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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

Adorables criaturas (15 page)

BOOK: Adorables criaturas
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León era un hombre con cultura adquirida en la clandestinidad —pocos sabían que chapurreaba francés e inglés bastante bien—, y no ignoraba las últimas tendencias que barrían la Europa civilizada y capitalista. Pero una cosa era saber de su existencia, y otra más determinante palparlas en directo. En Manchester había entablado cierta amistad con un empresario, éste le puso en contacto con la Sociedad Fabiana de Londres y allí, por fin, halló su lugar en el mundo. Desde luego, el discurso debía moldearse, adaptarse al contexto de su país de origen, anquilosado, pobre y atrasado en todos los sentidos. Pero aquel socialismo benigno y paternal, dirigido por élites preparadas, se ajustaba muy bien a sus propias ideas y a su carácter.

Al igual que los fabianos, León creía necesario ofrecer educación, bienestar y oportunidades a los trabajadores para que en el futuro asumieran cargos ejecutivos y tomaran sus propias decisiones. La fecha en que se concretaría este futuro permanecía en una adecuada nebulosa (y, de todas maneras, él tenía la esperanza de no estar allí para verlo). Pero, entretanto, ya había contribuido a la causa creando una colonia modelo, inspirada en los principios de William Morris, figura que admiraba mucho en su vertiente artística (de ningún modo en la política: demasiada radicalidad).

Tessa intuía que a su cuñado le atraían más las formas que los contenidos, más la estética que la política. De ahí que hubiera adoptado con rapidez las modernidades de la primera y llegado a un compromiso prudente con la segunda, abogando por un socialismo aguado y, sobre todo, de lenta —muy lenta— implantación. Pero aun con todas sus salvedades y pusilanimidad, León era lo mejor y más moderno que daban las clases ilustradas del país.

—El programa electoral de los socialistas no incluye la participación de las mujeres en la vida pública —éste era el quid de la cuestión, le recordó Tessa—, y si no participamos no tenemos posibilidad de avanzar.

León refrenó otra vez su impaciencia, quería leer el periódico del día antes de que acabara el día, por redundante que pareciera el deseo. Contestó con toda la ponderación de la que fue capaz, dadas las circunstancias.

—Hay que saber esperar, sólo es cuestión de tiempo y paciencia. Salir a la calle en procesión, repartir folletos y organizar mítines no cambiará las leyes electorales.

—En resumen, calladitas molestamos menos —replicó Tessa, cáustica.

Era eso. Al industrial le repelía el afán de notoriedad de las sufragistas inglesas (poco presumía lo que estaba por venir —y muy pronto—, cuando las militantes pasarían de las palabras a los hechos, encadenándose al Parlamento, arrojando bombas caseras y haciéndose alimentar a la fuerza en la cárcel). Su suegro, en paz descanse, había sido un irresponsable, además de un bala perdida. Jamás debió aprobar que Tessa abandonara el techo familiar para meterse en semejantes berenjenales. Bien estaba que las muchachas fueran modernas y cultivadas, una buena educación era el acabado perfecto en cualquier mujer. Pero de ahí a emanciparse y asociarse con un grupo de viragos vociferantes había un buen trecho. El resultado estaba a la vista. Su cuñada, ya de por sí poco agraciada, andaba por ahí hecha un adefesio, predicando soflamas en ridículas reuniones y confundiendo las esquinas de los dos únicos parques capitalinos con las del Hyde Park. No habría modo de casarla decentemente, desde luego no en la ciudad, donde ya la apodaban «la Inglesa» y corrían toda suerte de rumores desagradables sobre ella.

—Vuestra falta de decoro hace un flaco favor a la causa. Ofrecéis una imagen penosa que provoca rechazo y aversión. Hay que tener paciencia. El sufragio femenino llegará…

Saint-Preux continuaba tutelando la velada. Palabras como «funesto encanto», «tierna compasión», «torrente de dicha» o «suplicio que me devora» formaban un telón de fondo inconsecuente, y quienes discutían cuestiones más serias no les prestaron atención hasta que se interrumpieron de golpe. Samuel había escuchado la última frase de León y eso atajó la rimbombante catarata poética. Su voz se desplomó una octava para estrellarse en el suelo raso con sequedad.

—¿Sufragio femenino? Espero que no. Las mujeres son demasiado nerviosas para entrar en política. Dales el voto y habrá que construir asilos en cada esquina.

Tessa iba a protestar, pero Inés detuvo el amago de discordia golpeando con suavidad el libro de Samuel.

—¡Cállate,
sis
! Y tú, Samuel, continúa. Déjalos con sus aburridos asuntos políticos.

Obediente, el doctor regresó a sus apasionados despeñaderos dramáticos y Saint-Preux recuperó la hegemonía en el salón.

—Ya disponía de una alma para el dolor. Ahora necesito otra para la felicidad. Amor, no cabes en mi pecho…

La sarta de tonterías no tenía fin y la misma Inés se tapaba la boca para esconder algún que otro bostezo inoportuno. El reloj del vestíbulo anunció las diez de la noche. Miss Lucy sacó su propio reloj de cadena y confirmó que su tiempo y el del hogar coincidían. Se levantó, era la hora de la comida del niño, quería supervisar la tetada. La madre adivinó adónde iba y pidió que trajeran al pequeño a la sala.

León y Tessa habían reanudado su diálogo.

—Aunque a Samuel le disguste, las mujeres votaréis. Pero no creo que tú o yo lo veamos.

—No veo por qué no. Bastaría con que la izquierda nos apoyara.

—La izquierda hace bien en no apoyaros. Es prematuro, no estáis preparadas.

Otra vez lo mismo, pensó Tessa. La brecha entre hombres y mujeres era profunda, quizá insalvable. La entrada de miss Lucy con la nodriza y el niño interrumpió sus pesimistas reflexiones. Volvió a maravillarse observando la transfiguración de su frívola hermana, parecía la viva estampa del amor maternal. También observó a la nodriza, nunca antes había considerado la existencia de un oficio semejante. Un oficio que exigía abandonar al propio hijo para amamantar a un desconocido. Sólo una mujer en condiciones de extrema pobreza tomaría una decisión tan cruel y dolorosa. Se prometió ser amable con ella.

Inés pidió que le entregaran de inmediato a su hijo, negándose a conceder una sola mirada o saludo a la campesina. Pero una vez en su regazo el niño se puso a gimotear, y ni besos ni arrullos sirvieron para aplacarle. Tenía hambre, no estaba interesado en el amor, sino en la nutrición. Ya había experimentado en aquel terreno estéril, no quería quedarse en él.

La nodriza se había sentado en una silla lo más cercana posible a la otomana, y allí comenzó a desabotonar su corpiño. Imposible que una criatura cegata de tan pocos días acertara a ver cómo el pecho salía de su envoltura, pero es un hecho que el niño se puso a chillar. Quizá fue casualidad, o puede que su instinto de pequeño mamífero ligado a la supervivencia le avisara que la comida estaba allá al lado. En cualquiera de los supuestos, el alarido era un reclamo de pequeño dictador, y a Inés no le quedó más remedio que desprenderse de su hijo. La nodriza alargó los brazos para recibirlo, pero ella rehusó el contacto y se lo ofreció a miss Lucy, quien tuvo que hacer de intermediaria.

El cachorro reconoció en el acto el olor de la que le alimentaba desde hacía dos días y se precipitó sobre la teta con egoísmo indiferente. Dejando bien asentado, por si quedara alguna duda, que el amor de madre raras veces es recíproco.

Abandonado por su público, el doctor había detenido el recital. Estaba molesto por la interrupción y agradeció que la situación volviera a la normalidad, de donde nunca debería haber salido. Reemprendió la prosa apasionada.

—¡Vas a poner tu vida en brazos de otro! —exclamó con grandilocuencia. Pero la succión rítmica del bebé no era acompañamiento adecuado para el lirismo del texto, y su incipiente enojo se acentuó. Para resarcirse, levantó la voz y agudizó el timbre.

Inés no le escuchaba. Desde su posición distinguía las venas azuladas y el dilatado pezón, la mama pesada de la nodriza, la boca de su hijo pegada a ella. Sintió un asco irreprimible, un sabor amargo que le subía por la faringe. Le sobrevino una violenta arcada que se tragó a duras penas.

Nadie notó su malestar. Miss Lucy había retornado a sus frescos paisajes verdes. Tessa rumiaba discursos. Y en cuanto a León, el chupeteo que llegaba a sus oídos desencadenó una serie de sueños y proyecciones más focalizados en el hijo que en la madre. Su futuro se auguraba feliz. Sería bilingüe —hablaría con Inés del asunto, tenía que dirigirse a él en inglés desde ese mismo momento—, haría brillantes estudios de ingeniería y luego, antes de ponerse a su lado al mando de la colonia, acometería un
Grand Tour
, esa encomiable costumbre anglosajona que daba mundo y visión amplia a las clases dirigentes.

—Pretextos, excusas. Por supuesto que estamos preparadas. —Tessa le hacía descender otra vez a las arenas del nimio debate; aquella cuñada suya era una auténtica cruz.

—Tú sí lo estás, por supuesto. Pero tú eres una excepción. La gran mayoría de tus compañeras son mujeres sin educación que viven en la miseria.

—Ya. ¿Y quién es responsable de ello? —inquirió Tessa.

—Ésa no es la cuestión a debatir. La cuestión es la conveniencia de daros el voto. Mira a esa nodriza. Es una hembra embrutecida, analfabeta y obtusa. Hay cientos de miles como ella. ¿Pondrías el destino de la sociedad en manos de una mujer como ésta? ¿Le darías el voto?

Ambos la miraron. Acababa de meterse el pecho derecho en el corpiño y se aprestaba a sacar el izquierdo, tan cargado que ni los parches protectores de algodón conseguían detener el líquido. Sintiéndose escudriñada, desplazó sus ojos de Inés a Tessa. Ella le sonrió y le dirigió un saludo amistoso con la cabeza. Pero de retorno sólo obtuvo una mirada helada y hueca. Aun así, la sufragista defendió su posición con firmeza.

—Se lo daría. Porque el mismo gesto ya sería educativo en sí mismo.

Habían cesado los ruidos de succión. El niño se había quedado traspuesto y, aunque la leche goteaba sobre sus labios, no se agarraba a la nueva teta. Alentado por el acogedor silencio, el doctor tomó carrerilla.

—¡Ya no me pertenecerás! O, lo que es peor…, ¡ya no me pertenecerás en exclusiva! —La escala dramática brincó un par de peldaños. Media octava más, Saint-Preux y el doctor Samuel se acercaban a un clímax que se pronosticaba cargado de explosiones sentimentales.

Ajena al huracán poético que se avecinaba, la nodriza pinzó la aureola de su pecho entre los dedos índice y anular, y recorrió la boca del niño con la punta del pezón para ver si conseguía despertarle. El gesto, con todo lo que tenía de íntimo y maternal, se clavó en Inés como una puñalada obscena. Trastornada, se incorporó en la otomana con un movimiento convulsivo. Y llamó a miss Lucy con voz trémula de ansiedad.

El doctor interrumpió de nuevo la lectura y la miró, decepcionado y enfadado a partes iguales. Le había estropeado el efecto dramático, la parte más sentida, el punto álgido del texto. Y además parecía sumamente alterada, algo que no la beneficiaba en absoluto. Respiraba con agitación, suplicaba que le entregaran a su hijo con los brazos tendidos. Mal, muy mal.

Miss Lucy la sabía caprichosa, temía los efectos de su carácter inestable. Adelantándose a cualquier posible objeción del doctor, que ya se aprestaba a opinar, sacó rápidamente al niño del regazo de la nodriza para dárselo a Inés. Ella se lo arrebató de las manos y lo apretó contra su cuerpo abrumándole de afecto. Las ansiosas caricias despertaron al pequeño de su satisfactoria digestión, arrancó a llorar con furia.

Samuel cerró su libro con secreto rencor, no esperaba semejante muestra de insensibilidad por parte de su paciente y amiga. La nodriza, entretanto, contemplaba los besos de Inés al niño con expresión hosca; ella también estaba resentida. Y en la otra punta de la habitación León asumía un hecho fatal: estaba claro que esa noche no podría leer el periódico.

Correspondencias

Colonia Ubach, 10 de abril

Muy buenas, pimpollo:

Acuso recibo y agradezco tu última. Escribe, escribe, aunque sea sólo para contarme sobre la jungla civilizada. Porque sabrás que en este palaciego marco llevamos una vida de perros y todo gira en torno a ese bicho que ya muestra signos de tener un carácter tan dictatorial como el padre y tan antojadizo como la madre. Combinación estupenda que hará de él un ciudadano insoportable dentro de muy poco. Por cierto, ya le han rociado con el agua bautismal. Según Inés, no quedaba otro remedio, pues toda la comarca andaba soliviantada con la idea del diminuto heredero hereje. Ella sigue bien, malcriada e impertinente como siempre, salvo por un pequeño detalle: se ha enamorado perdidamente de su cría. Hasta tal punto que semeja casi humana en su recién descubierta animalidad. Mi cuñado, por otra parte, no sabe muy bien qué hacer con su descendiente y casi ni se atreve a tocarlo. Por miedo, supongo yo, a que se le quede entre las manos (un miedo que comparto). Lo estudia con mucha atención, eso sí, y sospecho que está calibrando su futuro potencial productivo. Hoy por hoy, el caballerito dispone de una sirvienta que se ocupa en exclusiva de su bienestar. Le han traído a una pobre desgraciada, muda y casi con toda seguridad corta de luces, cuya única función consiste en darle la teta, de día, de noche y a todas horas. He tratado de entablar con ella, cuestión de humanidad básica, pero ni siquiera entiende el español, y cuando le hablo se limita a mirarme como las vacas pasar el tren. Por lo demás, aquí los días son un perpetuo veraneo. Se come, se bebe, la casa está llena de adornos y sirvientes, y a menudo me pregunto por qué no habré elegido esto en vez de meterme en complicaciones que tampoco está claro vayan a ser de utilidad real. Pero sólo son pequeñas dudas momentáneas. No podría soportar vivir bajo la férula de un hombre aunque, desde luego, sí me gusta estar debajo de un hombre si se requiere. Y hablando de ello sí echo de menos eso que tú y yo practicamos a menudo. No sé allá, pero aquí está por llegar la primavera. Todo brota, los animales se aparean y una siente el irresistible deseo de reproducirse o, al menos, de atacar los preámbulos del asunto. En fin, me consuelo como puedo, a solas y tomándome la justicia con mi propia mano. Pecado terrible, desde luego, aunque nadie me ha sabido explicar el porqué, en la vida se ha visto entretenimiento más inofensivo que éste. Espero que también tú lo practiques y me tengas en mente en tus juegos.

Y es todo, más que suficiente. Continuará.

TESSA

C/ Pelayo, 22 de abril

Atolondrada criatura:

¿Creerás ser la única que se codea en las alturas? Mi patrón, el cielo le proteja (al menos hasta que me ascienda), me ha invitado mañana a cenar a su casa. El evento es en honor y gloria de la niña de sus ojos. El retoño, de sexo femenino y por lo visto una beldad, acaba de regresar de París, donde le han dado una cosa que se llama la finisson, algo así como el pulido final. Tú sabrás mejor que yo qué es eso, pues eres burguesa de nacimiento aunque hayas hecho de tu capa un sayo. Su fortuna les habrá costado, presumo, y me muero de curiosidad por ver el resultado. En fin, es un progreso notorio que me inviten a esa casa, con lo que llevo dos días deshojando la margarita por el asunto del atavío. ¿Me engalano ad hoc y me corto las melenas, o me las dejo y me visto a mi modo? Lo primero demuestra respeto pero servilismo, cosa que estaría fuera de lugar. Lo segundo es quizá demasiado desenfadado, aunque me presenta como un hombre seguro, que sabe lo que quiere y es indiferente a las convenciones habituales. Si estuvieras por aquí, que es donde tendrías que estar, te pediría consejo, aunque bien pensado no sé de fémina menos coqueta y dudo que tengas buen criterio al respecto (a tu lado yo soy un ridículo pavo real). En el frente político, la huelga general se perfila como una realidad, y puedes hacer rechinar de dientes a tu cuñado con una noticia que es de primera mano y que le dará un disgusto notable: la insurrección de Cuba se extiende y la madre patria, muy dolida, acusa de codicia a sus hijos rebeldes. Pero ella ha sido una madrastra cruel. Los ha exprimido, y también forzado a comprar en casa y carísimo lo que el vecino de al lado, yanqui para más señas, vende bueno y barato. Y todo para beneficiar a los capitalistas de la metrópoli: tu cuñado, sin ir más lejos. Del voto vuestro, nanay, y en cuanto a otros temas, corramos un tupido velo. Tu descoco me ha dejado helado. Ándate con ojo y no escribas con tanta libertad, nada te garantiza que yo sea un caballero y, a juzgar por la crudeza con que escribes, tampoco tú eres una dama. Yo, que soy más prudente, no pondré negro sobre blanco cosas que algún día puedan volverse contra mí. Confórmate con saber que aquí se te echa de menos. El cómo se palía el asunto queda para el confesionario, es un decir. Vuelve pronto, sana y a ser posible con unos kilos de más puestos en lugares estratégicos.

Siempre tuyo (relativamente),

ÁLVARO

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