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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

Adorables criaturas (23 page)

BOOK: Adorables criaturas
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One, two, three

Miss Lucy instruyó a las criadas para que ordenaran y recogieran la habitación de la señorita Tessa. Salió del dormitorio malva mientras las niñas doblaban sábanas usadas y ahuecaban cojines. Cerró la puerta con suavidad y se alejó por el pasillo en dirección a la escalera principal. Poco después, la breve cola de su vestido gris doblaba la esquina, se enganchaba ligeramente en la parte baja de la balaustrada y descendía resbalando por los escalones de mármol.

La niña del pequeño Manchester

La lluvia confinó a Tessa en el interior acolchado del coche. El silencio, acunado por el rítmico repiqueteo del agua en la carrocería, tuvo efectos consoladores. La partida había moderado su ansiedad. Y cuando horas más tarde el coche se detuvo en la boca de la estrecha callejuela donde vivía, había tomado una sabia determinación: no se precipitaría en busca de su amante. Había otras prioridades, asuntos más importantes que corretear tras los amores, correspondidos o no.

Cruzó el umbral de su cuchitril casi con euforia. Era un descanso volver a las paredes frugales, el lecho somero, las superficies limpias de objetos. La joven tenía tendencias espartanas. No eran resultado de ningún forjado especial, simplemente había nacido así. Ya de pequeña desesperaba a Lucy arrancándose la pasamanería de la ropa, sacándose los lazos de las trenzas, tirando las muñecas por la ventana de la
nursery
. Y más de un transeúnte había dado un respingo, viendo aterrizar a sus pies una señorita de trapo desnuda, seguida de una lluvia de vestiditos y sombreros en miniatura, o incluso una granizada en forma de mobiliario completo (el de la casa de muñecas). Su padre la hacía rabiar asegurando que era un calco de su difunta esposa, una castellana parca cuya única pero crucial imprudencia fue, confesaba él mismo con inefable caradura, enamorarse con locura de la persona equivocada. Tessa no otorgaba mucho crédito a esa ecuación tan perfecta. La mayor, como la madre; la pequeña, igualita al padre: un reparto genético, ecuánime. Pero algo de verdad habría en ello. Nunca se interesó por nada que no significara un aprendizaje directo, los años habían acentuado esta propensión.

Macario le había subido el pequeño baúl y en cuanto se fue restituyó papeles, diccionarios y máquina de escribir a su paisaje de siempre. Luego se sentó frente a la mesa de trabajo.
Back home
. Había regresado a casa.

Pasó unos días paladeando este sentimiento. Disfrutó del bullicio de su barrio. Entregó trabajos finalizados y recogió otros por hacer. Cobró, hizo cuentas y puso al día sus finanzas, saneadas después de semanas sin un solo gasto; ventajas de tener una hermana bien emplazada. Se concedió algún capricho: libros, unos botines nuevos. Al anochecer se sentaba en los cafés. Vestía de modo poco llamativo, no era atractiva. Los hombres la ignoraban y a ella le agradaba su anonimato. Después de saborear un par de vasos de vino, servidos con reticencia y clara censura por un viejo camarero, acertó con la moraleja de sus últimas semanas. El hogar de su hermana era opresivo; mejor una vida sin oropeles que unos oropeles sin vida.

La semana pasó sin sentir y a media tarde del domingo se dirigió hacia el barrio industrial. Al igual que otras compañeras de militancia, daba clases a algunas niñas de clase proletaria. No era un acto de caridad, para eso estaban las organizaciones religiosas, sino de justicia y de pragmatismo. Aquellas niñas eran las mujeres del futuro, invertir en su educación favorecía la causa. Sólo la educación les permitiría progresar, salir del fango en que vivían.

Tessa procuraba mantener distancia emocional con sus alumnas pero había una que le había secuestrado el alma. Julia tenía trece años y un carácter endemoniado, insobornable. Su breve biografía era similar a la de tantas otras crías de su clase. Atada a un telar desde los ocho años, padre bebedor, madre consumida por la tisis, demasiados hermanos a los que atender. Había empezado a frecuentarla hacía un año, entonces recién deletreaba con dificultades. Pocos meses después era insaciable. Como un animalillo que hubiera pasado su corta vida en ayuno forzoso, devoraba cualquier conocimiento que se le echara por entre los barrotes de la jaula: literatura, gramática, números, mapas…

La familia de la niña residía en el «pequeño Manchester», un barrio limítrofe con el mar que había crecido al abrigo de un par de grandes fábricas. Las viviendas se habían construido de modo improvisado y carecían de los servicios más elementales. «No tenemos escuelas, no tenemos juzgados municipales, no tenemos casa de socorro, no tenemos cloacas, no tenemos hospitales, apenas tenemos agua para beber, pero abundan los sitios de ornato y recreo», denunciaba un periódico de la ciudad. Lo decía con fundamento. Las tabernas proliferaban y los obreros dilapidaban en ellas su único día de asueto. El vino, ese «rayo de sol que pasa por el estómago», mitigaba el hambre y alegraba la vida con su pulso. A mediados de siglo se había definido el alcoholismo de los trabajadores como enfermedad y lacra social. Sífilis, tuberculosis y bebida formaban una tríada maldita, fuente de todos los males de la clase proletaria y grave amenaza para las otras (muy susceptibles de contagio, aseguraban los higienistas).

El mar no estaba limpio, todas las fábricas vertían directamente sus residuos en él. Pero para los niños que jugaban en su orilla el detalle era baladí. Agua y arena ofrecían esparcimiento gratuito. Tessa acostumbraba a llevarles caramelos, al verla llegar la rodearon a gritos. No dejó que la entretuvieran, a lo lejos divisaba a Julia bajo la puerta de su casa. Tenía los brazos cruzados y su alpargata derecha golpeaba el suelo. Se estaba impacientando. Trabajaba los sábados, sólo tenía el domingo para aprender, no quería desperdiciar una sola hora. Se acercó a ella y la saludó dándole la mano con formalidad. La trataba de usted y de señorita. Una manera de dignificarla; si era lo bastante adulta para llevar un salario a casa, también lo era para que la trataran con respeto. Se adentraron en la única habitación de la vivienda. El libro ya estaba abierto sobre la mesa y la niña tomó asiento con la espalda más erguida que la de una duquesa a la hora del té. Se había lavado en el mar, su expresión vivaz asomaba por entre la capa blanquecina de sal.

—«Mi estado de ánimo y las circunstancias que me rodeaban eran los adecuados para favorecer la adopción de una línea de conducta nueva, decidida, audaz». ¿Qué significa audaz?

El pequeño rostro ávido se volvió hacia su maestra sin asomo de timidez. Esperaba todo de ella. Exigía apoyo, dirección, veracidad absoluta. Una responsabilidad que a veces sobrecogía a Tessa, temerosa de guiar a la niña por vías incorrectas o en pos de aspiraciones desproporcionadas.

—Audaz es más que valiente. La heroína del libro es pobre, está sola y asustada. Pero, en vez de quedarse llorando en un rincón, abandona su casa y busca trabajo en un país lejano. Por eso es una mujer audaz.

Mientras contestaba, Tessa encendió una vela que llevaba en el bolsillo. Para ahuyentar el frío, los tugurios se construían con pocas ventanas y, aunque afuera luciera el sol, dentro se vivía en una permanente oscuridad. Los primeros días había intentado que trabajaran en el exterior, pero la imagen de Julia leyendo provocó un seísmo en el vecindario. Los niños se burlaban, les tiraron chinas y no pararon de incordiar hasta que la cría se levantó para liarse a puñetazos y cachetadas con ellos. Se enzarzaron todos contra todos, una pelota de carne y harapos rodó en el polvo. Tessa se inmiscuyó en la refriega —a costa de su propio pellejo; se hizo con unos buenos arañazos— y luego arrastró a la iracunda pupila hacia el interior de la casa, donde aún necesitó un largo baño de buenas palabras para aplacarse.

—Entendido. Yo también seré audaz.

Ya era suficiente arrojo que tuviera la disciplina de estudiar en una casa donde grandes y menudos, sanos y enfermos, convivían hacinados. Un niño de pecho lloró y la madre, un informe bulto acostado en uno de los tres camastros del cuarto, tosió con desgarro. Ella se levantó para ocuparse de ambos. Dio agua a la mujer, tapó al pequeño. Luego volvió a la mesa y al libro. Ya no hubo más interrupciones y Tessa pudo observarla a sus anchas. Los restos de sal pegados a su frente y a sus mejillas se encendían y apagaban como polvo de estrellas bajo la llama de la candela. Tenía los párpados bajos, la mirada limpia se colaba por el tamiz de sus pestañas irradiando inteligencia, perseverancia. La imagen de la niña absorta en su lectura, sosteniendo con pulso firme un libro en medio de aquel entorno sórdido, era una esperanzadora premonición de futuro.

Salió ya anocheciendo, los arrapiezos seguían aún en la playa. Chapoteaban, se salpicaban y empujaban. Cada temporada se ahogaba alguno, pero la desgracia se consideraba más resultado de la selección natural que de un accidente evitable.

Entró en su piso a tientas, le dio tiempo a encender las lámparas de aceite y a asearse un poco antes de que sonaran los toques familiares en la puerta. Álvaro llegaba a la hora acordada.

Corrientes tumultuosas

Durante los primeros días no le había buscado; el instinto le aconsejaba retrasar el encuentro. Evitó sus ambientes usuales, no quería tener noticias de él por terceros. Pero el día anterior sucumbió y le mandó recado.

El reencuentro no fue precisamente un festival de ternura. Ella deseaba preguntarle el porqué de su silencio, pero no osaba hacerlo y calló. Él no juzgó necesaria una justificación y también calló. Sin embargo, allí estaban los dos: un hombre, una mujer. El proscenio no había cambiado, convidaba a lo de siempre. Se quitaron la ropa casi por la fuerza de la costumbre, la naturaleza hizo el resto. Él no se anduvo por las ramas. Obvió prólogos sentimentales y fue derechito al grano. La agarró de la nuca y la acogotó entre diccionarios y papeles. Inmovilizada sobre la mesa en un ángulo de noventa grados, la empaló por detrás con ímpetu. Ella no le obstruyó la entrada, al contrario, le jaleó con su respuesta fervorosa. Era más terrenal que lírica, confundió violencia con pasión e interpretó la brutalidad en clave favorable, convencida de ser amada. No se le pasó por la cabeza que a buen seguro él no habría tocado hembra desde la última vez que se vieron. Y no supo, o no quiso, analizar el significado de su ausencia mental después del meteórico evento. Cumplió con el protocolo anticonceptivo sin escuchar la voz jocosa y amiga de su compañero, riendo o hilvanando halagos baratos tras el biombo y los cerezos en flor. Volvió a su lado. Estaba ya vestido, de pie, con el sombrero en la mano. Notó que la miraba de un modo huidizo y ajeno, como si experimentara una súbita hostilidad hacia el cuerpo desnudo que minutos atrás había poseído. Y por primera vez desde que lo conoció se sintió obscena, expuesta. Necesitó cubrirse, se envolvió a toda prisa con la colcha e intentó recuperar el tono de camaradería alegre. Pero la despedida le salió torpe y falsa.

—Adiós, chico.

Álvaro se había mentalizado para una escenita con llantos y recriminaciones, y agradeció que el voluntarioso orgullo de la muchacha le facilitara un mutis tan poco elegante. Antes de irse le regaló un beso en la boca, limosna que ella apreció mil veces más de lo que valía.

A solas, inusitadamente avergonzada de su propio cuerpo, Tessa tuvo un enfado de efectos retardados. Arrojó la colcha sobre la cama, sacó pecho y plantó cara a la frustración. En el orden general del universo, sus sinsabores personales eran una absoluta superfluidad. Convocó la prometedora imagen de Julia, en honor a ella abrió el libro de Mary Wollstonecraft. Algún día no muy lejano la niña sería capaz de leerlo y asumir de pleno su significado.

Si se enseñara a las mujeres a respetarse a sí mismas… Si pudieran acceder a las grandes discusiones políticas y morales de nuestra época, participar en ellas… Entonces la mezquindad dejaría de degradarlas.

Aquella misma noche, los señores De Ubach y su gobernanta se habían sentado a cenar en completa mudez. Había pasado casi una semana desde que la congregación mariana dejara su tarjeta de visita en la mansión de la colonia. Lo normal hubiera sido que llovieran las invitaciones de retorno pero León esperó en vano. Aun sin ser un lince en matices psicológicos, notó que sus colegas le rehuían. Cuando entraba en los salones del casino, las conversaciones agonizaban y las reuniones se disolvían. Algo se le escapaba. Pidió explicaciones a su mujer, pero la pareja no vivía su mejor momento. Sólo recibió sucintos monosílabos por respuesta. Sí, había ofrecido café a las señoras. Sí, también pastas de hojaldre. No, no se habían tomado el café ni comido las pastas. En última instancia, tuvo que acorralar a miss Lucy para averiguar la verdad, o más o menos adivinarla, porque la inglesa se embarcó en una larga serie de tartamudeos inextricables ensartados entre idas y venidas de alteraciones vasculares, sonrojos y sofocos. Y además rehusó categóricamente dar un nombre a lo que había visto. Seguía en estado de profunda conmoción, nunca hubiera imaginado que fuera posible aquel tipo de relación entre bípedos y cuadrúpedos, y lo único positivo del infortunado asunto era que este nuevo choque emocional había desalojado al anterior. Las imágenes zoófilas habían sustituido a las necrófilas, en cierto modo eso se podía considerar un avance (al menos, su padre, el pastor, no estaba involucrado en ellas). Sea como fuere, León acabó por hacerse cargo de lo que había pasado, y así supo de su descenso en el escalafón social. Ya no eran sólo excéntricos, ahora eran parias.

En justicia, el industrial no podía descargar su ira contra Inés, inocente por completo en este caso. Pero estimó que había defraudado sus expectativas. La había conocido como anfitriona excelsa y competente de un círculo social sofisticado, de costumbres muy relajadas. Si había sabido manejar aquellas relaciones —tan modernas y complejas—, bien hubiera podido salir airosa de una situación como la vivida el lunes anterior. Bastaba con simular estupidez, ceguera y sordera; ignorar la realidad, actuar con cierta hipocresía imprescindible. Sin embargo, del interrogatorio a la
miss
se derivaba que no había habido el menor esfuerzo en este sentido. Su consorte parecía incapaz de adaptarse a las cuatro normas básicas que regían la anticuada sociedad de provincias en la que vivían. Y el hecho de que su cuñada estuviera ahí habría empeorado las cosas, ahondando el oprobio de las beatas. Un auténtico fiasco, se mirara por donde se mirara. Pero él debía asumir también su parte de responsabilidad. Se había enamorado de una rareza, demasiado bella y sobresaliente, hija de un suicida arruinado y hermana de una sufragista que según decían practicaba el amor libre (la mera idea escocía más que un matojo de zarzas). Con semejantes credenciales la colisión se anunciaba segura. El fracaso social de su joven e inmadura esposa era también culpa suya. Debería haber sido menos indulgente con ella. Debería haberla conducido, educado.

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