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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

Adorables criaturas (11 page)

BOOK: Adorables criaturas
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Mientras el deseo de Rita prosperaba en este sugestivo ambiente, el objeto que lo inspiraba estaba a punto de llegar a la casa. También él sobrevivía medio aturdido, y por las mismas razones. Había madrugado para ir a la ciudad y a mediodía recogió a la señorita Tessa. No le hizo esperar un solo minuto y viajó subida al pescante dándole palique sin parar. Menos mal, así pudo mantener a raya las imágenes que últimamente ocupaban de forma abrumadora su cabeza y otras partes menos espirituales, mucho más próximas a la tierra en todos los sentidos.

Aprovechando la ausencia de la cocinera, Juana y Elena llevaban un buen rato yendo y viniendo por turnos de la cocina al vestíbulo para otear desde las ventanas de la fachada principal. Esperaban la llegada de la señorita con expectación. En aquel rincón monótono cualquier novedad era bienvenida, y Tessa no daba trabajo extra, algo siempre de agradecer en un invitado. A la quinta vez que hicieron el trayecto el instinto no les falló. En el fondo de la carretera apareció un puntito negro móvil que avanzaba y se agrandaba por entre los árboles.

Elena abrió la puerta principal, se asomó al exterior y luego se desvaneció correteando hacia la cocina. Dejó la casa abierta de par en par, y sus gritos de anunciación se oyeron claritos desde el pescante del carruaje.

—¡Ya llega! ¡La señorita llega de la capital!

Mientras el coche se acercaba, el equipo doméstico se agrupó en la puerta. Las criaditas llegaron al galope y Rita al trote. Había oído las voces desde el invernadero y acudió desde el otro lado de la casa secándose las manos en el delantal. Aún estaba sofocada, y se avergonzaba mucho de su lapsus erótico. Miró a Macario con enfado, pero él adivinó a qué se debía tanto sonrojo y eso sólo podía halagarle. Después llegó miss Lucy y las mujeres se alinearon en un simulacro de fila más o menos formal, algo que la gobernanta intentaba en vano enseñarles desde que las había contratado pero que era un disparate. Como bien apuntaba Inés, la mansión Ubach no era el palacio de Buckingham y una hilera de tres o, a lo sumo, cuatro empleados, no tenía pies ni cabeza. De cualquier modo, el ceremonial duró poco; el servicio carecía de la más elemental disciplina y rompió filas en cuestión de segundos. Y la misma Tessa pulverizó las reglas saltando del pescante al suelo sin esperar asistencia, femenina, masculina o de cualquier clase; en fin, algo muy impropio de una dama. Miss Lucy baló como una oveja timorata y la miró con cariñosa reconvención.


Oh, dear, oh, dear. Be careful, darling, Oh, dear
.

No hacía falta ser políglota para captar su tono cursi y las doncellitas se carcajearon abiertamente, hoy no habría amonestaciones. Tessa les hizo eco. Su entrañable Lucy no tenía remedio, se dijo mientras le plantaba dos francos besos en las mejillas. Luego dio la mano a Rita y pellizcó los cachetes de aquellas dos cachorrillas excitadas.

—Habéis crecido al menos un palmo cada una, malditas.

El cochero bajó el pequeño baúl y ella acarreó la Remington. Entraron todos en el vestíbulo entre parloteos. Desde lo alto de la escalera, León observaba el revuelo con un puntito de disgusto. Su cuñada se tomaba demasiadas confianzas con el servicio, le alborotaba el corral y distraía la atención de los empleados. Cada vez que los visitaba, tenía la impresión de que la maquinaria doméstica dejaría de funcionar. Y que su mecanismo, tan preciso y bien engrasado, se descompondría en cualquier momento. En ese mismo instante, sin ir más lejos, nadie le prestaba atención, y tuvo que carraspear varias veces para hacerse notar. Hubo un rápido mutis y salvo miss Lucy, que se mantuvo en un discreto segundo plano, cada cual volvió a sus quehaceres.

Tessa le observó bajar la escalera. La reciente paternidad no había alterado su pulida superficie. Ninguna sonrisa de oreja a oreja, ni rastro de exaltación. La besó, circunspecto y leve. Y ella respondió ajustando el tono, tratando de ser, al menos por un rato, lo que su cuñado esperaba de ella.

—Enhorabuena. Y un chico, lo que tú querías.

El feliz padre asintió con orgullo y un poquito de petulancia. Se hizo un breve silencio mientras Tessa le miraba con su habitual expresión inquisitiva, algo que siempre le provocaba una crispación instantánea. El trato con mujeres normales se regía por normas mecánicas, era sencillo de gestionar. La franqueza de su cuñada demandaba interlocución, significaba un esfuerzo suplementario y él no andaba sobrado de tiempo.

—¿Cómo se encuentra Inés? —Tessa se reprimía a duras penas. Le hormigueaban los pies, listos para saltar los escalones de cuatro en cuatro.

León se ablandó al instante:

—Muy cansada aún. Es tan delicada…

—Bobadas. Siempre ha sido de hierro. —El usual tono brusco fue involuntario y ella misma lamentó que las concesiones a su anfitrión hubieran durado tan poco, pero ya no tenía modo de repescar lo dicho.

León estaba irritado. Aquella chica carecía de sensibilidad, su despreocupación rozaba la impertinencia y encima se las arreglaba para parecer siempre desaliñada y sucia. Pero era la única familia que le quedaba a su mujer y debía contentarse con que no viviera bajo el mismo techo que ellos, algo que hubiera sido natural y que él mismo había ofrecido cuando correspondió (sintió un gran alivio al ver rechazada la oferta). Hizo el consabido ejercicio de tolerancia y le sonrió con deferencia, mientras alargaba las manos para recoger el bastón y el sombrero que miss Lucy le ofrecía.

—Me alegro de que hayas venido. Nos veremos luego.

En cuanto la puerta se cerró, miss Lucy miró hacia arriba. Tessa no se lo hizo repetir dos veces y se zambulló en el silencioso piso alto mientras la gobernanta hacía otro tanto en el bullidero de la zona de servicio.

Las extranjeras

Quería sorprender a su hermana y abrió la puerta muy despacio. Entró de puntillas, pero la habitación estaba sumida en una oscuridad catedralicia —muy propio de Inés, con aquella magnífica tarde—, y nada más entrar se tropezó con una inoportuna mesita que cayó con estrépito arrastrando algún cachivache estúpido con ella. Abandonada la idea del silencio, se decidió entonces por la del allanamiento sorpresivo. Se fue a los ventanales, retiró los abultados cortinajes y abrió las contraventanas sin miramientos ni ahorro de ruidos y batacazos. Era una acción de hermana mayor acostumbrada al ordeno y mando. La claridad meridional asaltó el cuarto a raudales insolentes, mostrando la solemnidad de terciopelos y doseles. Su artificio quedaba por completo desautorizado bajo los crudos colores del día, como esos antros nocturnos que de noche invitan a soñar y, vistos de día, pierden todo empaque. Inés emitió una queja infantil, levantó la sábana bordada, se cubrió el rostro con ella y se hundió aún más entre los almohadones de puntillas. Pero Tessa retiró los encajes con un manotazo despreocupado.

—Despierta, flor de lis. Soy yo, tu descarriada hermana.

La convaleciente abrió los ojos sin asomo de parpadeos o transición. Es más, un brillo desvergonzado despidió un haz de rayos humorísticos desde la montaña de plumas. Mimosa, estiró los brazos. Tessa dejó que se los echara al cuello y la besó en la frente, pero en seguida se deshizo del abrazo.

—¿Dónde tienes a ese pobre bicho? —La pomposa cuna estaba del otro lado de la cama. Segundos después, Tessa levantaba los tules vaporosos—. Ahogado en floripondios, como era de esperar.

Inés asintió, risueña. La nula afición de su hermana por lo decorativo siempre había dado pie a constantes burlas.

El niño dormía con sosiego, una miniatura de boquita tierna y aliento dulce. Pero Tessa no tenía instinto maternal, y si Inés esperaba algún tipo de elocuencia sentimental quedó defraudada. El interés de la tía por su sobrino duró cinco segundos.

—Por fin has hecho algo útil. ¿Dolió mucho?

La parturienta hizo una mueca exagerada:

—Me destripó viva. Nunca más.

Ignorando la exquisitez de la lencería, Tessa se tumbó en la cama de un brinco. Estiró brazos y piernas, estaba entumecida tras el largo viaje.

—León tendrá otras ideas al respecto.

—Es mi cuerpo, no el suyo.

La militante conocía ese timbre de niña testaruda. Se puso de costado, apoyó la cabeza sobre una mano y la miró. Se preguntaba si la maternidad la cambiaría o si sólo sería otro trámite más, igual que lo fue su boda.

—El matrimonio comporta ciertas obligaciones. Una de ellas es la reproducción de la especie.

Aquella costumbre de poner siempre los puntos sobre las íes era muy fastidiosa además de poco fraternal. Inés castigó a su desnaturalizada pariente empujándola hasta oír el golpe sordo de su caída.

—Estás mugrienta y llena de polvo. ¡Sal de mi preciosa cama!

Tessa no opuso resistencia. Había rodado como un peso muerto pero desde la alfombra su voz brotó con descaro.

—Institución creada por Dios para la reproducción de la especie. Cada coito, un niño. Y ya sabes: en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, etcétera.

—El mundo está sobrepoblado, no seré yo quien contribuya a poblarlo más. —Inés habló en tono ligero, aun así la declaración de intenciones era muy real.

Un par de pucheros les recordaron la presencia del niño; había despertado y se reivindicaba a su manera. La madre debutante se incorporó con rapidez. Y Tessa, aún sentada en el suelo, observó, maravillada, cómo su hosca obstinación se diluía en una súbita ternura.

—Tráemelo, anda.

Cualquier tipo de especulación maltusiana quedó enterrada bajo un alud amoroso. Tessa levantó al niño y dio tres pasos con ridícula prudencia, no fuera a caérsele el precioso fardo al suelo. Inés alargó los brazos y lo acunó con la maña de quien no ha hecho otra cosa en su vida. Su hermana mayor anotó el detalle con interés. La maternidad había tocado su corazón. Acariciaba a su hijo, se lo comía a besos, le cantaba bobadas quedas que no hallaban respuesta, pues el niño se limitaba a abrir y cerrar la boca como un pez moribundo.

—¿Tiene nombre?

Inés enarcó las cejas y Tessa soltó un pequeño bufido.

—¿Así de previsible? Parece absurdo llamar León a algo tan minúsculo.

—Espera a oírle llorar.

De hecho, pensó Tessa, el niño estaba a punto de hacerlo. Seguía boqueando y no hacía falta ser muy perspicaz para interpretar que buscaba comida. Inés lo apartó un poco de su cuerpo mientras esbozaba un gesto de dolor. Abrió su camisa y mostró un pecho menudo pero tirante y duro.

—Se me han puesto como piedras.

Tessa acercó la mano y la retiró al instante.

—Qué desagradable. Y qué poco intelectual.

—Parir no tiene nada de intelectual, te lo aseguro. —El recuerdo de las dolorosas contracciones, de la sangre y los sucios fluidos estremeció a Inés.

—Están programados para cumplir con una función. Si le das de mamar se vaciarán y dejarán de hacerte daño. —El aplastante sentido común de Tessa sirvió de poco.

—No puedo. No soy lo bastante fuerte.

La información suscitó una carcajada automática.

—Esa majadería, ¿es de cosecha propia o te la ha sugerido alguien?

—Se me había olvidado —apuntó Inés con retintín—. Tú eres muy lista y sabes más que los médicos.

—Que algunos sí. Samuel es un caradura. Y, además, vive a costa vuestra.

—Mía no, de León. Los maridos están para pagar. Y le tiene entretenido, lo cual es muy práctico, convendrás conmigo.

El cinismo pueril de Inés no obtuvo réplica. La llegada de una bandeja cargada con té, pastas y pequeños bocadillos era mucho más prometedora que aquel diálogo tonto. Hacía horas que Tessa no probaba bocado.

Miss Lucy dejó la merienda sobre la cama e incorporó a su pupila. La trataba con extrema delicadeza, como si fuera una porcelana de Sèvres ya resquebrajada que cualquier movimiento pudiera reducir a añicos. Tessa se ahorró comentarios mordaces y optó por invertir en un primer sándwich mientras observaba tanto aspaviento. Su hermana siempre había sido una cuentista. Sonreía a la antigua institutriz con expresión cautivadora, la tenía por completo subyugada. Pobre Lucy, tan leal que incluso iba a retirarse por no molestar. Palmeó la cama invitándola a sentarse.

Cuando la
miss
consiguió por fin ordenar la vestimenta y acampar, Inés ya mordisqueaba pastas y Tessa seguía tragando sin remilgos. Habían dejado al niño con ellas. Se había callado, seguramente distraído con tanta humanidad a su alrededor. Miss Lucy le acarició el rostro y luego miró a Inés.


He is so much like her

El recuerdo surgió de modo natural. Inés abultaba poco más que el recién nacido la primera vez que la tuvo en brazos. La madre había muerto de fiebres puerperales poco después de dar a luz. Tessa tenía tres años y ella estaba por cumplir los treinta. Su propia progenitora acababa de pasar a mejor vida, liberándola de deberes pero también de derechos; pagado el entierro con los servicios religiosos de rigor, no quedó una libra. Entonces leyó el anuncio: diplomático español, viudo, bien situado y con dos hijas pequeñas buscaba con urgencia institutriz que viviera con la familia en Londres. Imaginó una vida de recepciones cosmopolitas y viajes a países exóticos, más un buen salario y ahorros para la vejez. Se dio de bruces con una realidad bien distinta. El supuesto diplomático era un simple secretario de la embajada española. Ateo, calavera, endeudado y tahúr. Y, de propina, abrumado por el trastorno de su reciente viudedad, incapaz de gestionar un hogar que navegaba tan a la deriva como un bote sin remos en plena tormenta.

La joven Lucy era de natural compasivo y tenía un innato sentido del deber. Asumió maquinalmente la responsabilidad de la crianza de las niñas y de toda la casa, incluida la administración del escaso dinero entrante. Un asunto más que peliagudo; debía alcanzar para las necesidades básicas y para mantener unas apariencias honrosas. Los meses transcurrieron a desconcertante velocidad. Cuando se dio cuenta de que la misión era titánica y el sueldo irrisorio, las niñas ya la trataban como madre putativa. No conocían otros brazos que los suyos, y ella las quería como si fueran hijas propias. Estaba fuera de cuestión abandonarlas.

Pasado el transitorio dolor —cuya histriónica desmesura ya profetizaba una corta duración—, el padre de las niñas volvió a las antiguas rutinas. Los soplos de vida mundana regresaron a la casa de Belgravia. Para ahuyentar la temprana melancolía de los anocheceres brumosos, nada más efectivo que el runruneo de las faldas, las voces femeninas, la música, el tintineo de copas, las risas y el sonido de los dados bailando en el cubilete. Entretanto, las huérfanas vivían confinadas en el claustro seguro de la
nursery
, preservadas y educadas por miss Lucy. Transcurrieron los años y dejaron de necesitar institutriz, pero no era concebible que la
miss
dejara un hogar del que sólo ella conocía el secreto de su milagroso funcionamiento. Ejercía de ama de llaves, administradora y dueña sin serlo. Y después que las chicas cumplieran dieciocho años y fueran presentadas en sociedad, añadió el papel de carabina y consejera a todos los anteriores.

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