Las llamas incipientes de la pianista se apagaron con rapidez. El tres por cuatro volvió a ser un desleído ritmo campestre interpretado en un
andante
falsario. El soplo de magia se volatilizó sin dejar huella. Sólo quedaba un postrado caballero de respetable edad besando la babucha de satén de una jovencita. Una imagen de cromo barato.
Fue mala pata que en ese preciso instante llegara Tessa, con la memoria aún amueblada por el espectáculo cómico de la mañana. También fue infortunado que se le escapara un bufido de hilaridad. León y ella recobraron la compostura a toda prisa, pero el daño ya estaba hecho. Él se levantó con torpeza, sacudiéndose motas de polvo imaginarias de las rodilleras. Ella simuló naturalidad. Se sirvió un vaso de vino, se sentó al lado de Inés y juntas atacaron con brío una impertinente pieza infantil a cuatro manos. León ignoraba que el baúl de su cuñada ya estaba cerrado. El ascendiente que ésta tenía sobre su mujer era pernicioso. Estaba harto de sus injerencias, por muy fortuitas que fueran.
—No me agrada que las mujeres beban —dijo con acrimonia—, y mucho menos en mi casa.
Y fue otra jugarreta del destino que entonces entrara el doctor Samuel hecho un brazo de mar. Venía de París e irradiaba satisfacción por todas las curvas de su cóncava humanidad. Miró a las dos mujeres sentadas en el sillín del instrumento y abrió los brazos para abarcarlas con su bonachonería.
—Ah, el piano… El piano es el opio de las señoras…
León le echó encima un rayo asesino y salió de la habitación escoltado por su inmutable mirada de condescendencia doctoral. Samuel jamás se daba por aludido, y una vez esfumado el que encarnaba tanto mal humor se volvió hacia su paciente favorita. Había traído algunas cosillas de París y un pajarito le acababa de secretear que las menudencias estaban ya sobre su cama. Anunciada la buena nueva salió corriendo tras el dueño de la casa. En el bolsillo de su sobretodo crujían unas cuantas facturas —relacionadas con las nombradas menudencias— y era más sabio ajustar las cuentas en caliente, obviando estados de ánimo coyunturales del señor De Ubach.
Tessa se dio cuenta de que León estaba torturado por otras cuestiones. Y cuando Inés ironizó sobre su imprevisto arranque de cólera quiso ser justa y habló en su favor. De ahí que una vez más pospusiera el anuncio de su partida.
—Deberías mostrarte solidaria con tu marido. Tiene problemas serios.
—¿Ah, sí? —La aludida sonrió a su propia imagen en el espejo del dormitorio. Sentía una flaqueza especial por los sombreros, en especial si procedían de la casa Worth y tenían por destino final la cima de su estilizada figura.
Tessa se tiró sobre la cama haciendo caso omiso de las cajas cilíndricas abiertas que la rodeaban. La frivolidad de su hermana era insultante.
—¿Es que no lees los periódicos? Los sindicatos han convocado una huelga general.
—No me alecciones ni regañes. Cuánto barullo arman los hombres.
—¿Por qué no haces algo de utilidad?
—¿Como qué?
—Yo qué sé. Enseñar inglés a los niños de la colonia. O música.
Inés le lanzó una mirada jocosa.
—Pobres criaturitas, ¿para qué querrían ellos aprender algo tan engorroso? De todos modos, León no lo permitiría. Ni se te ocurra insinuarlo… Dime, ¿te gusta más éste o éste? —Se quitó un sombrero, se puso otro.
—Los dos son ridículos. Uno parece una sartén, el otro una boñiga de vaca.
—Pues valen una fortuna.
Y en francos franceses. En la biblioteca León acababa de entregarle al doctor el equivalente en pesetas contantes y sonantes. No ayudó a mejorar su humor pero sí el de Samuel, que se sirvió un oporto y luego se apoltronó, dispuesto a hablar de los últimos hallazgos científicos que se debatían en la Ciudad de la Luz.
—Siempre habíamos pensado que sólo el hombre tenía pérdida seminal.
La temática era demasiado atrayente como para simular indiferencia. León abandonó su escritorio y se sentó en la butaca vecina.
—Lógico. La mujer no eyacula.
Una exclamación triunfante surgió de las profundidades del sillón.
—¡Falso! Nos equivocábamos. Sí eyacula. Aunque menos que el hombre, también tiene pérdida seminal. Y cada una de ellas equivale a cuatro onzas de sangre.
En el cerebro de León, huelgas y obreros pasaron del cuarto principal al trastero.
—¿Estás seguro?
—Cien por cien. Es empírico. Esta pérdida de sangre supone un desgaste energético. Explica por qué el onanismo femenino es causante de consunción y tisis, así como de multitud de afecciones nerviosas. Ergo, la masturbación femenina no es un problema moral o religioso, sino médico. Y debe ser tratado por profesionales. Estamos ya en ello.
Muy ufano, le alargó un cuadernillo abierto. Era muy amplio y en él se exponían toda clase de retorcidos artilugios. Tan retorcidos, de hecho, que León tardó unos segundos en comprender para qué servían. Torció la boca con desagrado.
—Qué zafiedad. Haz el favor de no mostrarlo a las señoras.
El catálogo de cinturones de castidad sería zafio, pero resultaba fascinante. León llevaba meses de celibato forzoso y empezó a sentirse alterado. Clausuró a toda velocidad el librillo y se lo devolvió al médico.
—Me parece una barbaridad. Es exagerado y, desde luego, innecesario.
Samuel lo miró, conmiserativo.
—Mi ingenuo amigo. Aunque nadie se percate, las mujeres se masturban a menudo. ¿Por qué crees que practican la equitación? Trotan, galopan. Y su sexo choca contra la silla de montar. ¿Y qué me dices de esta moda actual de las bragas? Una prenda cuya única utilidad es la fricción de los labios externos de la vulva con el satén.
León se removió en el sillón de cuero, las vívidas descripciones eran pornográficas. Pero su interlocutor no daba muestras de querer abandonar la clase magistral.
—Las hay que tienen orgasmos amamantando. La succión de sus hijos las enardece hasta el delirio. Otras se sirven de los pedales de la máquina de coser. Frotando la parte interior de sus muslos, uno contra otro, llegan finalmente a violentos espasmos.
El doctor se detuvo. Puso un dedo entre su papada y el cuello de la camisa. Estiró el gaznate.
—¿No hace mucho calor aquí?
Estaba transpirando océanos. Iba a pedir que abrieran alguna ventana, pero sonaron las campanadas del reloj del vestíbulo y eso le recordó el llamado en otras trincheras. Su madre había tenido un nuevo arrechucho, le quería en casa antes de que se hiciera de noche. Apuró su copa de un trago, se levantó y, sin más ceremonias, salió en busca de su sufrido cabriolé.
Había dejado al industrial solo, o mejor dicho, en compañía de aquellas novedades científicas. León tenía algunas reservas en cuanto a su veracidad pero no se sustraía a un sentimiento de excitación morbosa. La idea de las mujeres ocupándose de sí mismas era, convengamos, muy perturbadora. Hizo un esfuerzo por apartar de la mente a su esposa, se negaba a imaginarla presa de instintos desatados. Sin embargo, las imágenes de los retorcidos caparazones y de sus potenciales destinatarias le asaltaban una y otra vez.
Durante la cena casi ni abrió la boca. No prestó mucha atención a lo que Inés y Tessa parloteaban. Las chicas tenían una de sus inaguantables fases de humor críptico. Escuchó algo sobre la utilidad de los perrillos falderos y temió que éste fuera el último capricho de su mujer, pero luego las bromas se sumergieron en un hermetismo total, perdió el hilo y no supo descifrar nada más. Sólo ellas sabrían de lo que hablaban, incluso su devota institutriz estaba incómoda, silenciosa como una tumba. Después de cenar se retiró a su biblioteca y allí volvió a sufrir de nuevo el asedio de las imágenes lascivas. Harto de su propia soledad —comenzaba a obsesionarse—, se dirigió al salón.
Miss Lucy le acogió con una breve inclinación de cabeza sobre el eterno bastidor. Inés levantó los ojos de un libro de poemas y le sonrió, medio distraída. Tessa cerró en seguida el periódico y se lo entregó; quizá podría aprovechar ahora para anunciar su deserción. Pero León se sentó lejos de todas ellas. Estaba agitado, quería distancia. Abrió el diario, traía pésimas noticias que en circunstancias normales le hubieran hecho olvidar todo lo demás. No sucedió así, las imágenes embarazosas se resistían a desaparecer. Observó a las mujeres. Semejaban seres sin sangre, carne o pasiones, absortos en inofensivas actividades. Inés cruzó y descruzó las piernas mientras levantaba una ceja incrédula sobre el libro; las metáforas eran demasiado rebuscadas, incluso para un poema moderno. León se preguntó si llevaría bragas. La idea surgió aislada e incontenible, como un chorro a presión, y le resultó muy turbadora. Se levantó tan bruscamente que la silla volcó y las tres mujeres le miraron con sorpresa. La levantó, apuntó una disculpa y salió del cuarto a toda prisa.
Se detuvo un minuto en el espacio vacío del vestíbulo. Necesitaba volver a sus calmantes gestos cotidianos. Se acercó al gran reloj para ver si estaba en hora. Lo estaba, el péndulo se balanceaba con precisión. Pero por encima de su tictac domado oyó un arrullo rítmico que provenía de las dependencias del servicio. Caminó hacia él. Cruzó la cocina vacía y empujó con cautela la puerta del cuarto de coser. No llegó a abrirla del todo, sí lo suficiente como para ver a una de las criaditas sentada en la Singer. Estaba concentrada, los ojos fijos en la labor. Sus pies descalzos movían los pedales de la máquina con ritmo acompasado, y la punta de una lengua sonrosada asomaba por entre sus labios carnosos.
Esta vez no aceptó demoras o pretextos. Tras dar un toque cortés en la puerta, entró en la habitación sin esperar licencia. El dormitorio rojo era también el suyo. Regresaba para quedarse y además impuso sus derechos con aplomo de propietario. La resistencia de su mujer fue débil, retórica. Y él ni se molestó en polemizar o intentar convencer; las niñas pequeñas no saben lo que quieren ni lo que es mejor para ellas. Le sonrió, paternal. Y se desvistió, un poco menos paternal.
—Es hora de que volvamos a encontrarnos. Marido y mujer deben ser sólo uno.
Resignada, Inés se desplazó un poco y abrió el embozo de la sábana para hacerle lugar.
—Y ese uno es el marido. Supongo.
No era una bienvenida triunfal, pero tampoco una oposición. Y León respondió con amor sobrentendido mientras se deslizaba en la cama. La besó y acarició, latosos preámbulos que prolongaban sin necesidad el débito pero que él abordaba con la diligencia de un alumno aplicado. Sólo había un modo de atajar: precipitar su entrada. Inés arremangó su delicada lencería y se abrió de piernas con la neutralidad aplastante de quien cumple su parte del contrato. Era coherente, no se vendió a ciegas. Dos años atrás había alejado a Lucy de la casa para quedarse a solas con aquel pretendiente, insoportable por sus titubeos. Estaban en bancarrota, supeditarse a un protocolo remilgado era un desatino. Manipuló la escena con celeridad y astucia, para que la ansiada proposición de matrimonio fuera formulada antes de que regresara su bienintencionada pero cándida institutriz. Por supuesto que había un precio a pagar, no le dolían prendas. Un hogar hermoso, la vida regalada, su seguridad y la de Lucy, bien valían estos episodios tediosos de contacto físico. Pero no un nuevo embarazo.
Le pidió que se apartara antes de finalizar. Él hizo caso omiso, estaba demasiado ofuscado, y en este asunto la volvió a tomar por una niña sin criterio propio. Y cuando un empujón sorpresivo lo expatrió, dejándole tirado, dilapidando su amor en la sábana de hilo bordada, quedó colapsado por la humillación y la ira. Tanto así que temió dañar a su mujer. No esperó a reponerse de su coito (
ditto
pérdida seminal). Se levantó, cogió su ropa en silencio y salió de la habitación envuelto en un ectoplasma de sólida cólera. Inés también guardó silencio. Se limitó a verle salir con expresión cerril. Luego se puso los tapones de cera, y poco después dormía. Intacta y angelical, una beldad sin sueños.
A las ocho de la mañana, hora muy poco fraternal, Tessa despertó a Inés con nulos miramientos y la noticia de que se iba. Aunque estaba entre el sueño y la vigilia, la dormida se espabiló lo bastante como para hacer un amago de rabieta, con lagrimones y amenazas de ataques de nervios. Sirvió de poco, su hermana mayor le conocía las artimañas, y por una vez ningún marido complaciente acudió al rescate.
La retirada de la sufragista alivió el malestar de León. Le ofreció cochero y carruaje sin hacerse rogar ni un segundo. Y hasta le regaló una despedida, si no cariñosa al menos atenta y de formas impecables. Había pasado una noche atroz, punteada por pesadillas en las que se mezclaban varios motines y hecatombes: su mujer, los obreros desagradecidos, una posible quiebra económica y la turbina, que por fin llegaba pero que no podía pagar. El día había amanecido lóbrego y cargado, pero la perspectiva de volver a estar a solas con su cónyuge le reanimó, él sabría hacerla entrar en razón. Sustituyó el bastón por el paraguas y salió hacia la fábrica con el paso elástico de siempre, o casi.
Tessa abrazó a miss Lucy con un nudo irracional en la garganta. La noche anterior había tenido una conversación con ella sin sacar nada en claro. Todo iba bien, le había insistido ella, no estaba cansada ni enferma. No supo si creerla y acalló su conciencia prometiéndose que nada más llegar escribiría a su hermana y le pediría que estuviese atenta a lo que sucedía en las dependencias del servicio.
Inés la vio subir al carruaje cerrado desde la ventana de su habitación. Después de la llantina estaba floja y desganada. Y muy mortificada. Su querida
sis
la abandonaba sin remordimientos. No levantó los ojos para darle un último adiós al entrar en el coche, y ninguna mano asomó por la ventanilla para agitarse en señal de despedida antes de que el vehículo se esfumara entre el follaje primaveral de los plátanos.
La luminosidad plomiza de la mañana deslucía los colores cálidos del dormitorio. El futuro inmediato se presentaba ceniciento, sin estímulos. Se sentó frente al tocador y cepilló su mata de brea rizada con gesto automático. Diez veces diez, como les había enseñado Lucy antes de que aprendieran a contar hasta cien.
One, two, three
…
En el último plano dimensional del espejo hubo un pequeño cambio. La puerta que daba al cuarto de la nodriza se entreabrió. Y en el fondo de la ranura negra brilló una córnea microscópica, como una única lámpara que alumbrase un remotísimo valle rodeado de sangrientos bosques otoñales.