Read Adorables criaturas Online

Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

Adorables criaturas (8 page)

BOOK: Adorables criaturas
13.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Tessa se incorporó de un salto y su cuerpo se mostró sin remilgos. Era un desnudo consistente y bien construido que no tenía nada de indeciso. Y las palabras con que la joven notificó estar en días peligrosos antes de ocultarse tras el biombo cercano fueron igual de concretas. Álvaro la apremió dándole una amistosa palmada en el trasero. Un embarazo hubiera sido una catástrofe para ambos. Luego se repantigó en la cama. Encendió un cigarrillo y dejó vagar su mirada por la habitación.

Conocía bien el cubículo, llevaba unos meses entrando y saliendo de él con la regularidad bisemanal de un macho que visitara su madriguera favorita. Era una habitación pequeña, poco iluminada y austera. El biombo, regalo de la hermana rica de Tessa, daba el único toque de lujo y modernidad a la pieza. Representaba un paisaje oriental de cerezos en flor y separaba el dormitorio de un angosto espacio en el que cabía justo una cocina de carbón, también estufa en invierno, y una pica para el agua.

Cerca de la cama de hierro había estanterías con libros, una cómoda con cajones, y una mesa llena de libros y papeles por entre los que sobresalía una Remington. Tessa solía decir que sin su máquina de escribir no era nada, y a él le resultaba divertido —y contradictorio— que se presentara a sí misma como una intelectual y luego fuera puro desenfreno en la cama. La reflexión le sugirió una idea granuja.

—Tessa. ¿Has pensado alguna vez…? —Y se detuvo, soñador.

La voz susurrante de ella le contestó tras el biombo:

—Pienso bastantes veces, más a menudo de lo que tú crees —rió—. ¿En qué tengo que haber pensado?

—Sólo yo sé lo que escondes bajo tu horrendo traje de reformista. —El «yo» le salió fatuo con toda naturalidad. Inevitable vanagloria del cazador, el halago se dirigía más a las habilidades de quien manejaba la escopeta que al valor de la pieza adquirida.

Tessa asomó y se esfumó por entre los cerezos en flor como el busto de un polichinela. Llevaba una jeringa de considerable tamaño en la mano y apuntó al hombre con ella.

—No es horrendo. Es limpio y práctico. Y no escondo nada.

—Oh, sí. Sí escondes. Una piel suave como terciopelo. Un cuerpo cálido, acogedor…

El químico tenía ramalazos de artista. Por desgracia, la noble aspiración no venía confirmada por ningún talento específico, al menos en el campo literario. Se ceñía, en exclusiva, a su apariencia bohemia y a transitorios prontos poéticos cuya intensidad solía depender de la cantidad de alcohol ingerida antes o durante la exhalación. Esa noche, embriagado por su reafirmada capacidad de liderazgo, se sentía particularmente inspirado.

Mientras el trovador desgranaba el listado de virtudes que adornaban a su amante, el objeto de tan arrebatados transportes estaba ocupado en menesteres mucho menos románticos. Sobre la pequeña estufa de hierro humeaba una cazuela con agua. Tessa se sacó la esponja anticonceptiva de la vagina y la lavó sobre el fregadero. Con el agua caliente que sobraba llenó por completo la jeringa, colocó una palangana en el suelo y se puso medio acuclillada, a horcajadas sobre ella. Metió la jeringa entre las piernas, se irrigó varias veces, y dejó que el agua y los posibles residuos de semen fluyeran al exterior hasta estar segura de haber quedado limpia. Era inevitable que algo de aire entrara en el conducto vaginal durante el proceso, y el ruido de las pequeñas propulsiones ventosas se añadió al del agua.

Los sonidos llegaban con claridad a oídos de Álvaro. Con el tiempo habían llegado a ser familiares y ya no se preguntaba a qué acciones concretas respondían. En realidad, prefería ignorarlo, un poco porque el toque de misterio salpimentaba la aventura clandestina, un mucho porque, como casi todos los hombres, sentía un sensato espanto ante los complejos recovecos de la biología femenina. Nunca indagó, Tessa jamás se explicó. Y él seguía monologando, en más de un sentido.

—Pechos como frutas maduras. Grupa generosa…

Las metáforas eran trilladas pero se basaban en hechos empíricos. Describían con precisión una silueta de curvas muy tangibles y, sobre todo, disponibles a cualquier hora y en cualquier posición. A Álvaro le excitaba la idea de fornicar bajo la luz diurna casi tanto como la posibilidad de poner a la mujer a cuatro patas, y penetrarla por detrás mientras se agarraba a unas caderas imperiales que encajaban sus embestidas con húmeda calidez pero firmeza igualitaria. Los horarios desordenados eran propios de una meretriz y, en cuanto a la postura animalesca, ninguna dama de aquella ilustrada ciudad, por librepensadora que fuera, se la hubiera permitido. Pero aquella muchacha había sido educada en el extranjero y se atrevía con actividades sexuales que la mayoría de sus compañeras de género no hubiera osado ni nombrar. No se inhibía a la hora de dar y pedir placer. Era una amante fogosa que daba la bienvenida a nuevas experiencias. Él gozaba, ella gozaba, el arreglo era equilibrado.

La sufragista presentía que los cumplidos de su compañero de lecho no valían gran cosa, ni en verbo ni en contenido, pero aun así la emocionaban. Le resultaba increíble que un hombre tan atractivo y solicitado como Álvaro la hubiera elegido a ella, y luchaba en vano contra sentimientos degradantes como la gratitud y una abyecta humildad. No lograba superar sus complejos. A lo más que alcanzaba era a mantener las formas, a simular camaradería cuando en realidad estaba dolorosamente enamorada, tan desvalida como una adolescente en su primera aventura.

Traspasó el biombo florido justo a tiempo para oír el remate final de la oda.

—Ah. Y el sexo, volcán de lava y brasas.

Estaba tumbado en la cama, desnudo y despatarrado, la ceniza del cigarrillo a punto de caer sobre las sábanas (tan difíciles luego de lavar). La previsible conclusión lírica la hizo sonreír, no iba a ser ella quien le contradijera. Le acercó justo a tiempo un cenicero y, de paso, se echó a su lado. Acarició el pecho velludo, su masculinidad la conmovía de manera absurda, como si él fuera el primer y último varón existente sobre la Tierra. El pene respondió al momento, era un interlocutor que no fallaba. También eso la conmovió, en su candidez femenina conservaba una fe inquebrantable; creía que la celeridad de la respuesta física guardaba relación con la intensidad de los afectos.

Álvaro apagó el cigarro, bostezó, se sentó en la cama y alargó una mano hacia la ropa. Tampoco hoy se quedaría a dormir. Tessa se tragó la desilusión y se vistió en paralelo, dándole la espalda. No quería que leyera su rostro y simuló desapego soltando un adiós brusco sin tan siquiera mirarle. Él se dio cuenta, discernía más que ella lo que cruzaba por su cabeza, pero no cedió. Simple cuestión de honradez, se justificaba, persuadido. No deseaba darle alas, y con tan graciosa huida ratificaba el significado de su vínculo. Llana amistad con sexo, no más.

Acabó de vestirse. Bajo los pantalones, tirados de cualquier manera, apareció un pequeño baúl a medio llenar. Lo había olvidado, su amante se iba una temporada con la familia. El recuerdo le contrarió. Como un niño malcriado, se había acostumbrado a los coitos semanales, tan saludables y prácticos. Salía de ellos descansado, con la mente ligera, listo para atender sus muchos asuntos sin las molestas distracciones suscitadas por los apremios del deseo insatisfecho.

—No vayas. Deja que se las arregle sola. Tiene marido, dinero y criadas.

Estaba fastidiado y el timbre le salió autoritario. Tessa calló, dejando que rumiara su pueril humor. La salida de tono no le había desagradado, pues interpretó que él la iba a echar de menos. Cosa bien cierta, pero no por los motivos que ella quería suponer. Como tantos amantes, vivían instalados en un perpetuo malentendido.

—¿Cuánto tiempo vas a estar fuera?

La pregunta no era neutra sino posesiva y Tessa tuvo un amago de coquetería. Podía hacerle sufrir. Cualquier fémina un poco lista hubiera apostado por esta estrategia elemental. Pero no ella, había elegido caminar por la vida a pecho descubierto. No recurriría a tretas superficiales para agradar o retener a un hombre.

—Unos tres meses. Te escribiré. ¿Contestarás?

—Veremos, esto es un abandono en toda regla. —Continuaba enfurruñado y se fue sin un último beso de despedida.

Tras su partida, la realidad de la noche se precipitó de modo brusco. La habitación estaba helada y las cuatro velas acentuaban la sensación de desamparo. Tessa sintió una tristeza familiar que aceptó con fatalismo. Se valoraba en su justa medida, no se hacía ilusiones respecto a sí misma. Había elegido la emancipación, pero eso no significaba que estuviera preparada para ello. La lucidez con que asumía su fragilidad emocional la ayudaba a situarse y a comprender las reglas de la partida. No tenía otros recursos que los que ella misma se procurara.

Dejó de lado cualquier tentación autocompasiva. Se envolvió en un chal, protegió las manos con gruesos mitones y se sentó frente a la reconfortante Remington. Encendió un cigarrillo, preparó papeles y diccionarios, y puso una hoja de papel en la máquina. Se ganaba el sustento como traductora y por aquel entonces tenía varios encargos entre manos. Un par de folletines góticos, auténticas bobadas, y un grueso tomo sobre metalurgia. Nunca mejor dicho, pues era un perfecto plomo. Dudó un poco, pero no escogió ninguno de ellos.

Abrió otro,
Vindication of the Rights of Woman
, de Mary Wollstonecraft. La traducción de la pionera y feminista inglesa no le reportaría ningún beneficio económico, pero sí mental. Y tenía la esperanza de que alguna editorial se animara a publicarlo.

La educación que reciben las mujeres no es digna de tal nombre. Lo poco que aprenden durante los años esenciales de su vida sólo concierne al arte de agradar. Futilidad absoluta. Si no se cultiva la inteligencia, todos los encantos resultan superficiales y monótonos.

El doctor no se va

La duodécima campanada del reloj de la biblioteca proclamó que la hora ya no era decorosa. El doctor Samuel dejó su copa sobre la mesita suplementaria y bosquejó un movimiento, amago de irse, que no hubiera engañado ni al recién nacido que dormía en el piso de arriba. Tal y como esperaba, el educado dueño le ofreció pernoctar en la casa. Aceptó la proposición con descarada familiaridad.

El médico se acogía muy a menudo a la hospitalidad ajena aunque la generosidad de sus pacientes no le inspirara especiales sentimientos de gratitud. La consideraba una prolongación natural en pago de sus servicios, parte de los cuales cobraba en metálico, parte en especies. El arreglo no estaba pactado, pero él lo daba por sentado, un acuerdo tácito entre gentes de mundo. Al fin y al cabo, era mucho más que el médico de la familia; era consejero, amigo, confesor.

Miss Lucy asomó un instante para desear las buenas noches. Había previsto que el médico se quedaría. El dormitorio verde, su preferido, ya estaba preparado. Y Macario, enterado de que tendría que llevarle de vuelta a su casa a primera hora de la mañana pero no antes de las diez. Pues, como bien puntualizaba él, ninguna de sus pacientes existía, ni metafísicamente hablando, hasta después de esa hora. El doctor vivía en la colindante ciudad de provincias y pasaba consulta en su propio domicilio. Atendía a una escasa docena de familias ricas, flor y nata de la región, y su despacho era un hervidero de actividad social liderado por una bandada de damas charlatanas; cotorras que por alguna razón ignota sufrían muchos más trastornos que sus atareados maridos.

El ámbar del coñac y las plumas del sillón le tenían atrapado, se sentía mucho mejor allí que en su propia casa. Una perla, aquella gobernanta inglesa: fiel, discreta y eficaz a carta cabal. De todos los hogares que Samuel atendía, el de los Ubach era de lejos su favorito. Funcionaba como un reloj y había que concederle el crédito a la anglosajona. Claro que también la cocinera —nativa— era esplendorosa, capaz de ennoblecer cualquier yantar con toques de magia pura. Se la envidiaba, y mucho, a León; la suya era incapaz de superar una prehistórica etapa garbancera. Un par de veces había estado en un tris de acercarse a Rita para proponerle insidiosamente una cantidad más alta de la que recibía allí, pero se había retraído. Jamás podría superar la oferta. Era bien sabido, y motivo de reprobación general, que León pagaba sueldos astronómicos a su servicio doméstico. Ítem más, el doctor tenía impulsos de rata almizclera, mientras siguiera frecuentando la mesa de los Ubach gozaba de los servicios de la talentosa cocinera sin necesidad de rascarse el bolsillo.

Hacía ya un rato que los temas de conversación usuales se habían agotado y, en vista de que su huésped seguía amarrado al sillón y a la copa, León le preguntó cortésmente por la familia, en este caso consistente en un único miembro pero de mucha enjundia.

El médico adoraba a su progenitora, nonagenaria que en cualquier momento iba a morir pero que no se acababa de decantar hacia el definitivo tránsito, entre otras cosas porque intercambiar este valle de lágrimas por el de Josafat le parecía un pésimo negocio. La buena mujer era de armas tomar. Calculadora y autoritaria, había martirizado a su consorte, a su único retoño y a todos cuantos habían tenido la desgracia de rondar por los aledaños. Liquidado el marido, que feneció en olor de santidad, y ahuyentado el remanente de la parentela —asimismo extraviada en combate—, reagrupó energías y se concentró en el bienestar de Samuel. Con el tiempo, la mujer había ido encogiendo. Envuelta en mantillas y chales de ganchillo, semejaba una suave crisálida de la que un espíritu con alas de mariposa escaparía volando el día menos pensado. Falsa suposición; la anciana señora tenía la clara intención de vivir eternamente, y desde su muelle hábitat continuaba manejando casa, sirvientes e hijo con mano férrea.

Su devoto vástago estaba aclimatado. Era un animal de hábitos fijos y se resistía a aceptar que el curso biológico natural cambiaría la situación en cualquier instante. Ahora bien, si le preguntaban no tenía más remedio que admitirlo: la muerte de su señora madre era, más que probable, segura. Tan desagradable pensamiento le provocó un suspiro que hubiera elevado un aerostático. Se quedó sin palabras y entonces meneó la cabeza con pesadumbre. Esperaba oír al menos algún murmullo comprensivo de su interlocutor pero éste permaneció callado; no tenía la menor intención de alentar confidencias o escarbar en la vida privada de sus empleados. El médico pasó por alto el silencioso aviso y tomó aire con el manifiesto propósito de ensalzar a quien le había traído al mundo. León no estaba dispuesto a encajar un ditirambo de amor filial, menos a medianoche, y se apresuró a introducir un nuevo asunto:

BOOK: Adorables criaturas
13.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

El asesino del canal by Georges Simenon
Breaking Ties by Tracie Puckett
New West by BA Tortuga
Kamikaze Lust by Lauren Sanders
The Wives (Bradley's Harem) by Silver, Jordan
The Purity of Blood: Volume I by Jennifer Geoghan
Fallen for Rock by Wells, Nicky