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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

Adorables criaturas (10 page)

BOOK: Adorables criaturas
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Hacía todo esto de forma casi automática mientras repasaba mentalmente la jornada. Qué había hecho mal, qué había hecho bien. Qué había que rectificar, corregir para mejorar. Era una sana costumbre inculcada desde niña por su padre, el pastor.

Rememoró a la mísera forastera, su aparente desnaturalización, el aspecto montaraz. Volvió a sentir las afiladas uñas del pánico mariposeando bajo el esternón. Pero había que tener en cuenta la leche abundante, la crianza del recién nacido, el descanso de la madre. Determinó que todo sería para bien, bastaría con que estuviera atenta a la evolución de la muchacha. Pero ahora la asaltó una nueva inquietud. Con la llegada del climaterio estaba padeciendo una plaga de síntomas imprecisos aunque no por ello menos molestos. Se cansaba con facilidad, la edad comenzaba a pesarle. Inés dejaba todo el cuidado de la casa en sus manos. Con el desembarco del niño y la nueva empleada el trabajo se multiplicaría. La idea de un posible fallo la aterrorizaba y la barrió de un soplo, inútil lamentarse.

Se sentó frente a la mesa. Llevaba dos libros, uno de caja y otro personal. En el primero anotaba a la centésima los gastos; en el segundo, los incidentes del día y sus impresiones. Los breves textos no eran desahogos emocionales, sino palabras ajustadas que describían los hechos de forma sintética. Con su letra picuda y clara redactó una sobria narración de lo acontecido durante el día. Dudó un instante antes de concluir. Apartó de nuevo los pensamientos negativos: «
A very satisfactory day
».

Se arrodilló al lado del lecho. Sobre la mesita de noche, un viejo daguerrotipo sepia encuadraba a sus progenitores, arcaicos y graves, contra el fondo de la pequeña iglesia normanda y su melancólico camposanto de lápidas abatidas. Se acercó la imagen a los labios. Luego apoyó la cabeza en el borde de la cama y cerró los ojos. Quizá recordara otros paisajes, puede que rezara.

El trance de la forastera

La nodriza esperó un poco, quería estar segura de que la mujer de gris se había ido para no volver, al menos en lo que quedaba de noche. Tenía un oído finísimo. Escuchó con nitidez los pasos que se alejaban por el pasillo y que más tarde sonaron encima de su cabeza. Al igual que las niñas, también oyó el quejido del tablón de madera. Aguardó a que el silencio fuera total antes de abrir sigilosamente la puerta que daba a la habitación vecina. Una vez dentro se acercó a la cama con movimientos elásticos y precisos. Toda su atonía se había disipado. Allí estaba la felicidad. Y pudo embeberse de ella, contemplarla sin testigos molestos. Cerciorarse de que era de carne y hueso, en un primer momento no había estado muy segura de ello. No se atrevió a tocarla, pero estuvo una media hora larga sentada en una esquina del colchón, viendo cómo dormía, atenta a su respiración suave y al aliento perfumado que desprendía su cuerpo. Luego regresó a su cuarto, donde la aguardaban otros placeres. Sacó las joyas que había escondido bajo la almohada y fue hacia la chimenea encendida. Se acurrucó en la esquina más próxima al fuego, sentada en el suelo y con la espalda bien preservada por los muros. Levantó uno de los aretes y observó las llamas a través de su circunferencia. Ahí se perdió, ensimismada en el corazón del metal dorado.

Otras llamas ardían en el suelo de un mísero chamizo, una única estancia en la que el humo, sin chimenea de salida, campeaba entre cuatro desportillados cacharros de cocina y un par de trampas herrumbrosas para la caza furtiva. El catre era un apelmazado montón de paja sobre el suelo encharcado y una arpillera desgarrada malcubría la única abertura de la cabaña. Oyó voces masculinas que llegaban desde el bosque. Poco después tres sombras informes se adentraron en la espesa atmósfera del cuartucho. Eran sólo tres machos en busca de una rápida descarga, uno de ellos acarreaba una gallina. No era la primera vez que iban, si no éstos, otros, para ella eran todos iguales. Sabía lo que querían. Y le daba lo mismo, su interés se concentraba en la gallina, en otras ocasiones había sido un trapo, algo de calderilla, un cacho de carne. Se tumbó en el suelo, abrió las piernas y se levantó la falda. Los visitantes la penetraron por turnos, y ella permaneció mansa y ausente, con la mirada perdida, como cualquier hembra de mamífero en la misma circunstancia. Ni se fijó en el bulto que se escurría con rapidez hacia el exterior.

La hija de la nodriza era una criatura escuchimizada de ojos tristes que tenía miedo de aquellas voces graves con sus risotadas oscuras. Mientras esperaba afuera, la gallina salió violentamente despedida de la choza. Había intentado picotear algo creyendo que era un gusano de grosor increíble, más que apetitoso, y el hombre le había largado una patada feroz. Escapó ofendida, cacareando y batiendo las alas. Una vez en el exterior y ya algo repuesta de la agresión, se contoneó acomodándose una pluma despeinada. La niña la estudió unos segundos con mirada solemne y luego saltó sobre ella como una pequeña sabandija. La agarró muy fuerte y le apretó el vientre; de allí saldría un huevo, y eso se comía.

En el cuarto caldeado de la mansión Ubach se derrumbaron un par de troncos. La efímera estela de luces estrelladas dibujó un embudo que giró y danzó cuando el viento lo aspiró chimenea arriba. La muchacha despertó de su pequeño trance sin experimentar ninguna emoción. Sus recuerdos eran tan sólo visiones sin continuidad temporal, cuadros inconexos que se materializaban y desvanecían en la espesura. El hambre y el frío habían sido lo único real y persistente en su vida, todo lo demás discurría en la ceguera de un pozo inarticulado.

Sin embargo, las joyas eran tangibles. Las acercó al fuego, una tras otra. Las colgó encima de las llamas, balanceándolas despacio, hechizada por los cambiantes resplandores que despedía el oro. Pensó en el ser que dormía en la habitación contigua, también aquella felicidad era real. Y también refulgía como el oro. Poco antes le habían dado carne y vino, no tenía hambre ni frío. La novedosa sensación de bienestar físico y mental era absoluta. Se alojó en ella y adquirió la solidez de una certidumbre, único credo que a partir de ahora debía preservar.

ACTO SEGUNDO
Esperando a la señorita

El sol de siempre estaba de vuelta después de aquel día en que se habían sucedido tan insólitas tormentas. Era una bella tarde de finales de marzo, un puro presentimiento de primavera.

El jardín verdeaba sin mácula, resplandeciente como una patena pulida por vírgenes. Ni una mota de polvo en pitas y palmeras, tampoco sobre la rocalla porosa. Había caído tanta agua que el estanque rebasaba, los nenúfares habían ensanchado horizontes y sus platos redondos flotaban por los alrededores. Los peces, en cambio, se habían batido en retirada y aguardaban, amontonados en el fondo del estanque. Estaban tan perplejos ante el insólito despliegue líquido que ni la amigable sombra de la cocinera echándoles unas migas de pan, los animó a salir. Temían extraviarse si subían a la superficie desbordante.

Rita se sentía culpable. Había utilizado un pretexto muy poco plausible para escapar de las dependencias del servicio, donde el trabajo era considerable. Necesitaba unas hierbas aromáticas, una fruslería de nada. Lo normal hubiera sido mandar a las criaditas, pero las puso a pelar montañas de verduras y salió ella misma. La llamada del día era irresistible.

Ya se había agachado frente al oloroso parterre. Las plantas, trémulas como jóvenes recién acicaladas para el primer baile de la temporada, despedían un batiburrillo de aromas que su olfato avezado discernía sin titubeos. Aún hacía demasiado frío para la albahaca pero ya florecía el orégano, el tomillo estaba en buen punto, y romero y perejil habían sobrevivido a los rigores del invierno. Cogió tallos frescos de aquí y allá, y algunas intrusas partieron hacia el exilio; tenía un pique personal con las malas hierbas. Luego arrancó unas hojas de laurel. El arbusto, que había plantado ella misma, le había mostrado su gratitud dando un buen estirón en la primera temporada. En un par de años su silueta leal protegería la entrada de la cocina. Ató el precioso ramillete con una de las cintas que llevaba siempre en los bolsillos del delantal. Se irguió y la cabeza le dio un par de vueltas rodando tras la huella de agradables recuerdos. Tenía la mente embotada y los sentidos avivados —acreditada paradoja, resultado del mucho sexo y poco sueño— pero los placeres vividos superaban los estragos del cansancio. Su corazón estaba colmado, en perfecta disposición para recibir las tibias ráfagas que iban y venían a tenor de la ligera marinada.

Sentada en el borde del estanque, miró a su alrededor. Parecía una herejía volver a los oscuros interiores. Olvidó sus sentimientos de culpa y, mientras echaba las últimas migas de pan a los peces, buscó otra ocupación, real o inventada, para seguir fuera de la casa. Su rostro se iluminó al pensar en el invernadero, se acercaría a revisar los planteles nuevos. Hacía un par de semanas que había preparado los semilleros de verano y ya asomaban las cabezas gemelas de los cotiledones. Pasados los peligros de una oleada de frío imprevisto, los sacaría del espacio acristalado y los mandaría al ancho mundo, en este caso el huerto, para que espabilaran. Durante un par de meses los jóvenes calabacines, tomateras y berenjenas convivirían con veteranas escarolas, coles y otros habitantes de invierno. Avanzaría la estación calurosa, las grandes adoradoras del sol ganarían la plaza, y entonces la coloreada paleta de vegetales estivales pintaría el bodegón más alegre de todas las estaciones del año. Melones elípticos y redondas sandías, pimientos como arracadas y pepinos tubulares, se entrelazarían con la carne roja de los tomates, los bellos pétalos lilas de corazón amarillo de las berenjenas, y las llamativas flores y zarcillos trepadores de las alubias.

Los semilleros tenían una biografía conflictiva. El primer invierno que Rita pasó en la casa los dispuso en cacharros llenos de tierra que desparramó por todas las aberturas susceptibles de recibir un rayo solar. Y, cada vez que miss Lucy intentaba asomarse a una ventana o a un balcón, se topaba con un bosque de tallos y hojas cuya altura y frondosidad crecían a velocidades alarmantes. La afición de la gobernanta por la botánica no iba más allá de la contemplación romántica o, como mucho, la mera observación en beneficio de alguna de las manualidades a las que era afecta. Su sentido del orden y escaso talento para improvisar le impedían simpatizar con el espíritu creativo que animaba a la cocinera. Los vegetales se compraban a cualquier hortelano, vivían rodeados de ellos, y los semilleros dando tumbos por la casa estorbaban. Así se lo comunicó a Rita —con el mayor tacto posible, o eso creyó ella—, pero la cocinera, que era susceptible y cabezona —como todos los artistas, por otra parte—, se le declaró en franco amotinamiento. Lo hizo a su modo simple y campesino: dijo que sí a todo y luego hizo lo que le dio la real gana, o sea, nada. La desobediencia creaba un precedente peligroso y durante unos días hubo cierta tirantez en las dependencias del servicio. La gobernanta iba más tiesa que una pica, el mercurio de la cocinera se disparaba al menor contratiempo, y las doncellitas, eslabón más débil en la cadena jerárquica, lloraban tras los muebles porque todas las regañinas caían sobre ellas. La señora descubrió un día a Juana hecha un mar de lágrimas encima del empapado trapo de fregar suelos y así fue como se enteró del mal humor imperante. Cuando acabó de reírse, llamó a la cocinera y le ofreció una parte del invernadero para que criara a su progenie en paz.

La moderna estructura de acero y cristal había sido un obsequio de León a su esposa en el primer cumpleaños de su vida de casados, y a Rita ni se le hubiera ocurrido que sus semilleros pudieran vivir en un lugar sofisticado que albergaba plantas delicadas y exóticas con obvios títulos nobiliarios. Pero Inés insistió en que sus orquídeas, marquesas y bombacáceas no se sentirían desmerecidas al compartir espacio con tomateras y berenjenas que en ningún caso pretenderían competir con ellas. Desconocía los íntimos pensamientos de aquellas damiselas, pero si tenían la desfachatez de comportarse como unas esnobs, ya se encargaría ella de bajarles los humos. Se liberaron unas cuantas estanterías, y las aristocráticas y ociosas plantas se apretujaron para dejar espacio a los proletarios y muy laboriosos vegetales.

A veces las dos mujeres coincidían en el espacio atestado de hojas gigantescas y complicadas flores pulposas demasiado caprichosas y perfumadas. Se asemejaban algo a la señora, pensaba Rita. Aunque con una diferencia, y es que su ama podía ser afectuosa y comunicativa además de antojadiza. Claro que eso sólo se podía saber viviendo a su lado, pues abajo, en la colonia, la tenían por altanera. Nada más lejos de la realidad. Y qué decir de lo bonita que era. Ella se quedaba encandilada viendo sus gráciles movimientos cuando preparaba injertos, sacaba hojas muertas o revolvía la tierra de las macetas para oxigenar las raíces de sus plantas. Vestida con una bata floreada llena de bolsillos por los que asomaban tijeras, podadoras y bramantes, y con las pequeñas manos enguantadas en piel verde, resplandecía más que si estuviera cubierta de seda y joyas.

A la cocinera le gustaba que le contaran cuentos, y el ama satisfacía su vena infantil explicándole los orígenes, azares y largos viajes de las plantas. Que los pimientos se llamaran
capsicum
y las tomateras
lycopersicum
era asombroso; que encima hubieran cruzado todo un océano, junto con las familiares patatas, para terminar aterrizando en una de sus cacerolas, superaba cualquier novelería y bastaba para que la mujer sintiera una profunda y perdurable admiración por las tierras de ultramar.

Ella ya sabía algo de América porque su único hermano había emigrado a Cuba. Siempre había sido un culo de mal asiento. Ya de mozalbete aseguraba que la vida de provincias le oprimía como una tumba, y no paró hasta que los ahorros de la familia se invirtieron en un billete de barco que según él iba a hacer la fortuna de todos. Estaba aún por ver si la inversión sería o no rentable, pero en el ínterin el chaval se había hecho hombre, había desarrollado mucho mundo y, sobre todo, mucho verso. Sabía bien cómo camelar a su bonachona y crédula hermana menor, y adornaba sus numerosas cartas petitorias con vívidos relatos repletos de mulatas de chocolate y hamacas que danzaban entre la lujuriosa vegetación.

En el invernadero había una estufa de leña a la que ese día se sumaba el calor atrapado en la estructura de cristal. La humedad, pegada al techo de vidrio, hervía bajo los rayos solares, se evaporaba, caía en polvo de lluvia bañando el exuberante follaje y luego se condensaba de nuevo para reiniciar todo el proceso. Aquella atmósfera era lo más cercano al trópico que Rita viviría jamás. Ella ya tenía la vaga idea de que todo el vasto continente americano era como un invernadero reproducido hasta el infinito, pero en ese momento hizo otra asociación. Humedades y vapores la condujeron a ciertos instantes álgidos de la noche anterior. Sintió unas deliciosas cosquillas, y a continuación una incontenible marejada de lujuria la dejó traspuesta y jadeante en medio de las jóvenes tomateras (obviando que las pobres no tenían edad de asistir a espectáculos sólo aptos para adultos).

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