Adorables criaturas (28 page)

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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

BOOK: Adorables criaturas
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Corazones rotos

Álvaro no había sido el primer amante de Tessa. Antes había gozado de un par de varones, caballeros británicos olvidados velozmente y sin pesar. La impronta que le dejaron fue tan leve que solía confundirlos, poniendo el nombre de uno a la cara del otro y viceversa. Despiste bastante lógico, pues eran igualitos: jóvenes, idealistas, librepensadores. Las analogías no acababan ahí. Ambos tenían profundas convicciones, abordaban el sexo con determinación y seriedad sacerdotales. También predicaban y hacían proselitismo. Partiendo de estas premisas, no es extraño que la función soliera revestir más tintes de ceremonia solemne que de fiesta de los sentidos. Aun en estas condiciones, Tessa participaba con celo ejemplar; cada una de aquellas cópulas reafirmaba un poco más su derecho a la libertad.

La relación con Álvaro había tenido otro color. Ya en el primer encuentro estallaron las carcajadas masculinas cuando ella le expuso con gravedad las bondades del amor libre (en lo que se desabrochaba los botines). Sus argumentos impresionaron poco al químico. No necesitaba ajustarse a discursos que sirvieran de marco teórico a sus aficiones licenciosas. Para qué marear tanto la perdiz. El sexo se practicaba con regularidad, alegría y vigor, y eso era todo. Esta espontaneidad cautivó a Tessa, siempre proclive a los desafueros reivindicativos. Entre sábanas se entendieron a la perfección, y con los meses floreció el amor, al menos en una orilla del río.

Se sentía ligada a él con nudos muy bien trabados. Nadie le era tan cercano sobre la tierra. Había viajado por cada poro de su piel. Conocía el olor y sabor de sus fluidos, juntos habían descubierto placeres y traspasado confines. Y esta intimidad física la embriagó tanto que la supuso a la fuerza recíproca. Su vínculo era indestructible, cualquier desviación sería transitoria o, mejor aún, tendría una explicación racional. De ahí que quedara confusa al ser recibida con manifiesto desagrado cuando se personó en su casa sin avisar.

Álvaro estaba muy incómodo. Se la había encontrado acampada con total frescura en la escalera frente a la puerta de su piso. A saber la de horas que llevaba ahí y cuántos vecinos habrían tenido que pegarse a las baldosas geométricas de inspiración mozárabe de los muros para no tropezar con ella. La invitó a entrar con renuencia. Pero una vez que la puerta se cerró tras ellos, se alegró de que por fin uno de los dos pusiera las cartas sobre la mesa. Supondría un alivio aclarar las cosas.

Estaba amargamente arrepentido de su última fornicación, no cabía llamarla de otra manera. Se había jurado que aquello no pasaría, que se preservaría para la mujer amada. Pero frente a aquel cuerpo, siempre tan receptivo y disponible, olvidó las loables intenciones y optó por la gratificación de la oferta inmediata. Toda carne, se decía, era débil e insensata, aunque eso no le excusaba en manera alguna. Su prometida virginal aún no se había estrenado en estas lides. Era romántica, pensaba que amor y sexo se paseaban insulsamente cogidos de la mano. Y Tessa había sido una compañera generosa durante muchos meses. Tampoco merecía un engaño semejante.

Quería resolver aquel espinoso asunto con prontitud, no le ofreció bebida ni asiento. Era imperativo hablar con honestidad, pero evitando herir más de la cuenta. Una ecuación difícil que resolvió camuflando su desamor con razones externas y argumentos de manual.

—Un hombre necesita cuidados, atención. Un hogar, alguien que le espere en él. Quiero una mujer que camine por la vida a mi lado.

Si pensaba que su antigua amante se iba a dar por satisfecha con esta gaita templada, andaba muy errado. Tessa no tenía la menor intención de discutirle la metáfora, que además era una cursilada. Ella caminaba siempre a su lado; ¿cuál era el problema?

En apariencia, Tessa no tenía ninguno. Pero él sí. Y siguieron dos monólogos divergentes.

—Tú te pasas el día dando tumbos por ahí. Vives entregada a la causa.

—Tú también.

—No es lo mismo.

—¿Por qué no?

—Eres demasiado independiente.

—Tanto mejor. Deberías quererme más por ello.

—No se ama por puro voluntarismo.

—Pues yo sí. Yo te amo con premeditación.

Estaban en punto muerto, Tessa daba vueltas en círculos cerrados. Esperaba un milagro, la aparición súbita del amor, pero obtuvo la sintaxis desnuda de una verdad.

—Nunca estuve enamorado de ti. Y no te engañé al respecto.

Puestos a razonar, ella podría haberle contestado que sí la había burlado: con sus besos, su pasión y sus caricias. Pero la revelación la rasgó en canal. Y por la brecha abierta se evaporaron la profesional independiente, la sufragista rebelde y cualquier otra fémina revestida de una mínima dignidad. Sólo quedaron los despojos de una infeliz muchacha estigmatizada.

Estaban en pie, de frente. A ella se le habían velado los ojos y el cuerpo apenas la sostenía. Él se mantenía firme, bien apuntalado. Y resultaba paradójico que fuera la mujer, tan desarbolada, la que tuviera que mirar al hombre de arriba abajo y no al contrario. Con voz baja y átona le preguntó si se había enamorado de la hermosa pelirroja. Él afirmó, rotundo y con un puntillo de jactancia; incluso su amante admitía lo acertado de su elección.

La admitía, sí, pero no aceptaba la sanción que suponía.

—Es un antojo pasajero. Esperaré.

—Ni es antojo ni es pasajero. Me caso con ella.

—¿Es rica? ¿Te ayudará a prosperar? Lo comprendo, no me importa. Tú y yo creemos en el amor libre, seguiremos siendo amantes. No pediré nada. Aceptaré lo que quieras darme, lo que ella no quiera de ti.

Musitaba sus incoherencias con un hilillo de voz que tartamudeaba. Y vino lo peor: empezó a quitarse la ropa con gestos compulsivos. Álvaro intentó detenerla en vano, recogiendo la falda, que ya había tirado al suelo; abotonando los botones, que bailaban sueltos. Pero ella estaba tan metida en sí misma que no atendía a razones. Y tuvo que darle la cuchillada postrera y más cruel, la que ninguna mujer tolera, la que él hubiera querido evitar a toda costa.

—No te deseo. Ya no me interesa tu cuerpo, sólo sueño con el de ella.

No mentía, estaba perdidamente enamorado. Había ido a cenar a casa de su patrón dispuesto a mofarse de la niña boba y rica, recién llegada de París, pero sus prejuicios y sarcasmos vitriólicos se derritieron a merengue azucarado cuando ella le salió al encuentro alargándole la mano con una sonrisa de bienvenida. Había oído hablar mucho, y muy mal —puntualizó, con divino donaire—, de él. Era guapa y bajita, la talla idónea. Su magnífica cabellera brillaba con el fulgor de la yedra en otoño. Se preguntó si tendría su réplica en las axilas, en el pubis (afirmativo: sí). Las pelirrojas gozaban de fama, se las suponía ardientes. Ésta resultó ser también risueña, lista y culta y, siendo hija de su jefe, inaccesible. Una combinación de atracciones y obstáculos difícil de resistir para un joven ambicioso. Aquella misma noche, con la mente afilada por la reciente conmoción, urdió su cerco en base a un cálculo aritmético infalible. El dueño de los laboratorios era viudo, y su adorada niña, la única descendiente. Si conseguía seducirla, hacerse amar, tenía la batalla casi ganada. Al padre le haría entender que entregándole su mano no perdía una hija sino que ganaba un hijo, el varón heredero que con toda seguridad hubiera deseado tener. La secuencia de lances, con las naturales inflexiones dramáticas, se desarrolló tal como él había augurado, e incluso mejor, pues había hecho sus cómputos en base a una cronología mucho más frenada. Subestimaba el carácter de la amada (después llegaría a conocer sus capacidades manipulativas demasiado bien). Correspondió a sus sentimientos con reciprocidad impetuosa y le bastaron cuatro días seguidos de persistentes ojos líquidos y aires mustios, alternados con boquitas fruncidas y estallidos temperamentales, para desmantelar el blindaje de quien también estaba totalmente colado por ella. Al fin y al cabo, se dijo el derrotado padre, la
pubilla
podría haber escogido peor. Dada la humilde procedencia del pretendiente, ella siempre tendría la sartén por el mango.

Álvaro no era un cazafortunas. Estampó con mano firme su nombre al pie de un documento, aceptando que el matrimonio se rigiera por una estricta separación de bienes, única condición material que le puso su futuro suegro. También aceptó sin titubeos la siguiente exigencia, el inmediato abandono de toda veleidad política. Poco más había que discutir. Fue ascendido a subdirector de los laboratorios y pidió la mano de la heredera un día después. Le fue concedida, se fijó una fecha muy cercana para el enlace. El padre no puso reparos a tanta prisa. Los jóvenes eran apasionados, las manos se les iban solas. Mejor no tentar al destino. La reputación de seductor del novio le precedía y, en cuanto a la novia, por muy perla de sus ojos que fuera, debía reconocer que tiraba a malcriada; si quería algo, lo quería allí y entonces. En suma, hubo una discreta fiesta familiar, se brindó por la felicidad de los enamorados y el compromiso pasó a la oficialidad de la letra impresa.

La historia, aun esbozada a grandes rasgos, tenía verosimilitud. El nuevo romance de Álvaro no sería golondrina de un día. Era un sentimiento voluntario, planificado. Y la inmisericorde asunción del hecho enloqueció a Tessa por completo. Se arrojó a los pies de su amante y, desde un marasmo de sufrimiento, lloró y reclamó cariño con gritos desgarrados.

Pocos hombres soportarían con ecuanimidad una escena tan escasamente civilizada, y este galán no se contaba entre ellos. La iniquidad de la mujer medio desnuda aferrada a sus piernas le alcanzaba, le mancillaba. Y no se lo perdonó. Esfumado todo rastro de afecto y respeto, se ensañó. La trató con maldad acendrada, gritándole que se largara, que se esfumara de su horizonte. No sirvió de nada. No le oía, se había convertido en una gorgona demente, acosadora. Sólo un resto de decencia personal le impidió patearla y agarrarla por el pelo desgreñado, sacarla a rastras, tirarla escaleras abajo. Lo estaba pidiendo a gritos.

Optó por irse él. Tuvo que desenganchar los dedos hendidos en sus rodillas, uno por uno, y después liberarse de su abrazo pegajoso apartando con violencia las clavículas desnudas. Rehusó mirar los ojos alienados que buscaban los suyos, mendigando una última migaja de reconocimiento. Corrió hacia la salida, abrió la puerta y huyó en franca estampida, saltando los escalones en grupos de dos y hasta de tres, con las rótulas crujiendo y las pantorrillas tensas, como si llevara una legión de súcubos pegada a los talones.

Tessa estuvo ovillada sobre las tablas descarnadas del suelo durante horas. Cayó la noche, reptó hacia la cama de su amante y se metió en ella. Primera y última vez que la cataba, nunca había sido una invitada en aquella casa. Mordió la almohada, persiguió el rastro de sus olores, revolcándose abyecta y literalmente en ellos. Hubiera vendido su alma y la de todos sus congéneres por uno de aquellos abruptos abrazos desprovistos de amor. Pero él no volvió esa noche, ni tampoco a la mañana siguiente. Lo esperó veinticuatro horas sin moverse, comer o beber, y entonces comprendió que todo había terminado. Cogió la ropa arrugada, se vistió de cualquier manera, equivocando la correspondencia entre ojales y botones, y de esta guisa regresó a su triste guarida.

Lancemos un anzuelo en el pasado. Veinticinco años antes había tenido lugar una escena casi simétrica en otra ciudad del mismo país. El hombre era un calavera encantador y se había cansado del cuerpo de una mujer por la que no sentía especial pasión. Ella también se arrojó a sus pies pidiendo clemencia; además de amarle llevaba un hijo suyo en el vientre. Movido por la compasión, él se doblegó y aceptó el yugo matrimonial. Seis meses después nació una niña y, en tierras extranjeras, el traspié materno pasó desapercibido. Hubo desacuerdos en la pila bautismal. Ganó la madre, la llamó Teresa, por la santa de su ciudad. Pero la fonética inglesa se trababa con la bella sonoridad y en cuatro días el nombre había encogido a Tessa. Un año más tarde llegaría una segunda hija por la que su padre sintió una instintiva adoración. Esta vez hubo consenso con el nombre. No sirvió de mucho, para entonces la vida de la pareja era ya tierra calcinada, un infierno de heridas, cuentas pendientes y resentimientos infectados. Estando en su lecho de muerte, lo único que la desdichada agonizante lamentó fue la soledad y el abandono en que dejaba a sus dos pobres criaturas. ¿Qué sería de ellas?

El pajarillo se desmanda

La mano exánime de Inés colgaba con desmayo. Sentado en el borde de la cama, el doctor la sostenía con delicadeza mientras observaba el segundero de su reloj. La aguja arañó las doce y reinició su ciclo, el rango de pulsaciones era normal y los latidos, limpios. Iba a posarla sobre el cobertor cuando sintió un apunte de vigor interno. El nuevo ritmo acompañaba una agitación leve de los dedos, suspendidos en el vacío. Se mantuvo a la espera. La aceleración del torrente venoso tuvo el tramposo efecto de frenar el avance de su reloj y el segundero pareció ralentizarse. Entretanto, la muñeca femenina inició una rotación pausada y unas yemas frías lo tentaron a ciegas.

Observó el rostro de la mujer acostada. Tenía los ojos cerrados y la neutralidad estática de una esfinge pero bajo la sábana tenue sintió un culebreo, el alborear del cuerpo.

Los dedos femeninos continuaban su exploración. Palparon los gemelos de su camisa y los cuatro ralos pelos grises que asomaban por los puños de la manga. Permanecieron unos segundos indecisos, después le abandonaron. Se dirigieron a la sábana y la retiraron con lentitud. Apareció el cuerpo de la mujer, vestido con un camisón. Después, la misma mano ciega deshizo el lazo que cerraba el cuello de la prenda, y apartó la tela hasta dejar el pecho izquierdo a la vista. Fue una acción ininterrumpida y dilatada, que semejaba excavada en un tiempo íntimo, por completo ajeno al de cualquier meridiano.

Siguió luego un lapso en el que la enferma se comportó como una estatua mutante, adoptando una serie de posturas en las que mostraba y a la vez hurtaba sus dos senos. Lo hacía desde un radical ensimismamiento. Su faz era una máscara sellada, la representación se deslizaba por los rieles de una cronología inexistente.

Tras inacabables minutos de este exhibicionismo parsimonioso, la paciente se adentró en un trance de nítida lascivia. Pequeños jadeos de timbre agudo volaron hacia el dosel de la cama, melodiosos y suaves como pompas perfumadas. Emanaban de los labios, pero nacían en fuentes mucho más hondas, lo comprobó Samuel al poner el estetoscopio sobre la piel desnuda del esternón. El corazón femenino batía, anhelante, y le recordó al de aquel pajarillo caído del nido que una vez había aprisionado en sus manos. ¿O había leído aquella bonita metáfora en alguna parte?

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