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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

Adorables criaturas (13 page)

BOOK: Adorables criaturas
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En el pasillo, Tessa tejía y destejía argumentos, pero cuando llegó al rellano sus razonamientos —femeninos y ergo dispersos a pesar de todo— se bifurcaron hacia ideas menos solemnes. La visión de la barandilla señorial le resultaba una tentación irresistible. Se sentó y dejó resbalar hacia el piso bajo para topar, justo a pie de la escalera, con las dos adolescentes que aún andaban arrastrando escabel y candil. La miraron con asombro. Ella les sonrió, buscó su complicidad poniéndose un dedo en la boca y aprovechó para pedirles que acudieran en socorro de su lánguida hermana. Luego se fue directa a la biblioteca y entró sin llamar.

Su llegada coincidió con el final de una frase del doctor.

—… en individuos de la misma especie.

Arrellanados frente al fuego, copa en mano, los señores estaban en plena charla. Al abrirse la puerta hicieron ademán de levantarse. Samuel con renuencia. León con rapidez automática; a la entrada de una dama uno se levantaba, punto. Aunque la dama no fuera con exactitud lo que uno desearía.

Tessa hizo aparición con aires chulescos, casi masculinos. No se había vestido para cenar, al menos no como se hacía habitualmente en casa de los Ubach, es decir, a la inglesa. Sólo había sustituido el traje polvoriento del viaje por otro igualito, más limpio pero igual de arrugado, con la pequeña adición de una corbata. También se había rehecho el moño pero con resultados muy inciertos. Lo único que se acertaba a desentrañar era un confuso montón de horquillas que no sostenían nada, y plumeros sueltos que huían en todas direcciones. León le miró la nuca con mudo reproche; se había cansado de insinuarle que utilizara los servicios de las doncellas de la casa, pero su diplomática solicitud caía en saco roto. Resultaba embarazoso, cualquiera de sus trabajadoras tenía un aspecto más aseado que la hermana de su esposa. De hecho, ésta era una de las causas, aunque no la esencial, de que se suprimieran los paseos familiares por las calles de la colonia cuando la sufragista residía en la mansión. Otras razones de más peso incluían la militancia de la muchacha y su absoluto desprecio por las barreras que marcaban las clases sociales. Lo último que deseaba León era tenerla infiltrada en sus asuntos, armando bulla entre sus trabajadores. Por amor a su mujer estaba dispuesto a hacer la vista gorda dentro de casa, pero no a tolerar transgresiones que traspasaran el ámbito de lo privado.

—Por favor, no os levantéis.

La chica liberó de cargas de cortesía a los caballeros en un tono de camaradería que también resultaba improcedente. Samuel, que no había llegado a levantarse del todo, volvió a hundirse en la butaca. León pretendió cederle la suya pero Tessa señaló un pequeño taburete junto al fuego, dobló las rodillas y se dejó caer en él sin más y, sobre todo, sin ninguna gracia. El doctor sumó su mirada de reproche a la de su anfitrión.

Lejos de acoquinarse ante un rechazo tan unánime, la recién aterrizada actuó con impertinente frescura. Se sirvió una copa, estiró las piernas frente al fuego, luego las cruzó, bebió un sorbo y dejó la bebida en el suelo mientras encendía un cigarrillo con una pequeña tea. Dio una profunda calada, retomó la copa y luego miró, expectante, a los hombres.

—¿He oído algo sobre las especies?

—No quisiéramos aburrirte —dijo Samuel con deferencia hipócrita.

—Yo nunca me aburro. Seguid, seguid —contestó Tessa, cortante.

La muchacha escudriñó a Samuel con el ceño fruncido, sabía que eso le ponía fuera de sí. Y se quedó esperando, con la copa en una mano, el cigarrillo en la otra. El doctor no toleraba a las mujeres autoritarias, a excepción de su santa madre, y se ruborizó de forma notoria.

León le miró con expresión maliciosa. Aunque no simpatizaba demasiado con Tessa, le agradaba ver a Samuel en apuros. Vivía a sus espaldas, bien estaba que le ofreciera un entretenimiento digno de tal nombre. Se acomodó en el asiento, y se aprestó a disfrutar la velada.

El doctor reemprendió su discurso algo a regañadientes.

—Los últimos avances científicos lo demuestran.

—Darwin —apuntó León, y Tessa asintió con un gesto.

Aunque con algo de retraso, el debate había llegado por fin a la provincia. Samuel se sirvió un largo chorro de jerez y sentó cátedra mientras hacía girar su copa, acunándola con manifiesto afecto.

—En la lucha por la existencia sólo sobreviven los que están bien capacitados. Los fuertes dominan y progresan mientras que los débiles malviven en la miseria.

El ceño de Tessa, ya de por sí grave, se ensombreció todavía más.

—Imposible. Aceptar eso implica establecer la desigualdad entre los hombres como un punto de partida inevitable y no como una injusticia a combatir.

Samuel adoptó un forzado tono razonable pero el rubor de sus mejillas se acentuó. No le agradaba que le contradijeran, mucho menos que lo hiciera una muchacha adornada con tan escasos encantos. Habló lentamente y en tono aleccionador, como quien se dirige a un alumno duro de mollera.

—Creer otra cosa sería una puerilidad. Siempre habrá fuertes y débiles, y en consecuencia ricos y pobres. Es ley natural que sea así. Y yo añadiría que la ley es muy sabia: preserva y mejora la especie.

—Esta ley, caso de que lo sea, justifica y legitima la supremacía de unas clases sobre otras. Y los políticos harán un buen uso de ella. —Tessa había contestado casi atropellando las últimas palabras de él, sin dar tiempo a ninguna pausa. Era una dinámica que molestaba sobremanera al doctor, pues sus pacíficos aperitivos degeneraban en tragos bebidos a toda prisa, difíciles de paladear.

—Espero que lo hagan, y rápido. Hay que poner coto al avance de las clases ineducadas, sería una catástrofe que asumieran puestos ejecutivos —le contestó él con igual rapidez y con una vehemencia tintada ya de enfado.

—Sospecho que lo mismo se aplica a las mujeres. —La voz de Tessa sonaba un poco amenazadora.

León sonrió desde su agradable anonimato —no le hacían ningún caso— y se llenó la boca con un sorbo de oporto mientras observaba, divertido, como la rubicundez de Samuel subía medio tono en el espectro de los bermellones.

—Desde luego. El hombre es de constitución más fuerte que la mujer, y su cerebro también es superior. Y no estamos hablando de opiniones, sino de hechos comprobados.

Tessa apuró su copa y le miró con expresión definitivamente beligerante. Él se alegró de haber incitado su enojo, la sabía ofendida. Fingió inocencia y cambió de estrategia, adoptando ahora un tono melifluo y paternal.

—No me mires así, querida. No lo he determinado yo, lo ha decidido la biología. La maternidad os hace débiles y nerviosas. Cualquier hombre tendrá siempre más recursos intelectuales que vosotras.

—Ésa es una afirmación estúpida, cínica y cruel. —La interrupción de Tessa fue afilada y grosera, pero Samuel se negó a entrar en un cuerpo a cuerpo. Respondió sin mirarla y sin perder un ápice de benevolencia.

—La naturaleza no tiene por qué ser generosa ni compasiva. Faltaría más.

Tanta campechanía resultó excesiva incluso para León. Intervino con rapidez.

—Pero nosotros sí, precisamente porque en el reparto nos ha tocado la parte privilegiada. Tenemos una responsabilidad moral: crear mecanismos para proteger a los que son más vulnerables, las clases desfavorecidas, los niños, los mentalmente débiles…

Se detuvo, la enumeración era larga —había multitudes que proteger— y necesitaba tomar aire, pero tras la imprescindible inspiración remedió lo que hubiera sido un olvido imperdonable:

—Y las mujeres, por supuesto.

Tessa había dado el discurso por cerrado. No esperaba semejante agravio y casi se quedó muda de indignación. Los años de curtida militante acudieron en su ayuda.

—Hombre. Siempre es de agradecer que a una la incluyan en el grupo de los niños y los idiotas.

Disparó el sarcasmo con una ferocidad sin atenuantes. León, molesto, contestó con cortesía rebuscada. Era una manera de poner a la procaz cuñada en su sitio y, de paso, zaherirla un poco más.

—Discúlpame, querida Tessa, pero el reproche es injusto. Sois las mujeres quienes buscáis nuestra protección. —La afirmación, certera y dolorosa, daba en el clavo y era uno de los flancos débiles del recién nacido movimiento sufragista. La gran mayoría de mujeres aceptaba su estado de buen grado. La dependencia y sumisión les resultaban naturales, incluso deseables.

—No todas. Algunas queremos justicia, no caridad. —Tessa habló con amargura y entonces Samuel se concedió el lujo de ser caballeroso.

—¿Quién habla de caridad? Cuidar de vosotras es un deber. Un placentero y agradable deber.

La insufrible petulancia del doctor enfureció aún más a Tessa. Se le agolparon mordacidades muy poco decorosas. Abrió la boca, casi olvidadas las elementales normas de cortesía debidas a quien la hospedaba. Pero entonces, y para bendición de todos, llegó Inés. Entró en la biblioteca envuelta en una aura de feminidad perfumada y tangible. Pálida, vaporosa y bella, llevaba un vestido de gasa color carmín y sin adornos que sobre otra mujer hubiera sido insignificante, pero que en ella emanaba matices de cualidades feéricas. Había pedido a las doncellitas que le entrelazaran el negrísimo pelo con cintas de terciopelo rojo. La trenza larga y suntuosa rodeaba su cuello de garza, descendía por la fina clavícula y las tenues transparencias del escote, y moría posada en su pecho juvenil. Se había maquillado tan poco que sólo otra igual en género hubiera notado el artificio. Tessa lo notó. Conocía al dedillo los trucos de su hermana: los polvos marfileños, el humo sutil bajo los ojos, el toquecito de arrebol en los pómulos, las pestañas rizadas y tintadas. Al menos le había hecho caso y no se había puesto corsé. De todos modos, tenía una cinturita absurda, de diámetro inexistente.

Los dos hombres se levantaron con unanimidad, impulsados por un resorte. Samuel le besó la mano en un rapto añejo. León prefirió atormentarse por su bienestar, apelando a la voz de la ciencia.

—Cariño, qué imprudente eres. ¿Samuel…?

Ella adoptó aires de alumna traviesa. Dirigió un aleteante pestañeo a los caballeros y luego alargó de nuevo su finísima mano al doctor, que la anidó con sus dedos blandos y asalchichados.

—¿Me prefieren sola, exiliada allá arriba? ¿No sería eso aún más pernicioso para mi salud, querido doctor?

La desarmante entrega con que la exquisita paciente se ponía a su merced era conmovedora. Samuel se hinchó como un sapo en vías de metamorfosear a príncipe. Pero primero tocaba atender a quien pagaba las abultadas cuentas. Se dirigió al dueño de la casa.

—Un poco de distracción le sentará bien. —Amansado el cliente, dio unos golpecitos cariñosos a la dulce manita y después levantó un dedo índice amonestando con afabilidad a su propietaria—. Eso sí, quedan totalmente prohibidos los pianos, músicas y, o —subrayó— las excitaciones innecesarias.

Inés refunfuñó de puro trámite, dejándose conducir como una muñeca pasiva. Los dos hombres la acompañaron con gran cuidado hasta una de las butacas. La sentaron y le recompusieron los volantes del vestido. Le colocaron almohadones en la espalda y acomodaron sus lindos pies, calzados con zapatillas de satén, en otro cojín que León puso en el suelo arrodillándose frente a ella. El revuelo masculino duró el tiempo que se consideró necesario y, cuando finalizó, la dueña de la casa quedó tan
posée
que sólo faltaba la presencia del retratista de moda para completar el cuadro. Los caballeros, respondiendo de forma inconsciente a la propuesta estética, se quedaron de pie, escoltándola, uno en cada lado de la butaca. Y a partir de ese momento todo debate articulado se esfumó para dar paso a inciensos, convenciones y ceremonias. Inés runruneaba gatunamente pero bajo el arco de sus sombreadas pestañas enviaba mensajes burlones a su hermana. La delicada orquídea no tenía un pelo de boba.

El capón, al fin

Rita, las niñas y el capón —pesaba seis kilos, tuvieron que cargarlo entre las tres— hicieron su celebrada aparición poco después de las nueve. Para entonces el ambiente del comedor era caldeado y venturoso. La dueña de la casa estaba de magnífico talante y pilotaba la cena con maestría de anfitriona perfecta, guiando a los comensales mediante un equilibrado malabarismo hecho de ligereza, ingenio e inteligencia. La misma mesura presidía el servicio y los enseres. Cristalería, porcelanas y cubertería eran de alta calidad, pero no había apabullantes exposiciones de plata ni bosques de copas frente a cada comensal. La familia se tenía por moderna, industriosa e ilustrada, y cuidaba su imagen: la línea que separaba la elegancia de la ostentación vulgar no debía traspasarse.

Si Inés orquestaba la partitura intelectual y estética de la velada, miss Lucy era la responsable absoluta de su logística, ocupándose de que la comida transcurriera sin altibajos, ajustada a un tempo adecuado, sin grandes pausas o, lo contrario, demasiada aceleración. En suma, para que nada alterara el flujo civilizado del intercambio de ideas, fin último del acto social. Había un tiempo preciso para llenar las copas, para retirar un plato y traer el siguiente, para atender a unos y a otros. La dueña de la casa le había cedido graciosamente la prerrogativa de decidir el cuándo, cómo y porqué. Y ella, que compartía mantel con la familia, daba las órdenes mediante señales en clave que las niñas interpretaban. Llevaba un año entrenándolas, le había costado lo suyo que las asimilaran o, ajustándose más a la verdad, que memorizaran su significado.

En la cabecera de la mesa, el cabeza de familia se levantó para cumplir con la tarea que le era propia: trinchar el ave. Goloso, el médico no quitaba ojo al lustroso capón y al relleno afrutado cuyos destellos asomaban entre las puntadas de su rotunda panza. En el compás de espera aprovechó para relanzar el tema iniciado durante el aperitivo.

—Sólo las mujeres con rasgos masculinos aspiran a la emancipación —depositó sobre la mesa con sonora contundencia.

León, algo azorado, trató de minimizar el patinazo maleducado del médico halagando a Tessa.

—Interprétalo como una flor.

—Es que «es» una flor —puntualizó Inés riendo con suavidad. Con su fácil desenvoltura imponía la pauta. Discusiones encarnizadas y buena digestión no eran compatibles.

Se oyó un ligero chasquido. Un tijeretazo rápido había cortado los puntos de sutura que encerraban el secreto mejor guardado de la velada. El vientre se abrió, apareció el relleno, y una suculenta cascada de hilillos acaramelados resbaló por las ingles del ave. Poco a poco, la habitación se llenó de aromas y al doctor se le hizo la boca agua. Juraría estar oliendo a clavo, romero y… ¿trufas? Qué original combinación para acompañar el picadillo de cerdo. Pero Tessa abortó sus vuelos gastronómicos.

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