociase de sangre la túnica y la cara. Los chicos se encogieron, a punto de salir disparados.

—¡Basta! —exclamó una voz desde la oscuridad.

Vi soltó a Tom, que cayó al suelo.

Se adelantó una figura baja y fornida.

—Yo soy el shinga —dijo.

—¿Barush Trampete? —preguntó Vi.

El shinga Barush Trampete tenía barriga cervecera, unos ojos pequeños bajo el pelo rubio y lacio y una boca cruel. Caminaba dándose aires a pesar de su corta estatura. Quizá el enorme guardaespaldas que lo acompañaba le insuflaba confianza.

—¿Qué quieres, moza? —preguntó el shinga.

—Estoy de caza. Mi muriente es el señor Kylar Stern. Tiene más o menos mi altura, los ojos azul claro, el pelo oscuro, está en forma y tiene unos veinte años.

—¿Un muriente? —preguntó Trampete—. ¿Como si fueras un ejecutor? ¿Una chica?

—¿No se llamaba Kylar el tío aquel que machacó a Tom hace un par de semanas? —preguntó el joven de la nariz grande a otro de los adolescentes.

—Creo que sí —dijo otro—. Me parece que todavía vive con la tía Mia. Pero no es ningún señor.

—Callaos —atajó Barush Trampete—. No digáis otra puñetera palabra, ¿entendido? Tom, levanta el culo y tráeme a esta zorra.

Asombroso. Qué fácil lo había dejado Kylar. Se había creído lo bastante lejos, confiado en que todo el mundo lo daba por muerto. Vi ya tenía todo lo que necesitaba. Sería coser y cantar encontrarlo, y también matarlo. Sintió un hormigueo de emoción. Todavía tenía la cicatriz de cinco centímetros que él le había dejado en el hombro, aunque había permitido que uno de aquellos inmundos brujos la sanase.

—Creo que tendré que llevarte a que veas mi casa —dijo Barush Trampete—. A ver qué tal me la ejecutas.

—Qué gracioso —dijo Vi. El guardaespaldas la sujetaba de un brazo, y un pletórico Tom Gray del otro.

—Está buena la zorra, ¿eh? —dijo Tom, agarrándole un pecho.

Vi no le hizo caso.

—No me obligues a hacer algo que lamentarás —le dijo al shinga.

—¿Me la pasarás cuando hayas acabado? —preguntó Tom, que volvió a apretarle el pecho y después le acarició el pelo.

—¡NO ME TOQUES EL PELO! —gritó Vi.

Tanto el guardaespaldas como Tom se encogieron ante su repentina furia. Al cabo de un momento Barush Trampete soltó una carcajada forzada.

—Pequeña cagarruta de alcantarilla, basura cloaquera, tócame el pelo y te juró que te hago pedazos —dijo Vi, temblando.

Tom la insultó y le arrancó la tira de cuero que le sujetaba el pelo. Su melena cayó libre sobre sus hombros por primera vez en años. Estaba expuesta, desnuda, y los hombres se reían.

Perdió la cabeza. Empezó a imprecar a los matones y el Talento la recorrió con tanta potencia que le dolió. Sus brazos se deshicieron con facilidad de las manos que los sujetaban y sus puños partieron a la vez las costillas del guardaespaldas y las de Tom Gray. Antes de que Tom tuviera tiempo de doblarse, lo agarró del pelo con una mano. Le clavó los dedos en las comisuras de los ojos, los hundió en las cuencas y le sacó los globos oculares. Giró sobre sus talones y vio que los demás gritaban y corrían. Presa de la confusión y la furia, ni siquiera supo a cuál perseguir.

No supo cuánto tiempo pasó dando rienda suelta a su vergüenza y su ira con los dos hombres.

Cuando volvió en sí, con el pelo cubierto por un trapo empapado en sangre, estaba sentada en los escalones de una entrada. El shinga y los chicos habían huido. No había nadie en la calle salvo su imperturbable caballo, que aguardaba inmóvil hasta que lo llamara como le había enseñado, y dos fardos con forma humana tendidos en la calle.

Caminando con paso vacilante hacia el caballo, pasó por delante de lo que habían sido Tom Gray y el guardaespaldas. Los cadáveres estaban destrozados. Ni siquiera... Nysos... Ni siquiera había desenvainado un arma, y había hecho aquello. Se le revolvió el estómago y vomitó en la calle.

«Solo es un trabajo sencillo. El rey dios me perdonará por no matar a Jarl. Seré maestra. No tendré que volver a servir a Hu Patíbulo en la cama o en ninguna parte, nunca más. Mato a Kylar y seré libre. Está cerca, Vi. Muy cerca. Puedes lograrlo.»

La hermana Jessie al’Gwaydin había muerto. Ariel estaba segura. Los aldeanos llevaban dos meses sin verla y su caballo seguía en el establo del posadero. Aquello no era propio de Jessie, pero correr riesgos sí lo era. Chica estúpida.

La hermana Ariel se arrodilló al entrar en el robledal, no para rezar sino para ampliar sus sentidos. Aquel grupo de árboles era lo más cerca que los lugareños osaban aproximarse al bosque Iaosiano. Los aldeanos de Vuelta del Torras se enorgullecían de su pragmatismo. No veían nada supersticioso ni estúpido en conceder al Cazador el mismo terreno que sus antepasados. Las historias que habían contado a la hermana Ariel no eran desvaríos extravagantes. Al contrario, resultaban creíbles por su falta de detalle.

Quienes entraban en el bosque no salían. Así de fácil.

De modo que los lugareños pescaban en los meandros del río Rojo y cortaban leña hasta el borde mismo del robledal, pero allí se paraban. El efecto era discordante. Robles centenarios se elevaban directamente sobre campos pelados. En algunos lugares habían cortado los robles más jóvenes pero, en cuanto los árboles alcanzaban cierta edad, los aldeanos dejaban de tocarlos. El robledal llevaba siglos en lenta expansión.

La hermana Ariel no sintió nada allí, nada salvo el frescor de un bosque, ni olió nada salvo el aire limpio y húmedo. Cuando se levantó y atravesó poco a poco el sotobosque, mantuvo los sentidos agudizados, con frecuentes pausas cada vez que imaginaba sentir el menor temblor en el aire. La hacía avanzar despacio, pero Ariel Wyant Sa’fastae era conocida por su paciencia, aun entre las hermanas. Además, era la imprudencia lo que había matado a Jessie al’Gwaydin. Probablemente.

Aunque solo tenía un kilómetro y medio de anchura, le llevó mucho tiempo atravesar el robledal. Todas las tardes, después de señalar su avance, volvía a la posada y tomaba su única comida del día; estaba perdiendo peso, maldito fuera, aunque bien poco a poco. Todas las noches volvía al bosque, por si cualquier magia que hubiesen colocado en él se viera afectada por el momento del día.

Al tercer día, Ariel llegó a tener a la vista el bosque en sí, y la línea que lo separaba del robledal era nítida, a todas luces mágica. Aun así, no apresuró su avance. En lugar de eso, se movió con mayor lentitud todavía, con mayor cautela. Al quinto día, su paciencia arrojó sus frutos.

Ariel se hallaba a treinta pasos de la línea entre el robledal y el bosque cuando notó la salvaguarda. Paró tan de golpe que estuvo a punto de caer. Se sentó, sin prestar atención a si se ensuciaba, y cruzó las piernas. La siguiente hora la pasó simplemente tanteando las tramas defensivas, intentando formarse una idea de su textura y su fuerza, sin usar magia propia.

Después empezó a recitar en voz baja. Aunque trabajaba hasta entrada la noche comprobando una, dos y tres veces que iba bien y no se le había pasado nada por alto, las tramas eran sencillas. Una simplemente constataba si un humano había cruzado el límite. La segunda, algo más complicada, marcaba al intruso. Era una trama débil que se pegaba a la ropa o la piel y se disipaba al cabo de apenas unas horas. En un alarde de astucia, Ezra —era una suposición por parte de Ariel, pero creía que acertada— había colocado la trama tan cerca de la tierra que podía marcar los zapatos del intruso, tan baja que quedaba oculta por la maleza.

Lo verdaderamente inteligente, con todo, era la ubicación. ¿Cuántos magos habían visto la línea obvia treinta pasos más allá y habían caído de lleno en la trampa antes siquiera de preparar sus defensas?

Sería fácil sortear la trampa ahora que la veía, pero la hermana Ariel no hizo eso. En cambio, escribió sus hallazgos en un diario y regresó a Vuelta del Torras. Si había cometido algún error, moriría antes de llegar a la posada. Hacía que el paseo resultara algo tenso. La idea de desmantelar la antigua magia de Ezra la llenaba de ilusión, pero no sucumbió a la tentación de la arrogancia.

Las cartas de la rectora se iban volviendo más estridentes, exigiendo a Ariel que encontrase a Jessie, que hiciera algo para ayudarla a conjurar la inminente crisis con las Prendas. Ariel mantenía los ojos abiertos, con la esperanza de encontrar a una mujer que se ajustase a los fines de su hermana, pero los aldeanos de Vuelta del Torras se cuidaban de enviar lejos a cualquier niño que mostrase el menor Talento. Ariel no encontraría allí lo que Istariel necesitaba.

De modo que no hacía caso de las cartas. «Hay un lugar y un momento para las prisas, y no son aquí ni ahora.»

Capítulo 25

—¿Viridiana Sovari?

Oír su nombre hizo que Vi parase en seco en el abarrotado mercado. Un hombrecillo sucio movía la cabeza arriba y abajo con nerviosismo. Le tendió una nota, pero Vi no la cogió. El tipo iba con cuidado de no acercársele y no la miraba con aire libidinoso, de modo que debía de tener una vaga idea de lo que era. Le sonrió obsequioso, echó un vistazo rápido a sus pechos y después clavó la mirada con obstinación en sus propios pies.

—¿Quién eres? —preguntó Vi.

—Nadie importante, señorita. Un mero sirviente de nuestro... mutuo señor —respondió él, mirando la muchedumbre que los rodeaba.

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