Como cada noche, anticipó la última visita de control del día; siempre oía el susurro del vestido gris acercándose. Tuvo el tiempo justo de sentarse encima de la cama y tender la falda negra a su alrededor para poner bajo techo sus secretos. Se abrió la puerta del pasillo, el rostro de la mujer estirada asomó un segundo y luego se esfumó.
Miss Lucy ya se había acostumbrado a las rarezas de la nodriza. Vio que la cuna estaba tranquila y con eso le bastó para subir a dormir en paz. Desde hacía una semana el niño lloraba mucho menos, ya aguantaba la noche entera sin reclamar la teta. La que ahora daba un trabajo ingente era su joven madre.
Comenzaba a recelar del tratamiento amansador prescrito a su protegida. El doctor Samuel la visitaba en días alternos, le hacía toda clase de pruebas misteriosas y seguía recetando reposo. Pese a tanto descanso, Inés estaba cada día más nerviosa y susceptible, y exigía constantes atenciones. Sus reclamos eran tan exasperantes que un buen día ensayó una iniciativa por su cuenta y riesgo. Se había fijado en la dejadez del invernadero, donde las plantas exóticas se habían hecho fuertes y clamaban por una mano hábil que las podara y corrigiera. Muy en especial la bombacácea; había crecido sin control, y sus grandes hojas —cada una de ellas debía de tener un metro cuadrado de superficie— avasallaban a sus vecinas, más refinadas y menos fuertes. Un rato de jardinería apacible al atardecer no perjudicaría a la enferma, pensó miss Lucy, y no era necesario que el doctor se enterara de la inofensiva conspiración femenina. Pero Inés se le puso de uñas ante la idea, negándose en redondo a cualquier acción que no estuviera previamente sancionada por su médico de cabecera, así es como le denominó. Y cuando en la siguiente visita de Samuel ella apuntó, con mucho tacto, que un poco de aire libre y ejercicio sentarían bien a la paciente, lo único que consiguió fue ganarse un enemigo de por vida. Si la
miss
creía saber más que él, con toda su carrera y años de experiencia a cuestas, dijo el médico, lo mejor sería que transmitiera su descontento al dueño de la casa. Y se lo espetó delante de su pupila; y ella, lejos de defenderla, iba asintiendo con los ojos. Contra los dos no tenía ninguna posibilidad. Se calló lo que pensaba.
Los trastornos de Inés eran indefinidos y aún no tenían nombre. Los de miss Lucy eran definibles pero no se consideraba de buen tono nombrarlos. Tampoco quitaban el sueño a ninguna rama conocida de la ciencia. Cirujanos y ginecólogos vivían fascinados por los vericuetos internos de sus pacientes femeninas, pero una vez se extinguían sus funciones reproductoras y llegaba ese proceso triste que uno de ellos, reputada eminencia, dictaminó como «la muerte de la mujer dentro de la mujer», no parecía tener mucho sentido indagar más.
El climaterio había golpeado a miss Lucy con un martillazo súbito, sin transiciones razonables que la prepararan. De un mes para otro dejó de menstruar, pero la liberación marcó el inicio de un suplicio bastante más refinado.
Los primeros sofocos la dejaron perpleja, nunca se había enfrentado a una media luna de sudor bajo la axila. Sin embargo, esos golpes húmedos fueron gloria comparados con la calamidad que el destino le tenía preparada para un poco más adelante: unos intimidatorios ardores secos que le hicieron añorar los desmanes inofensivos de sus glándulas sudoríparas.
Los nuevos episodios se iniciaban con una quemazón aguda en la capa interna de la epidermis, como si un inquisidor aplicado estuviera trabajando con una plancha al rojo vivo desde dentro. La tortura no dejaba llaga ni signos externos, pero poco a poco escalaba brazos, pecho y cuello hasta llegar a la cabeza. Allí implosionaba con unos aldabonazos que la dejaban ensordecida, y después embotada durante horas. El fenómeno era tan violento que cada vez que lo padecía murmuraba un sentido adiós a la vida, convencida de haber arribado al umbral de algo mucho menos provisional que un simple sofoco (la rotura de una arteria o vena de un ictus cerebral sería algo parecido). Durante estos asaltos de fuego, su cuerpo perdía atributos humanos para devenir mineral; un transmisor de temperatura que contagiaba todo lo que tocaba. Y entonces tenía que apartarse a toda prisa de una silla de hierro candente, o levantarse de la cama, y esperar a que cesara la ebullición del colchón.
Acababa de meterse en el camisón cuando comenzó uno de estos accesos. Fue a la jofaina y se mojó cuello y cara; si se refrescaba con rapidez algunas veces conseguía detener el proceso. Pero después de un largo día de sol el agua estaba a temperatura ambiente, su piel ni la sintió. El ardor trepaba, ya le clavaba las garras en los hombros. Corrió a abrir las ventanas de un lado y otro, y por el camino apagó las lámparas para no atraer a los activos mosquitos, una plaga añadida de aquel verano difícil. Luego inmovilizó su figura menuda en mitad del cuarto, pues cualquier agitación o movimiento solía precipitar el embate. En la absoluta negrura, un soplo de brisa inesperado hinchó su camisón. Sólo un pedazo de algodón delgado impedía que aquel bálsamo llegara a su castigada piel. La noche era muy cerrada. Si se atrevía, nadie, ni siquiera ella, vería nada.
Tomó la resolución a la desesperada, sin duda alguna, pero no de forma impulsiva. Su percepción del mundo estaba cambiando. Quizá la transformación estuviera relacionada con la súbita caída de sus hormonas, o con un hartazgo consolidado cuya costra paciente comenzaba a agrietarse. La cuestión es que a veces sentía deseos irreprimibles de mandar a todo el mundo a la porra, también a su amada hija adoptiva. Se frenaba. Pero si desnudarse frente a una ventana abierta mejoraba en algo su vida, había llegado la hora de hacerlo. Desabotonó puños y cuello, y se sacó la camisa por la cabeza con tirones temblorosos y espantados, muy consciente de la magnitud de su transgresión. Después de todo, aquel
striptease
era un estreno mundial.
Salvo algún encuentro breve acontecido en los tiernos tiempos de la infancia, la piel de Lucy y el aire libre se desconocían por completo. Y hay que decir, en favor de ambos, que coincidieron en el gusto por la mutua compañía. El evento fue liberador para el espíritu de la gobernanta. Y en lo que respecta a su cuerpo revuelto, la novedad le trastocó tanto que mandó instrucciones a la torre de control (dondequiera que esté; a día de hoy sigue en paradero desconocido). La incandescencia amainó y luego pereció, dejando una mínima tibieza. Siguió una pausa bendita. Miss Lucy ahuyentó la embarazosa idea de que el ojo paterno la observaba, recriminador, desde algún paraíso severo. Resuelta también esta desazón, se abandonó a su pequeña felicidad con una actitud de desafío imprevisto, un brote de insurrección muy poco acorde con su respetable edad y posición.
La lechuza que vivía en las inmediaciones estaba posada en lo más alto del sauce llorón cuando avistó una mancha blanca y desnuda en las ventanas superiores de la casa. Conocía al dedillo los hábitos de todos los machos y hembras que poblaban su territorio de caza. La visión fantasmagórica no se correspondía con ninguno de sus informes sobre la zona y concluyó que a la fuerza tenía que ser sobrenatural. Una siniestra idea que le cortó la digestión de tajo. Regurgitó prematuramente su egagrópila —desperdiciando así una sabrosa musaraña—, desplegó sus grandes alas y se fundió en el azabache nocturno ululando de terror.
Colonia Ubach,20 de junio
Querida Teresa:
Espero que la presente te encuentre bien de salud y que te hayas reincorporado a tus actividades con energía e ilusión. No se me escapa lo difícil que debe de ser la vida de una mujer joven independiente y sola. Pero tú eres fuerte y sabrás salir airosa de cualquier desafío que te propongas. Te envío estas cuatro líneas para mandarte noticias de tu hermana. No quisiera que te alarmes más de lo debido, pero debes saber que no se encuentra bien. Ha padecido dos ataques de cierta gravedad y no acaba de recuperarse. En apariencia, se trata de algún tipo de trastorno nervioso. La conoces bien. No tiene tu fortaleza, y ya sabes que otras veces hubo algo de esto, pero ciertamente no con tanta violencia. El doctor Samuel le ha prescrito reposo absoluto y mucho aislamiento. No estoy segura de que el remedio sea eficaz, mas supongo que debemos acatar lo que dicen quienes son expertos en estos asuntos. Por lo demás, el pequeño sigue con buena salud y crece rápido, lo que es una buena cosa. Y el resto de la casa está bien, aunque el señor afronta muchos problemas. La colonia también está en huelga, algo que él no esperaba y que le ha dolido. Seguiré mandándote noticias con regularidad. Entretanto, cuídate mucho. Y recibe un fuerte abrazo de quien te quiere.
LUCY
Calle Portaferrissa,22 de junio
Mi querida flor de lis:
Entre una cosa y otra, y la rabieta con la que tuviste a bien obsequiarme el día de mi partida, se me pasó hablarte de un asunto. Tenlo presente ahora, por favor. Me llevé la impresión de que nuestra Lucy no anda bien de salud. Parece muy cansada, y yo creo que hay algún padecimiento secreto, que la corroe. Ella es santa y jamás lo va a admitir por no preocuparnos. Así que a nosotras corresponde adivinarlo y ponerle remedio. Y cuando digo a nosotras me refiero a ti, que es quien vive a su lado. Cuando quieres tonta no eres, así que abre bien los ojos y observa. Algo hay en las dependencias del servicio que no marcha como es debido. O quizá, sencillamente, se nos hace mayor y ya no abarca con todas las responsabilidades que le echas encima. Son muchas, y se me ocurre que tú podrías asumir algunas de ellas, dado que no tienes otra cosa que hacer en todo el santo día. También podrías hablar con ese gentleman que bebe los vientos por ti. Sugiérele —para él tus menores deseos son órdenes— que contrate un par de chicas más de servicio. A Lucy le debes eso y mucho más. Y basta de sermones por ahora, sé que me estás maldiciendo y me silban los oídos por anticipado. Que sepas que llegué bien y contenta de reencontrar mi cuchitril, pobre pero honrado (el cuchitril, que no yo; mucho ha que he perdido la honra y ni falta que me hace). Tú no te cuides demasiado, ni te mires al espejo más de lo debido. Recuerda que ahora eres madre, hay alguien en el mundo a quien amas más que a tu linda persona (y a tus sombreros). A ver si se nota.
Te quiere, malgré toi,
TU SIS
(
la de Ávila, remember
)
La carta que Tessa escribió a Inés pidiéndole velar por la salud de miss Lucy se cruzó con la que esta última le mandó a ella para contarle los achaques de su hermana. Y ambas misivas tuvieron la virtud de provocar un efecto diametralmente opuesto al deseado.
Inés consideró un escarnio que su hermana mayor se inquietara por la salud de su institutriz. La enferma era ella, la querida Lucy no había estado en cama un solo día de su vida. Y Tessa pensó que era muy propio de su egocéntrica hermana inventarse crisis nerviosas justo ahora, cuando su alrededor hervía con conflictos muy reales.
No había vuelto a saber de Álvaro. Dadas las circunstancias no le sorprendió ni preocupó, lo supuso ocupado en el trajín político. La capital estaba tan paralizada como las colonias industriales. Llevaban ya dos semanas de huelga y se rumoreaba que el conflicto iba para largo. Las familias obreras carecían de recursos, no digamos ahorros; pronto empezarían a pasar hambre.
El calor estrangulaba y aguardó a que declinara el sol antes de salir. Quería visitar a Julia, ver si había modo de ayudarla. Descendió hacia el mar por la espina algo curvada que vertebraba la ciudad. En el antes desenfadado bulevar, también techado por plátanos, se vivía un ambiente de tensa espera. Los comercios y cafés estaban cerrados, el tráfico era escaso. Grupos dispersos, hombres en su mayoría, circulaban por esquinas y aceras. Formaban pequeños anillos de conversaciones ventrílocuas y miradas huidizas, se diluían y luego reconstituían unos metros más abajo en un movimiento caleidoscópico. Las campanas de una pequeña iglesia cercana dieron las siete de la tarde, rodeadas por un silencio sepulcral. Fueron las únicas en acudir al trabajo. Ni los pájaros chistaban.
Tessa caminaba bajo el arbolado del centro de la calzada cuando la adelantó un faetón que iba al paso y en su misma dirección. La pareja que viajaba en él le daba la espalda y estaba muy amartelada, sentada del mismo lado. Algo, un deje conocido en la nuca y la posición de los hombros masculinos, lanzó su estómago por la pendiente de un empinado tobogán. El carruaje se detuvo frente al teatro principal, unos metros más abajo, y los viajeros se apearon. El hombre alargó la mano para ayudar a su acompañante y la rejilla blanca de un guante femenino se apoyó en su antebrazo con familiaridad. La mujer era menuda y airosa, joven, blanquísima, pelirroja y, mal que le pesara a Tessa, muy bella. Llevaba un precioso vestido de muselina en tonos veraniegos, irradiaba la exquisita suavidad de una porcelana. Álvaro la miraba, deslumbrado. Nunca, ni en las mejores etapas de su intimidad, le había hecho a ella la ofrenda de una admiración semejante. El coche se alejó trotando, él se llevó la mano enguantada a los labios y la rozó con gran delicadeza.
Casi al mismo tiempo ocurrió algo que añadió aturdimiento a la conmoción del momento. En el fondo del paseo encajaron de súbito los cientos de piezas sueltas y el hasta entonces mutante dibujo cristalizó en una muchedumbre compacta. Los manifestantes iniciaron la marcha entonando
La Internacional
a pleno pulmón. Pero en el lado opuesto ya estaban sus oponentes; la caballería los aguardaba en formación y una voz de mando estentórea dio orden de cargar.
Tessa se encontró en medio, casi no tuvo tiempo de apartarse. Corrió hacia la acera más próxima, allí le flaquearon las piernas y cayó plegada, en cuclillas. Animales y jinetes pasaron por el centro de la avenida a todo galope, su masa amenazadora y oscura borró la punzante imagen del otro lado. Se oyeron pistoletazos, relinchos, gritos de dolor y los golpes de las pezuñas sobre el pavimento. Los manifestantes se dispersaron y huyeron por las callejuelas laterales, el ejército salió tras ellos dejando una retaguardia de columnas de humo y polvareda suspendida. Poco a poco también éstos se disolvieron. En el gran pórtico de entrada al teatro no había nadie. Y durante una fracción de segundo la mujer agachada se imaginó recién despierta. Con el dolor aún pegado en el recuerdo pero convencida de que la pesadilla no era real sino una traición, una más, de sus miedos ocultos.