—Buen aliento. Dientes blancos y encías rosadas —dijo, cantarino—. Parece fuerte.
El hombrecillo cazó la ocasión al vuelo.
—Sí, señor. Fuerte como un roble, ella es… —declamó en tono de vendedor de feria. Pero el doctor le silenció en el acto.
—¡Cállate! La última que me trajiste tenía sífilis.
Miss Lucy se estremeció como las hojas de glicinia que en ese mismo instante asomaban, titilantes de agua, desde la fachada. También León se vio forzado a reaccionar, la palabra era demasiado fuerte para ser ignorada. Levantó los ojos del libro.
—Un poco de consideración, Samuel —advirtió en tono de reproche.
Pero el doctor no estaba para finuras. Abrió la camisa de la mujer y tomó sus dos pechos con ambas manos, uno en cada palma, sopesando el volumen con expresión reconcentrada. Luego estudió aureolas y pezones. Pellizcó estos últimos y los estiró hacia afuera, volvió a meterlos hacia dentro, los estiró otra vez. Tocaba a la mujer con frialdad técnica, y la aspirante a nodriza le correspondía con similar espíritu, manteniéndose imperturbable ante el manoseo. Ni pestañeaba, sólo miraba sin ver, con los ojos huecos. Todo lo contrario le sucedía a miss Lucy, que ya no sabía dónde posar los suyos. El niño dormía, apacible, en sus brazos, pero ella estaba tensa e incómoda. Se alejó hacia la ventana, simulando un repentino e intenso interés por el jardín y los sucesivos chubascos que lo azotaban.
Los pezones superaron la revisión con nota alta.
—Tienen buen tamaño. No están hundidos ni sobresalen demasiado —anunció el doctor a quien quisiera escucharle—. Miss Lucy, acérqueme un vaso, por favor.
Tuvo que repetir la petición tres veces antes de que la turbada institutriz le pusiera en la mano lo primero que halló, una copa panzuda de cristal tallado. El médico emitió un ligero carcajeo, era la que utilizaba para tomar su digestivo habitual de sobremesa, no dejaba de tener su gracia. Aún riéndose, la colocó bajo el pezón de la nodriza y, sosteniéndola con la mano izquierda, se dispuso a ordeñar el pecho con la derecha.
Los aires de suficiencia del hombrecillo se desinflaron al instante. Ésta era siempre una etapa muy delicada y no precisamente por motivos profesionales. El examen sería un éxito, él elegía bien la mercancía que vendía. Su problema era muy otro: le excitaban hasta el delirio las hembras que rezumaban leche. Cuerpo y alma se le enajenaban viendo esos pezones como esponjas empapadas, rebosantes de un líquido opalino que se le antojaba divino (nada que ver con la vulgar leche vacuna).
Notó que se le acortaba el resuello. Malo. Algo, en sus partes bajas, se desperezaba. Su virilidad, que en otras circunstancias gustaba de exhibir con orgullo, le traicionaría manifestándose de forma evidente. Ya le había pasado alguna vez con resultados muy embarazosos, en especial de cara al negocio, pues regatear con la bragueta abultada le colocaba en situación desventajosa respecto al cliente. Y encima el trastorno le obnubilaba y menoscababa su astucia. Fantasías y dinero no iban juntos a ninguna parte. Acongojado, intentó distraer la lujuria pensando en pesetas contantes y sonantes.
La experiencia y maña del doctor dieron el resultado esperado. Como por arte de magia, en las aureolas de la chica se abrieron decenas de agujillas por las que brotaron hilos de estaño. El médico esperó a tener la copa medio llena y luego la levantó hacia la lámpara para analizar color y textura a contraluz. Ni demasiado clara, ni demasiado cremosa, color blanco azulado y límpido. Cabeceó, satisfecho, y se llevó el recipiente a la nariz. Olfateó y volvió a asentir ante la tibieza aromática del líquido. Luego se lo llevó a la boca y bebió un largo sorbo paladeando con lentitud.
León le observó, irritado. Sospechaba que su médico se regodeaba demasiado, alargando una situación que se hubiera podido ventilar en escasos minutos. Samuel se dirigió a él mostrando la copa con sonrisa complacida.
—Excelente. Sedosa, un poco azucarada. ¿Quieres probarla?
León se apresuró a rechazar la oferta:
—No, gracias. Confío en tu paladar. Me consta que sabes apreciar lo bueno.
Las palabras llevaban su aguijón, el médico era comensal fijo de la casa y más gorrón que gorrión. Pero él las aceptó como un halago, carecía por completo de susceptibilidad. Abandonó la copa usada sobre una mesa y señaló uno de los muros de la habitación al intermediario.
—Que se ponga de pie allí.
El hombrecillo tradujo la orden y la nodriza obedeció como un animal bien adiestrado. Se acercó a una de las estanterías y apoyó la espalda sobre los libros. El doctor abrió su maletín, sacó un tarro de vaselina y un par de guantes de algodón que se puso con parsimonia. Tomó luego un cojín del sofá, lo tiró frente a la campesina y trató de arrodillarse en él. Algo más fácil de decir que de hacer. El hombrecillo acudió, oficioso, en su auxilio, pero su mínimo cuerpo casi se vino abajo al sentir el peso que le quintuplicaba apoyado en él. Más que una hincada de rodillas, el acto revistió las características de un derrumbe en toda regla.
Ya ubicado, el doctor se untó las manos enguantadas con vaselina y las metió bajo la camisa de la campesina. Con una de ellas le palpó el vientre, mientras con la otra hurgaba a conciencia fuera y dentro del sexo. Labios exteriores e interiores estaban lisos y en ninguno detectó bultos ni llagas sospechosos. En el conducto vaginal no encontró oposición. Las paredes eran elásticas y estaban bien lubricadas, y sus dos dedos pronto sintieron la entrada de la matriz. La intimidad del reconocimiento no conmovió un ápice a la campesina. Permaneció serena y vacua, su mirada atravesaba al doctor como si la corpulenta humanidad fuera un gas invisible. Sólo insinuó una fugaz mueca de crispación al notar los dedos tratando de forzar la entrada de su útero.
El ritual escatológico tampoco alteró la atmósfera cultivada de la biblioteca ni su civilizado olor a cuero, papel, cera y éter. Los libros, cuadros y mariposas no se inmutaron. Y las córneas cristalinas de hurones y martas siguieron mirando en otra dirección mientras su propietario hacía lo mismo, sumergido en mundos literarios mucho más poéticos que ése.
Sólo la institutriz se sintió ofendida por lo que veía. Primero se ruborizó, su cutis mudado en una fresa más que madura; casi fermentada, violácea. Después pasó a un pálido cerúleo y de ahí progresó de camino hacia la transparencia definitiva. Cuando estaba ya llegando a un estado casi vaporoso se le escapó un pequeño gemido.
León levantó los ojos del libro. Conociéndola, supo que iba a desmayarse de un segundo a otro. Se caería al suelo con el niño que tenía en brazos y la escena adquiriría tintes de melodrama barato, género que el doctor adoraba pero él detestaba. A regañadientes, abandonó asiento y lectura y tomando a la inglesa del brazo la condujo hasta la salida.
—Será mejor que espere usted fuera,
miss
.
Tras la puerta hubo un rápido revuelo de ropa femenina cuando las dos pequeñas espías, que habían estado con la oreja pegada, huyeron a todo correr. La gobernanta no tuvo ánimos para reprenderlas. Se había dejado conducir, pero aún llevaba al niño en brazos y lo levantó un poco para hacerlo notar.
—Cógelo tú —ordenó León al hombrecillo.
Éste aprovechó para saludar con una reverencia al dueño de la casa. Por fin. Pero hacerse el ceremonioso con un lactante en brazos no era fácil, y al lado de la prestancia señorial del que pretendía homenajear semejó más raído y servil que nunca. Desde sus alturas, León le miró con escasa benevolencia, otro tanto hizo con el doctor Samuel.
Aunque por motivos distintos a los de la gobernanta, a él tampoco le agradaba lo que sucedía. No comprendía por qué tan indecente exhibición tenía que hacerse en
su
presencia y en
su
biblioteca, y no en el dormitorio del niño o, mejor aún, en el cuarto de baño del servicio. Pero Samuel había insistido en que su asistencia era forzosa y el trámite requería de un ambiente masculino. «De negocios», había dicho textualmente, pues el hombrecillo no se tomaría en serio otro protocolo que no fuera éste. Siempre según el doctor, el personaje era un rufián y había que andarse con mucho cuidado para que no les diera gato por liebre. Pudiera ser que la leche de la nodriza fuera mala o estuviera ya mermada, incluso que la mujer intentara ganarse un sobresueldo amamantando en secreto a otro niño fuera de la casa. Claro que esto último era un absoluto dislate, estafa imposible viviendo en la colonia, pero León ni se tomó la molestia de contradecirle. La exhaustiva enumeración de desgracias susceptibles de caerle a un hogar si la elección de la nodriza no se hacía con el debido esmero le había provocado tal saturación, que optó por decir que sí a todo con tal de que Samuel le dejara en paz. Ahora se arrepentía de ello. Demasiado tarde. Sólo cabía esperar que lo que restaba por hacer se hiciera con la mayor brevedad posible.
Se volvió hacia él y perdió toda esperanza. Había colocado a la mujer de espaldas y le estaba examinando el ano con ritmo pausado. Era evidente que no tenía ninguna prisa, y exterior e interior del desagradable agujero también fueron visitados a conciencia. Finalizada la inspección, retiró las manos e intentó levantarse del almohadón. Una vez más el acto se presentaba más fácil de decir que de hacer, y de nuevo el hombrecillo se apresuró a acudir en su auxilio. Usándolo como muleta, el doctor consiguió por fin izarse, no sin antes emitir un buen concierto de crujidos; sus frágiles andamiajes óseos no estaban diseñados para sostener tal cantidad de grasa. Tras reponerse del desplazamiento espacial, lanzó el diagnóstico:
—Todo está donde debería estar y todo está en orden. No hay patología venérea.
—Lo celebro. ¿Me es lícito preguntar cuánto más va a durar este circo? —El dueño de la casa se permitió ser claramente mordaz. Al fin y al cabo, financiaba el espectáculo.
—Un minuto y habremos terminado. —Samuel se quitó los guantes y los arrojó al fuego.
La vaselina crepitó con alegría mientras él se acercaba al niño, le apartaba la mantilla y le auscultaba. Acabó dándole unos toquecitos en la barriga.
—Tú comes más que yo, bandido.
Al crío le agradaban las caricias y gorjeó con vivacidad, evento que el hombrecillo aprovechó para meter cuchara, cuestión de ir barriendo para casa.
—Ni que lo diga. Come más que usted y que yo juntos. La leche de su madre es…
—¿Está casada? —León se había acercado a la campesina y la estudiaba sin ninguna emoción. Se había dado la vuelta. Seguía apoyada en la estantería, con la camisa abierta y los pechos al aire.
El hombrecillo apartó la mirada e hizo un visaje ambiguo. Samuel lo advirtió y se frotó las manos con anticipado placer; sabía lo que eso significaba.
—Contesta al señor, ¿está casada?
Su interlocutor rehuyó la pregunta:
—Es una buena chica —afirmó, musitando.
—¿Tiene o no marido? —insistió León, en un tono que exigía un monosílabo por respuesta.
Acorralado, el intermediario bajó los ojos y denegó. Samuel disparó un bufido sobreactuado. Tenía la mente puesta en la negociación y la soltería de la campesina los colocaba en el buen carril para devaluar la pieza. Pero una vez más el cliente le desbarató el juego mostrando sus cartas a la primera.
—Tanto mejor —dijo León sin ambages—. Nos ahorraremos visitas inoportunas.
Samuel deploró el error táctico y trató de enmendarlo haciendo un aparte con él:
—Esto no me gusta, Inés…
—Inés es una mujer de mundo —atajó León—. ¿Sirve para nodriza?
—Tiene mucha leche, y de calidad —concedió a regañadientes el médico.
El industrial echó una última mirada a la chica. Luego desplazó sus ojos al niño.
—¿Y el hijo?
El hombrecillo le explicó el procedimiento habitual. Se lo llevaría de vuelta al pueblo, donde quedaría al cuidado de otra nodriza que se pagaría con parte del sueldo de la chica. Pura falsedad; el niño sería destetado antes de tiempo y él se quedaría con el teórico sueldo. Pero León aceptó las explicaciones y, dando por agotado el tema sanitario, se dirigió a su escritorio para liquidar los aspectos prácticos de la contratación, terreno en el que se sentía mucho más a sus anchas. Samuel se le pegó a los talones, no se daba por vencido.
—Págale menos. Una madre soltera no era lo acordado —susurró, sibilino.
Los intentos del médico no pasaron desapercibidos al hombrecillo. Puso al niño en brazos de su madre y se acercó raudo al escritorio con la obvia pretensión de tratar el asunto sin interferencias peligrosas. Ya hacía un buen rato que había conseguido controlar su desafortunada erección —mero accidente sin relevancia—, se encontraba en plena forma. Volvió a sus cuentas, al valor de los desmanes ornamentales ya calculados añadió la barba perfumada del cliente, el corte impecable de su traje, la expresión algo ausente, las manos que jamás habían rozado una herramienta. Aquel hombre era todo un caballero y según su experiencia los caballeros no regateaban (o regateaban poco).
De súbito le asaltó un pensamiento luminoso. Si conseguía sacarle lo suficiente, por fin podría realizar el sueño de su vida. Se había cansado de andar de aldea en aldea a la caza de muchachas embrutecidas. Lo que él deseaba era retirarse, establecerse con una de esas hembras rozagantes y fundar una familia numerosa. Hacerle un hijo tras otro, no tanto porque le gustaran los niños —incordiaban y eran caros de mantener— sino por el mero placer de ver cómo se hinchaban aquellos pechos para luego vaciarse. En sus fantasías, las múltiples crías mamarían de una teta mientras él lo haría de la otra. Su talla pequeña le favorecería en eso, pues se ajustaría perfectamente al regazo de cualquiera de esas mozas fornidas de cuerpo acogedor. De hecho, en algunas ocasiones había conseguido, previo pago, que sus pupilas consintieran hacer un ensayo general, anticipación del delicioso futuro. Pero estos placeres efímeros y desprovistos de sentimiento no le satisfacían. Lo que él quería era algo fijo, sancionado por la sociedad, y de añadidura amor y comprensión. Se consideraba un hombre sensible, en el fondo un romántico, y cada vez que entregaba a cualquiera de sus muchachas aseguraba sentir puñales revolviéndole las entrañas.
Mientras el hombrecillo rumiaba todo esto, el lactante, mucho más práctico y expeditivo, encontró el pezón de su madre y se puso a chupar con vigor. En pocos segundos el rítmico sonido de la succión llenó toda la biblioteca. Y con esa percusión sincopada de fondo se iniciaron los tratos.