Al Filo de las Sombras (20 page)

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Authors: Brent Weeks

BOOK: Al Filo de las Sombras
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Sin embargo, el rey dios le estaba dando un toque de aviso. Le estaba diciendo a Neph que no lo perdía de vista, que no perdía nada de vista, que siempre sabría más de lo que revelaba incluso a Neph, que sus poderes siempre estarían más allá de lo que Neph se esperaba. Para tratarse de una advertencia del rey dios, era suave.

—¿Hay algo más? —preguntó Garoth Ursuul.

—No, santidad —dijo Neph. Consiguió mantener su voz perfectamente tranquila.

—Entonces vete.

A pesar de todos los motivos que tenía Kylar para estar de mal humor, cuando Elene estaba de buenas resultaba difícil no ser feliz. Tras un desayuno rápido y una taza de ootai para quitarse de encima el cansancio, se descubrió deambulando con ella por las calles, cogidos de la mano. Elene llevaba un vestido color crema con un corpiño marrón de tafetán a juego con sus ojos. Estaba fabulosa en su sencillez. Por supuesto, Kylar nunca la había visto llevar algo que le quedase menos que fantástico pero, cuando estaba feliz, su belleza se duplicaba.

—Esta es mona, ¿no? —preguntó Kylar mientras levantaba una muñeca de la mesa de un mercader. ¿Por qué estaba contenta Elene? No recordaba haber hecho nada bueno.

Desde que había empezado a salir por las noches, esperaba que en cualquier momento mantuvieran La Conversación. En lugar de eso, una noche Elene lo había agarrado de la mano (él había estado a punto de saltar del susto, menudo ejecutor imperturbable), y le había dicho:

—Kylar, te quiero y confío en ti.

Desde entonces Elene no le había sacado el tema. Él, desde luego, tampoco. ¿Qué se suponía que debía decir? ¿«Bueno, la verdad, he matado a unas personas, pero cada vez ha sido un accidente y además todos eran malos»?

—La verdad es que no creo que podamos permitirnos gran cosa —dijo Elene—. Solo quiero pasar el día contigo. —Sonrió. A lo mejor era un cambio de humor. Los cambios de humor debían tener un lado bueno, ¿no?

—Ah —dijo él.

Solo se sentía un poco incómodo yendo de la mano con ella. Al principio le había dado la impresión de que todo el mundo los miraba. Luego, sin embargo, comprobó que solo unos pocos los miraban dos veces, y de esos la mayoría parecía hacerlo con aprobación.

—¡Ajá! —voceó un hombre bajito y orondo en su dirección—. Perfectos. Perfectos. Un auténtico encanto. Maravillosos, eso es lo que sois. Sí, sí, entrad de inmediato.

Kylar estaba tan pasmado que apenas pudo contenerse para no hacerle una cara nueva al hombrecillo. Elene se rió y le golpeó con el dedo los músculos tensos del brazo.

—Vamos, forzudo —dijo—. Estamos de compras. Es divertido.

—¿Divertido? —preguntó él mientras Elene lo remolcaba hacia el interior de la pequeña y bien iluminada tienda.

El hombrecillo gordo los puso rápidamente en manos de una guapa dependienta de unos diecisiete años, quien les dedicó una sonrisa radiante. Era menuda, de talle esbelto, ojos azules deslumbrantes y una boca grande que le confería una sonrisa enorme. Era Pelo Dorado. Kylar se quedó boquiabierto al ver cruzarse su mundo diurno con el nocturno.

—Hola —dijo Pelo Dorado, que echó un vistazo a sus alianzas—. Soy Capricia. ¿Habéis estado alguna vez en una anillería?

Al ver que Kylar no decía nada durante un largo rato, Elene le clavó el codo con suavidad en las costillas.

—No —respondió ella.

Kylar parpadeó. Elene meneaba la cabeza y lo miraba de reojo, pensando obviamente que estaba comiéndose a Capricia con los ojos, pero no parecía enfadada, solo entretenida. Kylar negó con la cabeza: «No, no es eso».

Ella enarcó una ceja. «Ya, claro.»

—Bueno, pues empecemos por el principio —dijo Capricia, mientras sacaba un ancho cajón forrado de terciopelo negro y lo dejaba sobre el mostrador. Estaba lleno de pequeños anillos emparejados de oro, plata y bronce, algunos decorados con rubíes, granates, amatistas, diamantes u ópalos, unos lisos y otros labrados—. Habréis visto gente que los lleva por toda la ciudad, ¿no es así?

Elene asintió. Kylar la miró sin comprender. Luego miró a Capricia. No llevaba anillo, al menos no que él viera. ¿Serían para los dedos de los pies? Se puso de puntillas para mirar por encima del mostrador y ver los pies de la dependienta.

Capricia lo pilló mirando y se rió. Tenía una risa contagiosa, aunque se estuviera riendo de él.

—No, no —dijo—. ¡Yo no llevo! No estoy casada. ¿Por qué me miráis los pies?

Elene se dio una palmada en la frente.

—¡Hombres!

—Ah —dijo Kylar—. ¡Son aretes para las orejas!

Capricia volvió a reírse.

—¿Qué pasa? —preguntó él—. De donde venimos las mujeres llevan pendientes a juego. Estos son todos de distinto tamaño.

Las chicas rieron con más fuerza y entonces lo entendió. Los pendientes no eran para las mujeres: eran para las parejas. Uno para el hombre y otro para la mujer.

—Ah —dijo.

Eso explicaría la gran cantidad de hombres con pendientes que había visto. Arrugó la frente. Podía distinguir si alguien ocultaba armas en la ropa y conocer su probable grado de destreza con ellas; ¿qué más le daba lo que llevasen en las orejas?

—Caramba. Mira estos —dijo Elene, señalando un par de anillos centelleantes, entre plateados y dorados, que parecían sospechosamente caros—. ¿No son una preciosidad? —Se volvió hacia Capricia—. ¿Nos explicas cómo funcionan? No estamos muy, ejem, familiarizados con la tradición.

Las dos contuvieron a las claras el impulso de mirar a Kylar.

—Aquí en Waeddryn, cuando un hombre desea casarse con una mujer, compra un juego de anillos y se los ofrece. Por supuesto, hay una ceremonia pública, pero la boda en sí se celebra en privado. Vosotros dos ya estáis casados, ¿cierto?

—Cierto —dijo Kylar—. Lo único es que somos nuevos en la ciudad.

—Bueno, si deseáis casaros a la manera waeddrynesa, pero a lo mejor no tenéis dinero o ganas para una gran ceremonia, es muy sencillo. No tenéis que preocuparos por el rito en absoluto. El matrimonio se reconoce siempre y cuando estéis perforados.

—¿Perforados? —preguntó Kylar, con los ojos muy abiertos.

Capricia se ruborizó.

—Quiero decir, siempre y cuando hayáis fijado el sello de vuestro amor, u os hayáis puesto los pendientes. Pero, en fin, la mayoría lo llama perforarse y punto.

—Supongo que esto no forma parte del discurso habitual de los vendedores —dijo Kylar.

—Para —lo reprendió Elene, propinándole un codazo mientras Capricia se ruborizaba de nuevo—. ¿Podemos ver los cuchillos nupciales? —preguntó con dulzura.

Capricia sacó otro cajón forrado de terciopelo negro. Estaba lleno de dagas ornamentales con la punta minúscula.

Kylar retrocedió.

Capricia y Elene prorrumpieron en risas.

—Da más miedo todavía —dijo Capricia—. Por lo general, justo antes de... ah, justo antes de consumar el matrimonio... —Intentaba sonar profesional, pero tenía las orejas de un rosa encendido—. Lo siento, la verdad es que nunca había tenido que explicarlo. Yo... El maestro Bourary normalmente... Da igual. Cuando un hombre y una mujer se casan, la mujer tiene que renunciar a mucha libertad.

—¿La mujer? —preguntó Kylar. La mirada que le echó Elene en esa ocasión fue menos comprensiva. Kylar se tragó la risa.

—Así pues, la perforación... la fijación del sello o anillado...

—Llámalo perforación, no pasa nada —dijo Kylar.

—Ha sido un despiste, en realidad se supone que debo llamarlo... —Vio la expresión de Kylar—. Vale. Cuando la novia y el novio se retiran a su alcoba, el hombre entrega los anillos y el cuchillo nupcial a la novia. Debe someterse a ella. A menudo, la novia... —Capricia parpadeó y sus orejas volvieron a enrojecer—. A menudo, la novia seduce al novio durante un rato. Después se hace un agujero en la oreja izquierda en el punto que desee y se pone el pendiente. A continuación se sienta a horcajadas de su marido en el lecho nupcial y le perfora la oreja izquierda.

Kylar se quedó boquiabierto.

—No está tan mal. Solo depende de dónde decida la esposa... —Capricia alzó la vista cuando el maestro Bourary entró en la tienda—... fijar el sello. En el lóbulo de la oreja no duele tanto, pero algunas mujeres prefieren practicar el agujero, bueno, como la esposa del maestro Bourary...

Kylar observó al hombrecillo orondo y sonriente. Llevaba un brillante pendiente dorado tachonado de rubíes. Lo tenía atravesado en la parte superior de la oreja.

—Dolió una barbaridad —dijo el maestro Bourary—. Lo llaman desvirgar.

A Kylar se le escapó un gemido de dolor.

—¿Qué?

Elene se estaba ruborizando, pero los ojos se le movían en todas direcciones. Por un segundo Kylar habría jurado que se estaba imaginando cómo lo perforaba.

—Bueno, no deja de ser justo, ¿verdad? —dijo el maestro Bourary—. Si una mujer tiene que cargar con el dolor y la sangre en su noche de bodas, ¿por qué no un hombre? Mirad lo que os digo, lo vuelve a uno más amable. ¡Sobre todo cuando ella te retuerce la oreja para recordártelo! —Soltó una carcajada—. Es lo que pasa después de veinte generaciones de reinas. —Rió compungido, aunque no parecía muy molesto por la situación.

Aquella gente, comprendió Kylar, estaba loca de atar.

—Pero esa no es la parte mágica —dijo Capricia, consciente de que Kylar estaba perdiendo interés a marchas forzadas—. Cuando la esposa pone el anillo en la oreja de su marido, tiene que concentrar en él todo su amor, su devoción y su deseo de casarse, y solo entonces se sellará. Si la mujer no quiere casarse de verdad, ni siquiera se cierra.

—Pero una vez sellado —añadió el maestro Bourary—, ni el cielo ni el infierno pueden reabrir el anillo. Mirad —dijo. Estiró el brazo y sacó la alianza de la mano izquierda de Kylar—. Casi no hay diferencia de moreno debajo del anillo, ¿eh? ¿No lleváis mucho enlazados?

—Podríais fabricar unas buenas cotas de anillas con ese truco —dijo Kylar, intentando evitar los ardides del vendedor.

—Va, cariño, para, que me desmayo —dijo Elene, tirándose del corpiño del vestido como si se estuviera acalorando—. Eres tan romántico.

—Bueno, ahora que lo decís —terció el maestro Bourary—, los primeros practicantes de nuestro arte fueron armeros. Pero mirad —prosiguió, devolviendo su atención a Elene, a quien obviamente consideraba un blanco más propicio—. Con esta alianza, él puede quitársela o puede escurrírsele sola, ¿quién sabe? Entra en una taberna, topa con una cualquiera y ¿cómo va a saber ella que caza en el coto de otra mujer? Ya sé que vos nunca haríais eso, por supuesto, señor. Pero, con nuestros anillos, de un hombre casado siempre se sabe que está casado. En realidad es una protección hasta para las mujeres que podrían coquetear con un hombre sin darse cuenta de que no está soltero.

»Y si un hombre o una mujer quiere divorciarse... bueno, hay que arrancarse el trasto a las bravas de la oreja. Eso reduce el número de divorcios, podéis creerme. Sin embargo, fijar el sello no se hace por miedo, ni tampoco para impedir que un hombre o una mujer ponga los cuernos a su cónyuge. Es algo más profundo. Cuando un hombre y una mujer quedan sellados, activan una antigua magia contenida en estos anillos, una magia que crece al mismo ritmo que su amor. Es una magia que ayuda a sentir lo que el cónyuge está sintiendo, una magia que ahonda en el amor y la comprensión mutuos, que ayuda a comunicarse con más claridad, que...

—A ver si lo adivino —interrumpió Kylar—. Los anillos más caros tienen más magia.

Esa vez el codo de Elene fue cualquier cosa menos cariñoso.

—Kylar —masculló entre dientes.

El maestro Bourary parpadeó.

—Permitidme aseguraros, joven señor, que todos los anillos que fabrico están imbuidos de magia; ni mi anillo de cobre más sencillo y barato se romperá. Pero sí, sin duda alguna dedico más tiempo y energía a los anillos de oro y mistarillë. No solo porque la gente que compra esos anillos paga más, sino también porque esos materiales preservan un conjuro mucho mejor de lo que jamás podrían el cobre, el bronce o la plata.

—Vale —dijo Kylar—. Bueno, gracias por vuestro tiempo. —Tiró de Elene hasta que salieron de la tienda.

Ella no estaba nada contenta. Se paró en la calle.

—Kylar, eres un auténtico imbécil.

—Cariño, ¿no has oído lo que acaba de decir? Algún armero hace mucho tiempo tuvo un Talento que soldaba los anillos de metal entre sí. Un buen Talento para un armero podía fabricar cotas de anillas en cuestión de días, en vez de meses. Resulta que es un listo y piensa que podría ganar mucho más dinero vendiendo cada anillo por cientos de monedas de oro en vez de colocar un juego entero de cota de anillas por, pongamos, cincuenta. Y tachán, ha nacido una industria. Son todo patrañas. ¿Todo eso de «llegar a entenderse mejor»? Eso le pasa a cualquiera que se casa. Uy, sí, y los de oro tienen más magia... ¿Se puede ser más descarado? ¿Has visto cuántos de sus anillos eran de oro? Probablemente así consiguen que nueve de cada diez pobres idiotas de esta ciudad ahorren para un anillo de oro que no pueden permitirse, porque ¿qué mujer va a conformarse con un anillo de cobre que «apenas preserva el conjuro»?

—Yo —respondió Elene con voz queda.

Eso lo dejó sin aliento.

Elene se tapó la cara.

—Creía que, si alguna vez querías casarte de verdad, que... ya sabes. Que sería una manera de poder hacerlo oficial. Si alguna vez quisiéramos. O sea, ya sé que no estamos preparados para eso. No estoy diciendo que lo hagamos ahora mismo ni nada.

«¿Por qué me porto siempre como un imbécil?»

«Porque es demasiado buena para ti.»

—¿O sea que ya sabías qué era ese sitio? —preguntó Kylar, con más amabilidad, aunque seguía cabreado, por mucho que no supiera si consigo mismo o con ella.

—La tía Mia me habló de él.

—¿Por eso me has estado mordisqueando las orejas por la noche?

—¡Kylar! —exclamó ella.

—¿Por eso?

—La tía Mia me dijo que obraba maravillas. —Totalmente abochornada, Elene evitaba mirarlo a la cara.

—¡Será para estos pervertidos!

—¡Kylar! —Elene alzó las cejas, como si quisiera decir: «Estamos en pleno centro de un mercado abarrotado, ¿te quieres callar?».

Kylar miró a su alrededor. No había visto tantos pendientes en su vida. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Y tenía razón, casi todos eran de oro y todo el mundo llevaba un peinado que dejase a la vista su oreja.

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