Authors: Miguel de Unamuno
—No digas eso.
—¿Pues entonces?
—Y si él...
—¿Ah, pero no lo teníais ya tramado entre los dos, y sin contar conmigo?
—No, no, lo tenía pensado yo, yo, tu padre, tu pobre padre, yo...
—Me das pena, padre.
—También yo me doy pena. Y ahora todo corre de mi cuenta. ¿No pensabas sacrificarte por mí?
—Pues bien, sí, me sacrificaré por ti. ¡Dispón de mí! Fue el padre a besarla, y ella, desasiéndosele, exclamó:
—¡No, ahora no! Cuando lo merezcas. ¿O es que quieres que también yo te haga callar con besos?
—¿Dónde has aprendido eso, hija?
—Las paredes oyen, papá.
—¡Y acusan!
—¡Quién fuera usted, don Joaquín! —decíale un día a este aquel pobre desheredado aragonés, el padre de los cinco hijos, luego que le hubo sacado algún dinero.
—¡Querer ser yo! ¡No lo comprendo!
—Pues sí, lo daría todo por poder ser usted, don Joaquín.
—¿Y qué es ese todo que daría usted?
—Todo lo que puedo dar, todo lo que tengo.
—¿Y qué es ello?
—¡La vida!
—¡La vida por ser yo! —y a sí mismo se añadió Joaquín: «¡Pues yo la daría para poder ser otro!»
—Sí, la vida por ser usted.
—He aquí una cosa que no comprendo bien, amigo mío; no comprendo que nadie se disponga a dar la vida por poder ser otro, ni siquiera comprendo que nadie quiera ser otro. Ser otro es dejar de ser uno, de ser el que se es.
—Sin duda.
—Y eso es dejar de existir.
—Sin duda.
—Pero no para ser otro...
—Sin duda.
—Entonces...
—Quiero decir, don Joaquín, que de buena gana dejaría de ser, o dicho más claro, me pegaría un tiro o me echaría al río si supiera que los míos, los que me atan a esta vida perra, los que no me dejan suicidarme, habrían de encontrar un padre en usted. ¿No comprende usted ahora?
—Sí que lo comprendo. De modo que...
—Que maldito el apego que tengo a la vida, y que de buena gana me separaría de mí mismo y mataría para siempre mis recuerdos si no fuese por los míos. Aunque también me retiene otra cosa.
—¿Qué?
—El temor de que mis recuerdos, de que mi historia me acompañen más allá de la muerte. ¡Quién fuera usted, don Joaquín!
—¿Y si a mí me retuvieran en la vida, amigo mío, motivos como los de usted?
—¡Bah!, usted es rico.
—Rico..., rico...
—Y un rico nunca tiene motivo de queja. A usted no le falta nada. Mujer, hija, una buena clientela, reputación..., ¿qué más quiere usted? A usted no le desheredó su padre; a usted no le echó de su casa su hermano a pedir... ¡A usted no le han obligado a hacerse un mendigo! ¡Quién fuera usted, don Joaquín!
Y al quedarse, luego, este solo se decía: «¡Quién fuera yo! ¡Ese hombre me envidia!, ¡me envidia! Y yo ¿quién quiero ser?»
Pocos días después Abelín y Joaquina estaban en relaciones de noviazgo. Y en su Confesión, dedicada a su hija, escribía algo después Joaquín:
«No es posible, hija mía, que te explique cómo llevé a Abel, tu marido de hoy, a que te solicitase por novia pidiéndote relaciones. Tuve que darle a entender que tú estabas enamorada de él o que por lo menos te gustaría que de ti se enamorase sin descubrir lo más mínimo de aquella nuestra conversación a solas, luego que tu madre me hizo saber cómo querías entrar por mi causa en un convento. Veía en ello mi salvación. Sólo uniendo tu suerte a la suerte del hijo único de quien me ha envenenado la fuente de la vida, sólo mezclando así nuestras sangres esperaba poder salvarme.
»Pensaba que acaso un día tus hijos, mis nietos, los hijos de su hijo, sus nietos, al heredar nuestras sangres, se encontraran con la guerra dentro, con el odio en sí mismos. Pero ¿no es acaso el odio a sí mismo, a la propia sangre, el único remedio contra el odio a los demás? La Escritura dice que en el seno de Rebeca se peleaban ya Esaú y Jacob. ¡Quién sabe si un día no concebirás tú dos mellizos, el uno con mi sangre y el otro con la suya, y se pelearán y se odiarán ya desde tu seno y antes de salir al aire y a la conciencia! Porque esta es la tragedia humana, y todo hombre es, como Job, hijo de contradicción.
»Y he temblado al pensar que acaso os junté, no para unir, sino para separar aún más vuestras sangres, para perpetuar un odio. ¡Perdóname! Deliro.
»Pero no son sólo nuestras sangres, la de él y la mía; es también la de ella, la de Helena. ¡La sangre de Helena! Esto es lo que más me turba; esa sangre que le florece en las mejillas, en la frente, en los labios, que le hace marco a la mirada, esa sangre que me cegó desde su carne.
»Y queda otra, la sangre de Antonia, de la pobre Antonia, de tu santa madre. Esta sangre es agua de bautismo. Esta sangre es de redentora. Sólo la sangre de tu madre, Joaquina, puede salvar a tus hijos, a nuestros nietos. Esa es la sangre sin mancha que puede redimirlos.
»Y que no vea nunca ella, Antonia, esta Confesión; que no la vea. Que se vaya de este mundo, si me sobrevive, sin haber más que vislumbrado nuestro misterio de iniquidad.»
Los novios comprendiéronse muy pronto y se cobraron cariño. En íntimas conversaciones conociéronse sendas víctimas de sus hogares, de dos ámbitos tristes, de frívola impasibilidad el uno, de la helada pasión oculta el otro. Buscaron el apoyo en Antonia, en la madre de ella. Tenían que encender un hogar, un verdadero hogar, un nido de amor sereno que vive en sí mismo, que no espía los otros amores, un castillo de soledad amorosa, y unir en él a las dos desgraciadas familias. Le harían ver a Abel, al pintor, que la vida íntima del hogar es la sustancia imperecedera de que no es sino resplandor, cuando no sombra, el arte; a Helena, que la juventud perpetua está en el alma que sabe hundirse en la corriente viva del linaje, en el alma de la familia; a Joaquín, que nuestro nombre se pierde con nuestra sangre, pero para recobrarse en los nombres y en las sangres de los que las mezclan a los nuestros; a Antonia no tenían que hacerle ver nada, porque era una mujer nacida para vivir y revivir en la dulzura de la costumbre.
Joaquín sentía renacerse. Hablaba con emoción de cariño de su antiguo amigo, de Abel, y llegó a confesar que fue una fortuna que le quitase toda esperanza respecto a Helena.
—Pues bien —le decía una vez a solas a su hija—; ahora que todo parece tomar otro cauce, te lo diré. Yo quería a Helena, o por lo menos creía quererla, y la solicité sin conseguir nada de ella. Porque, eso sí, la verdad, jamás me dio la menor esperanza. Y entonces la presenté a Abel, al que será tu suegro..., tu otro padre, y al punto se entendieron. Lo que tomé yo por menosprecio, una ofensa... ¿Qué derecho tenía yo a ella?
—Es verdad eso, pero así sois los hombres.
—Tienes razón, hija mía, tienes razón. He vivido como loco, rumiando esa que estimaba una ofensa, una traición...
—¿Nada más, papá? —¿Cómo nada más? —¿No había nada más que eso, nada más? —¡Que yo sepa... no!
Y al decirlo, el pobre hombre se cerraba los ojos hacia adentro y no lograba contener al corazón.
—Ahora os casaréis —continuó— y viviréis conmigo, sí, viviréis conmigo, y haré de tu marido, de mi nuevo hijo, un gran médico, un artista de la Medicina, todo un artista que pueda igualar siquiera la gloria de su padre. —Y él escribirá, papá, tu obra, pues así me lo ha dicho. —Sí, la que yo no he podido escribir...
—Me ha dicho que en tu carrera, en la práctica de la Medicina, tienes cosas geniales y que has hecho descubrimientos...
—Aduladores...
—No, así me ha dicho. Y que como no se te conoce, y al no conocerte no se te estima en todo lo que vales, que quiere escribir ese libro para darte a conocer.
—A buena hora...
—Nunca es tarde si la dicha es buena.
—¡Ay, hija mía, si en vez de haberme somormujado en esto de la clientela, en esta maldita práctica de la profesión que ni deja respirar libre ni aprender... si en vez de eso me hubiese dedicado a la ciencia pura, a la investigación...! Eso que ha descubierto el doctor Álvarez y García, y por lo que tanto le bombean, lo habría descubierto antes yo, yo, tu padre, y lo habría descubierto porque estuve a punto de ello. Pero esto de ponerse a trabajar para ganarse la vida... —Sin embargo, no necesitábamos de ello.
—Sí, pero... Y, además, qué sé yo... Mas todo eso ha pasado y ahora comienza vida nueva. Ahora voy a dejar la clientela.
—¿De veras?
—Sí, voy a dejársela al que va a ser tu marido, bajo mi alta inspección, por supuesto. ¡Lo guiaré, y yo a mis cosas! Y viviremos todos juntos, y será otra vida..., otra vida... Empezaré a vivir; seré otro..., otro..., otro...
—¡Ay, papá, qué gusto! ¡Cómo me alegra oírte hablar así! ¡Al cabo!
—¿Que te alegra oírme decir que seré otro?
La hija le miró a los ojos al oír el tono de lo que había debajo de su voz.
—¿Te alegra oírme decir que seré otro? —volvió a preguntar el padre.
—¡Sí, papá, me alegra!
—¿Es decir que el otro, que el otro, el que soy, te parece mal?
—¿Y a ti, papá? —le preguntó a su vez, resueltamente, la hija.
—Tápame la boca —gimió él.
Y se la tapó con un beso.
—Ya te figurarás a lo que vengo —le dijo Abel a Joaquín apenas se encontraron a solas en el despacho de este. —Sí, lo sé. Tu hijo me ha anunciado tu visita.
—Mi hijo y pronto tuyo, de los dos. ¡Y no sabes bien cuánto me alegro! Es como debía acabar nuestra amistad. Y mi hijo es ya casi tuyo; te quiere ya como a padre, no sólo como a maestro. Estoy por decir que te quiere más que a mí...
—Hombre..., no..., no..., no digas así.
—¿Y qué? ¿Crees que tengo celos? No, no soy celoso. Y mira, Joaquín, si entre nosotros había algo...
—No sigas por ahí, Abel, te lo ruego, no sigas...
—Es preciso. Ahora que van a unirse nuestras sangres, ahora que mi hijo va a serlo tuyo y mía tu hija, tenemos que hablar de esa vieja cuenta, tenemos que ser absolutamente sinceros.
—¡No, no, de ningún modo, y si hablas de ella, me voy!
—¡Bien, sea! Pero no creas que olvido, no lo olvidaré nunca, tu discurso aquel cuando lo del cuadro.
—Tampoco quiero que hables de eso.
—¿Pues de qué?
—¡Nada de lo pasado, nada! Hablemos sólo del porvenir...
—Bueno, si tú y yo, a nuestra edad, no hablamos del pasado, ¿de qué vamos a hablar? ¡Si nosotros no tenemos ya más que pasado!
—¡No digas eso! —casi gritó Joaquín.
—¡Nosotros ya no podemos vivir más que de recuerdos!
—¡Cállate, Abel; cállate!
—Y si te he de decir la verdad, vale más vivir de recuerdos que de esperanzas. Al fin, ellos fueron y de estas no se sabe si serán.
—¡No, no; recuerdos, no!
—En todo caso, hablemos de nuestros hijos, que son nuestras esperanzas.
—¡Eso sí!
—De ellos y no de nosotros, de ellos, de nuestros hijos...
—Él tendrá en ti un maestro y un padre...
—Sí, pienso dejarle mi clientela, es decir, la que quiera tomarlo, que ya la he preparado para eso. Le ayudaré en los casos graves.
—Gracias, gracias.
—Eso, además de la dote que doy a Joaquina. Pero vivirán conmigo.
—Eso me había dicho mi hijo. Yo, sin embargo, creo que deben poner casa; el casado, casa quiere.
—No, no puedo separarme de mi hija.
—Y nosotros de nuestro hijo sí, ¿eh?
—Más separados que estáis de él... Un hombre apenas vive en casa; una mujer apenas sale de ella. Necesito a mi hija.
—Sea. Ya ves si estoy complaciente.
—Y más que esta casa será la vuestra, la tuya, la de Helena...
—Gracias por la hospitalidad. Eso se entiende.
Después de una larga entrevista, en que convinieron todo lo atañedero al establecimiento de sus hijos, al ir a separarse, Abel, mirándole a Joaquín a los ojos, con mirada franca, le tendió la mano, y sacando la voz de las entrañas de su común infancia, le dijo: «¡Joaquín!» Asomáronsele a este las lágrimas a los ojos al coger aquella mano.
—No te había visto llorar desde que fuimos niños, Joaquín.
—No volveremos a serlo, Abel.
—Sí, y es lo peor.
Se separaron.
Con el casamiento de su hija pareció entrar el sol, un sol de ocaso de otoño, en el hogar antes frío de Joaquín, y este empezar a vivir de veras. Fue dejándole al yerno su clientela, aunque acudiendo, como en consulta, a los casos graves y repitiendo que era bajo su dirección como aquel ejercía.
Abelín, con las notas de su suegro, a quien llamaba su padre, tuteándole ya, y con sus ampliaciones y explicaciones verbales, iba componiendo la obra en que se recogía la ciencia médica del doctor Joaquín Monegro, y con un acento de veneración admirativa que el mismo Joaquín no habría podido darle. «Era mejor, sí —pensaba este—, era mucho mejor que escribiese otro aquella obra, como fue Platón quien expuso la doctrina socrática.» No era él mismo quien podía, con toda libertad de ánimo y sin que ello pareciese, no ya presuntuoso, mas un esfuerzo para violentar el aplauso de la posteridad, que se estimaba no conseguible; no era él quien podía exaltar su saber y su pericia. Reservaba su actividad literaria para otros empeños.
Fue entonces, en efecto, cuando empezó a escribir su Confesión, que así la llamaba, dedicada a su hija y para que esta la abriese luego que él hubiera muerto, y que era el relato de su lucha íntima con la pasión que fue su vida, con aquel demonio con quien peleó casi desde el albor de su mente, dueña de sí hasta entonces, hasta cuando lo escribía. Esta confesión se decía dirigida a su hija, pero tan penetrado estaba él del profundo valor trágico de su vida de pasión y de la pasión de su vida, que acariciaba la esperanza de que un día su hija o sus nietos la dieran al mundo, para que este se sobrecogiera de admiración y de espanto ante aquel héroe de la angustia tenebrosa que pasó sin que le conocieran en todo su fondo los que con él convivieron. Porque Joaquín se creía un espíritu de excepción, y como tal torturado y más capaz de dolor que los otros, un alma señalada al nacer por Dios con la señal de los grandes predestinados.
«Mi vida, hija mía —escribía en la Confésión—, ha sido un arder continuo, pero no la habría cambiado por la de otro. He odiado como nadie, como ningún otro ha sabido odiar, pero es que he sentido más que los otros la suprema injusticia de los cariños del mundo y de los favores de la fortuna. No, no, aquello que hicieron conmigo los padres de tu marido no fue humano ni noble; fue infame, pero fue peor, mucho peor, lo que me hicieron todos, todos los que encontré desde que, niño aún y lleno de confianza, busqué el apoyo y el amor de mis semejantes. ¿Por qué me rechazaban? ¿Por qué me acogían fríamente y como obligados a ello? ¿Por qué preferían al ligero, al inconstante, al egoísta? Todos, todos me amargaron la vida. Y comprendí que el mundo es naturalmente injusto y que yo no había nacido entre los míos. Esta fue mi desgracia, no haber nacido entre los míos. La baja mezquindad, la vil ramplonería de los que me rodeaban, me perdió.»