Authors: Miguel de Unamuno
Fue luego a coger la Biblia y la abrió por donde dice: «Y Jehová dijo a Caín: ¿dónde está Abel tu hermano?» Cerró lentamente el libro, murmurando: «¿Y dónde estoy yo?» Oyó entonces ruido fuera y se apresuró a abrir la puerta. «¡Papá, papaíto!», exclamó su hija al entrar. Aquella voz fresca pareció volverle a la luz. Besó a la muchacha y rozándole el oído con la boca le dijo bajo, muy bajito, para que no le oyera nadie: «¡Reza por tu padre, hija mía!»
—¡Padre! ¡Padre! —gimió la muchacha, echándole los brazos al cuello.
Ocultó la cabeza en el hombro de la hija y rompió a llorar.
—¿Qué te pasa, papá, estás enfermo?
—Sí, estoy enfermo. Pero no quieras saber más.
Y volvió al Casino. Era inútil resistirlo. Cada día se inventaba a sí mismo un pretexto para ir allá. Y el molino de la peña seguía moliendo.
Allí estaba Federico Cuadrado, implacable, que en cuanto oía que uno elogiaba a otro preguntaba: «¿Contra quién va ese elogio?»
—Porque a mí —decía con su vocecita fría y cortante— no me la dan con queso; cuando se elogia mucho a uno, se tiene presente a otro al que se trata de rebajar con ese elogio, a un rival del elogiado. Eso cuando no se le elogia con mala intención, por ensañarse en él... Nadie elogia con buena intención.
—Hombre —le replicaba León Gómez, que se gozaba en dar cuerda al cínico Cuadrado—, ahí tienes a don Leovigildo, al cual nadie le ha oído todavía hablar mal de otro...
—Bueno —intercalaba un diputado provincial—, es que don Leovigildo es un político y los políticos deben estar a bien con todo el mundo. ¿Qué dices, Federico?
—Digo que don Leovigildo se morirá sin haber hablado mal ni pensado bien de nadie... Él no dará acaso ni el más ligero empujoncito para que otro caiga, ni aunque no se lo vean, porque no sólo teme al código penal, sino también al infierno; pero si el otro se cae y se rompe la crisma, se alegrará hasta los tuétanos. Y para gozarse en la rotura de la crisma del otro, será el primero que irá a condolerse de su desgracia y darle el pésame.
—Yo no sé cómo se puede vivir sintiendo así —dijo Joaquín.
—¿Sintiendo cómo? —le arguyó al punto Federico—. ¿Cómo siente don Leovigildo, cómo siento yo y cómo sientes tú?
—¡De mí nadie ha hablado! —y esto lo dijo con acre displicencia.
—Pero hablo yo, hijo mío, porque aquí todos nos conocemos...
Joaquín se sintió palidecer. Le llegaba como un puñal de hielo hasta las entrañas de la voluntad aquel ¡hijo mío! que prodigaba Federico, su demonio de la guarda, cuando echaba la garra sobre alguien.
—No sé por qué le tienes esa tirria a don Leovigildo —añadió Joaquín, arrepintiéndose de haberlo dicho apenas lo dijera, pues sintió que estaba atizando la mala lumbre.
—¿Tirria? ¿Tirria yo? ¿Y a don Leovigildo?
—Sí, no sé qué mal te ha hecho...
—En primer lugar, hijo mío, no hace falta que le hayan hecho a uno mal alguno para tenerle tirria. Cuando se le tiene a uno tirria, es fácil inventar ese mal, es decir, figurarse uno que se lo han hecho... Y yo no le tengo a don Leovigildo más tirria que a otro cualquiera. Es un hombre y basta. ¡Y un hombre honrado!
—Como tú eres un misántropo profesional... —empezó el diputado provincial.
—El hombre es el bicho más podrido y más indecente, ya os lo he dicho cien veces. Y el hombre honrado es el peor de los hombres.
—¡Anda, anda!, ¿qué dices a eso tú, que hablabas el otro día del político honrado refiriéndote a don Leovigildo? —le dijo León Gómez al diputado.
—¡Político honrado! —saltó Federico—. ¡Eso sí que no!
—¿Y por qué? —preguntaron tres a coro.
—¿Que por qué? Porque lo ha dicho él mismo. Porque tuvo en un discurso la avilantez de llamarse a sí mismo honrado. No es honrado declararse tal. Dice el Evangelio que Cristo Nuestro Señor...
—¡No mientes a Cristo, te lo suplico! —le interrumpió Joaquín.
—¿Qué, te duele también Cristo, hijo mío? Hubo un breve silencio, oscuro y frío.
—Dijo Cristo Nuestro Señor—recalcó Federico— que no le llamaran bueno, que bueno era sólo Dios. Y hay cochinos cristianos que se atreven a llamarse a sí mismos honrados.
—Es que honrado no es precisamente bueno, intercaló don Vicente, el magistrado.
—Ahora lo ha dicho usted, don Vicente. ¡Y gracias a Dios que le oigo a un magistrado alguna sentencia razonable y justa!
—De modo —dijo Joaquín— que uno no debe confesarse honrado. ¿Y pillo?
—No hace falta.
—Lo que quiere el señor Cuadrado —dijo don Vicente, el magistrado— es que los hombres se confiesen bellacos y sigan siéndolo, ¿no es eso?
—¡Bravo! —exclamó el diputado provincial.
—Le diré a usted, hijo mío —contestó Federico, pensando la respuesta—. Usted debe saber cuál es la excelencia del sacramento de la confesión en nuestra sapientísima Madre Iglesia...
—Alguna otra barbaridad —interrumpió el magistrado.
—Barbaridad, no, sino muy sabia institución. La confesión sirve para pecar más tranquilamente, pues ya sabe uno que le ha de ser perdonado su pecado. ¿No es así, Joaquín?
—Hombre, si uno no se arrepiente...
—Sí, hijo mío, sí. Si uno se arrepiente, pero vuelve a pecar y vuelve a arrepentirse y sabe cuando peca que se arrepentirá y sabe cuando se arrepiente que volverá a pecar, y acaba por pecar y arrepentirse a la vez; ¿no es así?
—El hombre es un misterio —dijo León Gómez.
—¡Hombre, no digas sandeces! —le replicó Federico.
—¿Sandez, por qué?
—Toda sentencia filosófica, así, todo axioma, toda proposición general y solemne, enunciada aforísticamente, es una sandez.
—¿Y la filosofía, entonces?
—No hay más filosofía que esta, la que hacemos aquí...
—Sí, desollar al prójimo.
—Exacto. Nunca está mejor que desollado.
Al levantarse la tertulia, Federico se acercó a Joaquín a preguntarle si se iba a su casa, pues gustaría de acompañarle un rato, y al decirle éste que no, que iba a hacer una visita allí, al lado, aquél le dijo:
—Sí, te comprendo; eso de la visita es un achaque. Lo que tú quieres es verte solo. Lo comprendo.
—¿Y por qué lo comprendes?
—Nunca se está mejor que solo. Pero cuando te pese la soledad, acude a mí. Nadie te distraerá mejor de tus penas.
—¿Y las tuyas? —le espetó Joaquín. —¡Bah! ¡Quién piensa en eso...!
Y se separaron.
Andaba por la ciudad un pobre hombre necesitado, aragonés, padre de cinco hijos y que se ganaba la vida como podía, de escribiente y a lo que saliera. El pobre acudía con frecuencia a conocidos y amigos, si es que un hombre así los tiene, pidiéndoles con mil pretextos que le anticiparan dos o tres duros. Y lo que era más triste, mandaba a alguno de sus hijos, y alguna vez a su mujer, a las casas de los conocidos con cartitas de petición. Joaquín le había socorrido algunas veces, sobre todo cuando le llamaba a que viese, como médico, a personas de su familia. Y hallaba un singular alivio en socorrer a aquel pobre hombre. Adivinaba en él una víctima de la maldad humana.
Preguntóle una vez por él a Abel.
—Sí, le conozco —le dijo este—, y hasta le tuve algún tiempo empleado. Pero es un haragán, un vago. Con el pretexto de que tiene que ahogar sus penas, no deja de ir ningún día al café, aunque en su casa no se encienda la cocina. Y no le faltará su cajetilla de cigarros. Tiene que convertir sus pesares en humo.
—Eso no es decir nada, Abel. Habría que ver el caso por dentro...
—Mira, déjate de garambainas. Y por lo que no paso es por la mentira esa de pedirme prestado y lo de «se lo devolveré en cuanto pueda...» Que pida limosna y al avío. Es más claro y más noble. La última vez me pidió tres duros adelantados y le di tres pesetas, pero diciéndole: «¡Y sin devolución!» ¡Es un haragán!
—¡Y qué culpa tiene él!...
—Vamos, sí, ya salió aquello, qué culpa tiene...
—¡Pues claro! ¿De quién son las culpas?
—Bueno, mira, dejémonos de esas cosas. Y si quieres socorrerle, socórrele, que yo no me opongo. Y yo mismo estoy seguro de que si me vuelve a pedir, le daré.
—Eso ya lo sabía yo, porque en el fondo, tú...
—No nos metamos al fondo. Soy pintor y no pinto los fondos de las personas. Es más, estoy convencido de que todo hombre lleva fuera todo lo que tiene dentro.
—Vamos, sí, que para ti un hombre no es más que un modelo...
—¿Te parece poco? Y para ti un enfermo. Porque tú eres el que les andas mirando y auscultando a los hombres por dentro...
—Mediano oficio...
—¿Por qué?
—Porque acostumbrado uno a mirar a los demás por dentro, da en ponerse a mirarse a sí mismo, a auscultarse.
—Ve ahí una ventaja. Yo con mirarme al espejo tengo bastante...
—¿Y te has mirado de veras alguna vez?
—¡Naturalmente! ¿Pues no sabes que me he hecho un autorretrato?
—Que será una obra maestra...
—Hombre, no está del todo mal... ¿Y tú, te has registrado por dentro bien?
Al día siguiente de esta conversación Joaquín salió del Casino con Federico para preguntarle si conocía a aquel pobre hombre que andaba así pidiendo de manera vergonzante: «Y dime la verdad, eh, que estamos solos; nada de tus ferocidades.»
—Pues mira, ese es un pobre diablo que debía estar en la cárcel, donde por lo menos comería mejor que come y viviría más tranquilo.
—¿Pues qué ha hecho?
—No, no ha hecho nada; debió hacer, y por eso digo que debería estar en la cárcel.
—¿Y qué es lo que debió haber hecho? —Matar a su hermano.
—¡Ya empiezas!
—Te lo explicaré. Ese pobre hombre es, como sabes, aragonés, y allá en su tierra aún subsiste la absoluta libertad de estar. Tuvo la desgracia de nacer el primero a su padre, de ser el mayorazgo, y luego tuvo la desgracia de enamorarse de una muchacha pobre, guapa y honrada, según parecía. El padre se opuso con todas sus fuerzas a esas relaciones amenazándole con desheredarle si llegaba a casarse con ella. Y él, ciego de amor, comprometió primero gravemente a la muchacha, pensando convencer así al padre, y acaso por casarse con ella y por salir de casa. Y siguió en el pueblo, trabajando como podía en casa de sus suegros, y esperando convencer y ablandar a su padre. Y este, buen aragonés, tesa que tesa. Y murió desheredándole al pobre diablo y dejando su hacienda al hijo segundo; una hacienda regular. Y muertos poco después los suegros del hoy aquí sablista, acudió este a su hermano pidiéndole amparo y trabajo, y su hermano se los negó, y por no matarle, que es lo que le pedía el coraje, se ha venido acá a vivir de limosna y del sable. Esta es la historia, como ves, muy edificante.
—¡Y tan edificante!
—Si le hubiera matado a su hermano, a esa especie de Jacob, mal, muy mal, y no habiéndole matado, mal, muy mal también...
—Acaso peor.
—No digas eso, Federico.
—Sí, porque no sólo vive miserable y vergonzosamente, del sable, sino que vive odiando a su hermano.
—¿Y si le hubiese matado?
—Entonces se le habría curado el odio, y hoy, arrepentido de su crimen, querría su memoria. La acción libra del mal sentimiento, y es el mal sentimiento el que envenena el alma. Creémelo, Joaquín, que lo sé muy bien.
Miróle Joaquín a la mirada fijamente y le espetó un:
—¿Y tú?
—¿Yo? No quieras saber, hijo mío, lo que no te importa. Bástete saber que todo mi cinismo es defensivo. Yo no soy hijo del que todos vosotros tenéis por mi padre; yo soy hijo adulterino y a nadie odio en este mundo más que a mi propio padre, al natural, que ha sido el verdugo del otro, del que por vileza y cobardía me dio su nombre, este indecente nombre que llevo.
—Pero padre no es el que engendra; es el que cría... —Es que ese, el que creéis que me ha criado, no me ha criado, sino que me destetó con el veneno del odio que guarda al otro, al que me hizo y le obligó a casarse con mi madre.
Concluyó la carrera el hijo de Abel, Abelín, y acudió su padre a su amigo por si quería tomarle de ayudante para que a su lado practicase. Lo aceptó Joaquín.
«Le admití —escribía más tarde en su Confesión, dedicada a su hija— por una extraña mezcla de curiosidad, de aborrecimiento a su padre, de afecto al muchacho, que me parecía entonces una medianía, y por un deseo de libertarme así de mi mala pasión a la vez que, por más debajo de mi alma, mi demonio me decía que con el fracaso del hijo me vengaría del encumbramiento del padre. Quería por un lado, con el cariño al hijo, redimirme del odio al padre, y por otro lado me regodeaba esperando que si Abel Sánchez triunfó en la pintura, otro Abel Sánchez de su sangre marraría en la Medicina. Nunca pude figurarme entonces cuán hondo cariño cobraría luego al hijo del que me amargaba y entenebrecía la vida del corazón.»
Y así fue que Joaquín y el hijo de Abel sintiéronse atraídos el uno al otro. Era Abelín rápido de comprensión y se interesaba por las enseñanzas de Joaquín, a quien empezó llamando maestro. Este su maestro se propuso hacer de él un buen médico y confiarle el tesoro de su experiencia clínica. «Le guiaré —se decía— a descubrir las cosas que esta maldita inquietud de mi ánimo me ha impedido descubrir a mí.»
—Maestro —le preguntó un día Abelín—, ¿por qué no recoge usted todas esas observaciones dispersas, todas esas notas y apuntes que me ha enseñado y escribe un libro? Sería interesantísimo y de mucha enseñanza. Hay cosas hasta geniales, de una extraordinaria sagacidad científica.
—Pues mira, hijo (que así solía llamarle) —le respondió—, yo no puedo, no puedo... No tengo humor para ello, me faltan ganas, coraje, serenidad, no sé qué...
—Todo sería ponerse a ello...
—Sí, hijo, todo sería ponerse a ello, pero cuantas veces lo he pensado no he llegado a decidirme. ¡Ponerme a escribir un libro..., y en España... y sobre Medicina...! No vale la pena. Caería en el vacío...
—No, el de usted no, maestro, se lo respondo.
—Lo que yo debía haber hecho es lo que tú has de hacer: dejar esta insoportable clientela y dedicarte a la investigación pura, a la verdadera ciencia, a la fisiología, a la histología, a la patología y no a los enfermos de pago. Tú que tienes alguna fortuna, pues los cuadros de tu padre han debido dártela, dedícate a eso.
—Acaso tenga usted razón, maestro; pero ello no quita para que usted deba publicar sus memorias de clínico.
—Mira, si quieres, hagamos una cosa. Yo te doy mis notas todas, te las amplío de palabra, te digo cuanto me preguntes y publica tú el libro. ¿Te parece?