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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

Adorables criaturas (25 page)

BOOK: Adorables criaturas
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De todos modos, el caballero en cuestión estaba fuera de rango, y el interés de la señorita Pepita habría seguido acotado a una difuminada aspiración platónica de no ser porque aquella última carta estaba timbrada a unos escasos cincuenta kilómetros (en línea recta, descontando las montañas). Las mujeres leyeron el texto del derecho y del revés, y durante sus reiteradas lecturas la maestra apenas logró reprimir su excitación. El atractivo indiano, al cual se sentía repentinamente predestinada, aguardaba a tiro de piedra, al otro lado de la frontera. El mero pensamiento le ponía las piernas de gelatina y le daba flojera en los riñones. A ella también le habían afectado, primero la intensa primavera, luego el viento abrasador.

Si los sensatos obreros de la colonia hubieran sabido en manos de quién habían depositado la formación de su prole, se habrían echado las manos a la cabeza. La señorita Pepita era una completa cabeza de chorlito, corta de luces y adicta a novelitas de espadachines en las que se encadenaban sin ton ni son secuestros, damas en apuros, libertinos a redimir y bandidos heridos convaleciendo en buhardillas clandestinas.

Échese una rama desnuda en una mina de sal —a poder ser en Salzburgo— y al cabo de unos meses estará recamada de cristales brillantes. La maestra desconocía el fenómeno y al autor que lo había descrito con tanta gracia, pero eso no impidió que lo protagonizara y siguiera paso a paso. En pocos días el insustancial desertor se había transfigurado en una grandiosa figura épica, y ella, en una heroína de Stendhal.

Fue una temporada estupenda para los alumnos del Centro Educativo William Morris. Durante días y días no se les impuso un solo castigo, pese a ser final de curso y época de exámenes. Su pedagoga vivía embebida de felicidad adelantada. Sonreía sin cesar, inmersa en una orgía de amor universal, alelada por ensoñaciones que hubieran hecho sonrojar a cualquiera de los que tenía bajo su tutela. Imaginaba al curtido indiano cabalgando en un corcel blanco, llegando a la puerta de la escuela y llevándosela sobre la grupa en volandas (que ella no supiera montar a caballo era sólo cuestión de detalle, ya se resolvería sobre la marcha). Pero fueron pasando los días y no sucedió nada. Quizá su príncipe azul necesitaba algo de aliento, un empujoncito, para determinarse a actuar. Un mediodía en que el viento soplaba más cálido que de costumbre, echó un resto de valentía y le escribió.

Sería malintencionado, casi una difamación, asegurar que en aquella carta suplantó a la cocinera. Sin embargo, el texto quedó redactado con la suficiente ambigüedad como para que su receptor se sintiera algo perplejo. No comprendía muy bien a quién se refería su hermana cuando hablaba de «nosotras», pero el desconcertante plural mayestático no le impidió captar la esencia del mensaje: caso de que se atreviera a cruzar la frontera, en la colonia sería acogido con los brazos abiertos.

Narciso en el espejo

Inés acató las órdenes del doctor ovejunamente. Si había que tirarse en la cama y descansar, ella se tiraría y descansaría. Y si había que vivir con los tapones de cera puestos, no suponía un inconveniente. El marido se había batido en retirada, al menos por un rato, y estaba libre de constricciones molestas. Se atrincheró tras media docena de libros y almohadones, y pasó varios días de absoluta vagancia entre plumas y ficciones. Durmió más horas de las que leyó, y cuando se le notificó que ya había reposado lo suficiente y tenía permitido evolucionar de la posición decúbito a la sedente, dijo que muy bien y otra vez acató.

Se sentó en una butaca frente a los grandes ventanales abiertos del dormitorio. La mañana era sofocante y la impalpable camisa de seda que llevaba no atenuaba la pesadez ambiental. Había desistido de leer, y casi de respirar; el bochorno pedía hacer el mínimo gasto energético. No apetecía hacer nada, sólo dar la bienvenida a los breves alientos de brisa que perdonaban con alguna tregua intermitente desde el jardín. Traían algo de frescor y, al poco rato, risas y voces juveniles.

Curiosa, acercó un poco más la silla a la ventana hasta quedar en la posición privilegiada de una espectadora en el palco de honor. El escenario estaba justo a sus pies, no precisaba de binóculos para seguir la representación. Transcurría entre los árboles y su indiscutible protagonista masculino era el carbonero. El mozalbete no tendría más de dieciocho años, estaba rebozado en hollín y era adorable. Las actrices que le daban la réplica eran sus criaditas, limpísimas, un poco más niñas y no menos adorables. La acción pertenecía a un género menor, en concreto al de variedades, y el argumento carecía de originalidad, pero ya se sabe que el atractivo de ciertas tramas es eterno. El galán desplegaba su plumaje, inflaba el costillar y mostraba la fuerza de sus brazos levantando ahora a una adolescente, ahora a la otra. Luego, en un alarde de gallito bravo, las alzó a las dos a la vez. Ellas reían y chillaban, encandiladas ante la exhibición de masculinidad incipiente Esto fue todo lo que sucedió en el primer acto. En el segundo, y a la vista de la buena recepción, el muchacho se hizo más atrevido en sus avances. Robó un beso a Juana, otro a Elena, manchó de carbón la pechera blanca de la primera, palmeó el trasero de la segunda. Ellas lo rechazaron, empujaron y zarandearon de un lado para otro, de tal modo que hubo profusión de toqueteos para todos. El joven fauno estaba excitado, desde el primer piso se distinguía la prominencia que levantaba la tela de su pantalón. Las niñas también la habían notado. La señalaron, carcajeándose, y Elena incluso se atrevió a pellizcar la parte inflamada sin ningún pudor; quién hubiera imaginado tanto descaro por parte de aquellas mansas criaturas… Pero el flirteo tuvo un fin brusco. Hubo un voceo perentorio y el reparto femenino al completo se perdió en dirección a la cocina. Entonces el pícaro vodevil entró en su tercer acto y pasó a palabras mayores. Porque el muchacho, viéndose solo, se fue tras un árbol y allí zanjó el asunto. El inesperado giro de la obra aturdió a su espectadora. Se apresuró a correr las cortinas, estaba muy turbada.

La precocidad de Inés siempre había sido más literaria que real. Al contrario que su hermana, sensual y pragmática, ella carecía de experiencia directa. A la tierna edad de diecisiete años era muy capaz de pontificar con soltura sobre autores malditos y tendencias contra natura, el movimiento decadente y los perversos dibujos de Aubrey Beardsley (presentes en la biblioteca familiar). Pero la cháchara provocadora no iba más allá de una mera pose intelectual. En realidad, la muchacha que cautivó a León hubiera podido competir en inocencia con su mismísima institutriz.

Había sido una adolescente de sangre lenta y sentidos embotados. En parte por su propia condición, que tendía a la indolencia, en parte porque la clara empatía de su progenitor con ella, sus constantes halagos y muestras de complicidad, le frenaron el crecimiento dejándola atascada en una fase infantil y narcisista. Él había sido el primer hombre de su vida, no le dio tiempo a liberarse de esta carga natural cuando ya pasaba a manos del segundo. Y éste resultó ser infinitamente más paternal que el acreditado por la biología.

Al contrario que otras jovencitas de su estrato social, ella no estaba en el limbo. Poseía conocimientos teóricos sobre sexo, y el único trauma que sufrió durante la noche de bodas fue el causado por el aburrimiento. En conjunto, catalogó la experiencia como muy decepcionante. Exceptuando una leve incomodidad por la rotura del himen, no sintió nada especial. Y consideró el acto, con sus movimientos sincopados y convulsos, y la abdicación final, una mezcla necia de patetismo y comicidad. Sin embargo, poetas y artistas habían loado y cantado sus éxtasis durante siglos, era imposible que toda la humanidad anduviera tan errada. Debía existir algo más allá del insípido horizonte conyugal: tierras ignoradas de placer y embriaguez. Huyeron las semanas y luego los meses, y concluyó que no sería la alfombra mágica de su consorte quien la transportaría hacia esos parajes. Calibró la posibilidad de buscar otros guías, pero no sentía inclinación por el adulterio y pronto abandonó una idea que exigía planificación y mentiras; en suma, demasiada actividad. Y entre una cosa y otra, en lo relativo a los sentidos, a dos años de sus nupcias seguía tan virginal como antes de ellas.

El inesperado atisbo de onanismo masculino le resultaba embarazoso, pero la tentación pudo más. Volvió a la ventana. Podía ver sin ser vista. Era fácil espiar por la ranura que había quedado entre los pliegues de las cortinas, y el terciopelo de color rosado enmarcaba la escena como si fuera un óleo colgado en la antesala de un burdel de lujo. Los vaivenes de la brisa movían las ramas, a través de sus hojas veía el miembro encabritado del muchacho, con la piel blanca asomando entre los dedos tiznados de carbón.

En pocos segundos, la seda de la camisa se le pegó al cuerpo, pues la radiación que desprendía su cuerpo chocaba con el suntuoso tejido de los cortinajes y le retornaba multiplicada. En el jardín llegó el desenlace, una ráfaga lechosa sobre la corteza de una casta encina. Sintió un vértigo tan intenso que tuvo que aferrarse a la butaca para no caerse, como una niña, sentada sobre su propia rabadilla. Le quemaba una topografía recóndita nunca visitada hasta entonces. El carbonero ya se alejaba; fin de la función.

Dejó las cortinas corridas y caminó hacia el gran espejo. Allí se enfrentó a su silueta, húmeda y titilante. La oscuridad custodiaba bien su tez pálida, las simas violetas bajo los ojos brillantes, el talle estilizado, los pechos casi núbiles. Se contempló un largo rato, la conciencia de su propia belleza avivó el deseo y su narcisismo siempre latente. Extendió una mano trémula y con la palma abarcó la copa de un seno. Besó sus labios en la gelidez del cristal. Se acarició el cuello y deslizó la camisa a lo largo de su cuerpo. Estaba tan mojada que en vez de resbalar se enrolló. Adquirió grosor, se enroscó a sus pies formando una concha nacarada de la que surgía una Venus grácil como un junco de penacho negro y brillante piel aceitunada. La imagen prototipo debía subyacer en algún rincón de su cerebro porque desplazó la mano derecha hasta el pubis, y antes de extraviarse, borracha perdida, en su laberinto, tuvo una revelación: las numerosas Afroditas que había visto en tantos viajes y museos también rozaban esa colina abombada, un ademán que en su candor ella había imaginado púdico. Se equivocaba, la mano no cubría, sino que mostraba. Era un indicador de ruta. Rubricaba el lugar donde se cobijaba eso que era a la vez pedernal y agua, lo único capaz de incendiar y apagar los fuegos humanos, demasiado humanos, ay, de las olímpicas diosas.

La balada en Sol menor

Habían pasado los días de reclusión prescritos por el doctor y por la tarde se reintegró a la vida familiar. Mandó llamar a las dos doncellas para que la ayudaran a componerse. Su fresca presencia le trajo remembranzas de la mañana y las trató con dulzura voluptuosa. No quitó que diera mucha guerra. Se hizo vestir con esmero puntilloso, enteramente de gasa blanca, igual que si fuera a recibir la primera comunión. Mandó traer todas las orquídeas del invernadero y se entretuvo veinte minutos en escoger las que sacrificarían en aras de su tocado. Se puso tan cargante con cada detalle del atuendo y del calzado, que las manos menudas de las doncellitas tuvieron que mariposear una hora entera a su alrededor para satisfacerla. Las hizo salir de la habitación y se sentó a esperar.

El azar hizo que León y el cabriolé de Samuel llegaran juntos. Pero no fue casual que llegaran a tiempo de contemplar su aparición en lo alto de las escalinatas señoriales. Había salido del dormitorio rojo en cuanto oyó la puerta principal, y esperó a que la avistaran antes de replegar la cola de su vestido y, con ella en una mano y el abanico de plumas de avestruz en la otra, hacer una entrada en escena inolvidable.

León fue quien primero sintió la presencia, levantó los ojos y sucumbió al embrujo calculado. Su hechicera le sonrió desde las cumbres altaneras e inició un pausado descenso a la tierra. Y él tuvo un desvarío momentáneo: a lo largo de la balaustrada de mármol veía bajar a una flotante zarina de las nieves montada en un trineo invisible con acompañamiento de sonsonetes textiles en vez de cascabeleros. Una alucinación similar debió de padecer Samuel, porque interrumpió lo que venía diciendo y se quedó electrizado mirándola.

La veneración de los hombres la envolvió con un abrazo fulgurante, era otro tributo rendido a su belleza. Llegó al pie de la escalera y les tendió una mano aérea para que se la besaran. Aceptó su vasallaje sin inmutarse y en absoluta ausencia. Por la mañana había hecho mudanza, ahora vivía en un planeta flamígero y solitario.

Vino el anticlímax. El doctor Samuel alabó el buen aspecto de la paciente y acto seguido hizo una alusión directa al aperitivo. Su cortés anfitrión le escoltó hacia la biblioteca, no sin antes lanzar una mirada nostálgica al elfo blanco y alado que se alejaba en dirección contraria. Hubiera querido ser una de aquellas plumas de avestruz, la flor blanca prendida en el pelo negro, la gargantilla de ópalos que encerraba su garganta.

Miss Lucy era inmune a cualquier clase de efluvios atmosféricos, en especial los emitidos por Eros, y más bien pensó que su pupila parecía una sonámbula andando en sueños. La vio sentarse al piano y aplaudió la idea; al menos centraría la atención en algo tangible. Las aves la celebraron por igual, una sesión de música era justo lo que necesitaban. En los últimos días habían estado otra vez solas, tan fastidiadas y pendencieras que ya ni se hablaban.

La gobernanta se instaló frente al bastidor de bordar, más por reflejo automático que porque fuera a trabajar. Siempre estaba cansada y olvidaba la secuencia de los puntos, pero sentada allí nadie se fijaba en ella y con esa tranquilidad se amodorraba, aunque fuera de modo superficial. Esta vez no pudo ser, porque a Inés le dio por hacer malabarismos con su repertorio. Tocaba tres o cuatro compases de una obra, daba un brinco y se catapultaba a otra y después a otra, ligándolas sin el menor criterio armónico. Lucy conocía al dedillo todas aquellas piezas y podría haber cabalgado dormida sobre cualquiera de sus melodías. Las acrobacias musicales le produjeron tal nerviosismo que sufrió una concatenación de violentos sofocos. Se hallaba en lo más álgido de uno de estos desarreglos de temperatura cuando se abrió la puerta y entraron los caballeros.

Su arribo trajo un cambio a mejor. El zapatito blanco pisó el pedal a fondo y un rotundo do sostenido reverberó en la sala. Quizá la primera balada de Chopin fuera un plato demasiado fuerte como para sestear, pero al menos la funambulista superó los compases iniciales de prueba sin cambiar de cuerda. Miss Lucy aflojó la tensión y su termostato se apaciguó, devolviendo el metabolismo a la temperatura reglamentaria. El poderoso y lento ascendente en sol menor llegó a su cima, se inició el delicado tema de la pieza, y los pensamientos de la inglesa se enmadejaron en la frontera somnolienta que la separaba de sus tribulaciones.

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