Authors: Miguel de Unamuno
—De perlas, maestro. Yo vengo apuntando desde que le ayudo todo lo que le oigo y todo lo que a su lado aprendo.
—¡Muy bien, hijo, muy bien! —y le abrazó conmovido.
Y luego se decía Joaquín: «¡Este, este será mi obra! Mío y no de su padre. Acabará venerándome y comprendiendo que yo valgo mucho más que su padre y que hay en mi práctica de la Medicina mucha más arte que en la pintura de su padre. Y al cabo se lo quitaré, si, ¡se lo quitaré! Él me quitó a Helena, yo les quitaré el hijo. Que será mío, y ¿quién sabe?..., acaso concluya renegando de su padre cuando le conozca y sepa lo que me hizo.»
—Pero dime —le preguntó un día Joaquín a su discípulo—, ¿cómo se te ocurrió estudiar Medicina?
—No lo sé...
—Porque lo natural es que hubieses sentido inclinación a la pintura. Los muchachos se sienten llamados a la profesión de sus padres; es el espíritu de imitación..., el ambiente...
—Nunca me ha interesado la pintura, maestro.
—Lo sé, lo sé por tu padre, hijo.
—Y la de mi padre menos.
—Hombre, hombre, ¿y cómo así?
—No la siento y no sé si la siente él...
—Eso es más grande. A ver, explícate.
—Estamos solos; nadie nos oye; usted, maestro, es como si fuera mi segundo padre..., segundo... Bueno. Además usted es el más antiguo amigo suyo, le he oído decir que de siempre, de toda la vida, de antes de tener uso de razón, que son como hermanos...
—Sí, sí, así es; Abel y yo somos como hermanos... Sigue.
—Pues bien, quiero abrirle hoy mi corazón, maestro.
—Ábremelo. Lo que me digas caerá en él como en el vacío, ¡nadie lo sabrá!
—Pues sí, dudo que mi padre sienta la pintura ni nada. Pinta como una máquina, es un don natural, ¿pero sentir?
—Siempre he creído eso.
—Pues fue usted, maestro, quien, según dicen, hizo la mayor fama de mi padre con aquel famoso discurso de que aún se habla.
—¿Y qué iba yo a decir?
—Algo así me pasa. Pero mi padre no siente ni la pintura ni nada. Es de corcho, maestro, de corcho.
—No tanto, hijo.
—Sí, de corcho. No vive más que para su gloria. Todo eso de que la desprecia es farsa, farsa, farsa. No busca más que el aplauso. Y es un egoísta, un perfecto egoísta. No quiere a nadie.
—Hombre, a nadie...
—¡A nadie, maestro, a nadie! Ni sé cómo se casó con mi madre. Dudo que fuera por amor.
Joaquín palideció.
—Sé —prosiguió el hijo— que ha tenido enredos y líos con algunas modelos; pero eso no es más que capricho y algo de jactancia. No quiere a nadie.
—Pero me parece que eres tú quien debieras...
—A mí nunca me ha hecho caso. A mí me ha mantenido, ha pagado mi educación y mis estudios, no me ha escatimado ni me escatima su dinero, pero yo apenas si existo para él. Cuando alguna vez le he preguntado algo, de historia, de arte, de técnica, de la pintura o de sus viajes o de otra cosa, me ha dicho: «Déjame, déjame en paz», y una vez llegó a decirme: «¡apréndelo, como lo he aprendido yo!; ahí tienes los libros». ¡Qué diferencia con usted, maestro!
—Sería que no lo sabía, hijo. Porque mira, los padres quedan a las veces mal con sus hijos por no confesarse más ignorantes o más torpes que ellos.
—No era eso. Y hay algo peor.
—¿Peor? ¡A ver!
—Peor, sí. Jamás me ha reprendido, haya hecho yo lo que hiciera. No soy, no he sido nunca un calavera, un disoluto, pero todos los jóvenes tenemos nuestras caídas, nuestros tropiezos. Pues bien, jamás los ha inquirido, y si por acaso los sabía nada me ha dicho.
—Eso es respeto a tu personalidad, confianza en ti... Es acaso la manera más generosa y noble de educar a un hijo, es fiarse...
—No, no es nada de eso, maestro. Es sencillamente indiferencia.
—No, no, no exageres, no es eso... ¿Qué te iba a decir que tú no te lo dijeras? Un padre no puede ser un juez...
—Pero sí un compañero, un consejero, un amigo o un maestro como usted.
—Pero hay cosas que el pudor impide se traten entre padres e hijos.
—Es natural que usted, su mayor y más antiguo amigo, su casi hermano, lo defienda, aunque...
—¿Aunque qué? —¿Puedo decirlo todo? —¡Sí, dilo todo!
—Pues bien, de usted no le he oído nunca hablar sino muy bien, demasiado bien, pero...
—¿Pero qué?
—Que habla demasiado bien de usted. —¿Qué es eso de demasiado?
—Que antes de conocerle yo a usted, maestro, le creía otro.
—Explícate.
—Para mi padre es usted una especie de pesonaje trágico, de ánimo torturado de hondas pasiones. «¡Si se pudiera pintar el alma de Joaquín!», suele decir. Habla de un modo como si mediase entre usted y él algún secreto...
—Aprensiones tuyas...
—No, no lo son...
—¿Y tu madre?
—Mi madre...
—Mira, Joaquín —le dijo un día Antonia a su marido—, me parece que el mejor día nuestra hija se nos va o nos la llevan...
—¿Joaquina? ¿Y dónde?
—¡Al convento!
—¡Imposible!
—No, sino muy posible. Tú distraído con tus cosas y ahora con ese hijo de Abel al que pareces haber prohijado... Cualquiera diría que le quieres más que a tu hija...
—Es que trato de salvarle, de redimirle de los suyos...
—No; de lo que tratas es de vengarte. ¡Qué vengativo eres! ¡Ni olvidas ni perdonas! Temo que Dios te va a castigar, va a castigarnos...
—Ah, ¿y es por eso por lo que Joaquina se quiere ir al convento?
—Yo no he dicho eso.
—Pero lo digo yo y es lo mismo. ¿Se va acaso por celos de Abelín? ¿Es que teme que le llegue a querer más que a ella? Pues si es por eso...
—Por eso no.
—¿Entonces?
—¡Qué sé yo!... Dice que tiene vocación, que es adonde Dios la llama...
—Dios... Dios... ¡Será su confesor! ¿Quién es?
—El padre Echevarría.
—¡El que me confesaba a mí!
—¡El mismo!
Quedóse Joaquín mustio y cabizbajo, y al día siguiente, llamando a solas a su mujer, le dijo:
—Creo haber penetrado en los motivos que empujan a Joaquina al claustro, o mejor, en los motivos porque le induce el padre Echevarría a que entre en él. ¿Tú recuerdas cómo busqué refugio y socorro en la Iglesia contra esta maldita obsesión que me embarga el ánimo todo, contra este despecho que con los años se hace más viejo, es decir, más duro y más terco, y cómo, después de los mayores esfuerzos, no pude lograrlo? No, no me dio remedio el padre Echevarría, no pudo dármelo. Para este mal no hay más que un remedio, uno solo.
Callóse un momento como esperando una pregunta de su mujer, y como ella callara, prosiguió diciéndole:
—Para ese mal no hay más remedio que la muerte. Quién sabe... Acaso nací con él y con él moriré. Pues bien, ese padrecito que no pudo remediarme ni reducirme, empuja ahora, sin duda, a mi hija, a tu hija, a nuestra hija, al convento, para que en él ruegue por mí, para que se sacrifique salvándome...
—Pero si no es sacrificio..., si dice que es su vocación...
—Mentira, Antonia; te digo que eso es mentira. Las más de las que van monjas, o van a trabajar poco, a pasar una vida pobre, pero descansada, a sestear místicamente o van huyendo de casa, y nuestra hija huye de casa, huye de nosotros.
—Será de ti...
—¡Sí, huye de mí! ¡Me ha adivinado!
—Y ahora que le has cobrado ese apego a ese...
—¿Quieres decirme que huye de él?
—No sino de tu nuevo capricho...
—¿Capricho?, ¿capricho?, ¿capricho dices? Yo seré todo menos caprichoso, Antonia. Yo tomo todo en serio, todo, ¿lo entiendes?
—Sí, demasiado en serio —agregó la mujer llorando.
—Vamos, no llores así, Antonia, mi santa, mi ángel bueno, y perdóname si he dicho algo...
—No es peor lo que dices, sino lo que callas.
—¡Pero, por Dios, Antonia, por Dios, haz que nuestra hija no nos deje; que si se va al convento, me mata, sí, me mata, porque me mata! Que se quede, que yo haré lo que ella quiera... que si quiere que le despache a Abelín, le despacharé,..
—Me acuerdo cuando decías que te alegrabas de que no tuviéramos más que una hija, porque así no teníamos que repartir el cariño...
—¡Pero si no lo reparto!
—Algo peor entonces...
—Sí, Antonia, esa hija quiere sacrificarse por mí, y no sabe que si va al convento me deja desesperado. ¡Su convento es esta casa!
Dos días después encerrábase en el gabinete Joaquín con su mujer y su hija.
—¡Papá, Dios lo quiere! —exclamó resueltamente y mirándole cara a cara su hija Joaquina.
—¡Pues no! No es Dios quien lo quiere, sino el padrecito ese —replicó él—. ¿Qué sabes tú, mocosuela, lo que quiere Dios? ¿Cuándo te has comunicado con Él?
—Comulgo cada semana, papá.
—Y se te antojan revelaciones de Dios los desvanecimientos que te suben del estómago en ayunas.
—Peores son los del corazón en ayunas.
—¡No, no, eso no puede ser; eso no lo quiere Dios, no puede quererlo, te digo que no lo puede querer!
—Yo no sé lo que Dios quiere, y tú, padre, sabes lo que no puede querer, ¿eh? De cosas del cuerpo sabrás mucho, pero de cosas de Dios, del alma...
—Del alma, ¿eh? ¿Conque tú crees que no sé del alma?
—Acaso lo que mejor te sería no saber.
—¿Me acusas?
—No; eres tú, papá, quien se acusa a sí mismo.
—¿Lo ves, Antonia, lo ves, no te lo decía?
—¿Y qué te decía, mamá?
—Nada, hija mía, nada; aprensiones, cavilaciones de tu padre...
—Pues bueno —exclamó Joaquín como quien se decide—, tú vas al convento para salvarme, ¿no es eso?
—Acaso no andes lejos de la verdad.
—¿Y salvarme de qué?
—No lo sé bien.
—¡Lo sabré yo ...! ¿De qué?, ¿de quién?
—¿De quién, padre, de quién? Pues del demonio o de ti mismo.
—¿Y tú qué sabes?
—Por Dios, Joaquín, por Dios —suplicó la madre con lágrimas en la voz, llena de miedo ante la mirada y el tono de su marido.
—Déjanos, mujer, déjanos, déjanos, a ella y a mí. ¡Esto no te toca!
—¿Pues no ha de tocarme? Pero si es mi hija...
—¡La mía! Déjanos, ella es una Monegro, yo soy un Monegro; déjanos. Tú no entiendes, tú no puedes entender estas cosas...
—Padre, si trata así a mi madre delante mío, me voy. No llores, mamá.
—¿Pero tú crees, hija mía...?
—Lo que yo creo y sé es que soy tan hija suya como tuya.
—¿Tanto?
—Acaso más.
—No digáis esas cosas, por Dios —exclamó la madre llorando—, si no me voy.
—Sería lo mejor —añadió la hija—. A solas nos veríamos mejor las caras, digo, las almas, nosotros, los Monegro.
La madre besó a la hija y se salió.
—Y bueno —dijo fríamente el padre, así que se vio a solas con su hija—, ¿para salvarme de qué o de quién te vas al convento?
—Pues bien, padre, no sé de quién, no sé de qué, pero hay que salvarte. Yo no sé lo que anda por dentro de esta casa, entre tú y mi madre, no sé lo que anda dentro de ti, pero es algo malo...
—¿Eso te lo ha dicho el padrecito ese?
—No, no me lo ha dicho el padrecito; no ha tenido que decírmelo; no me lo ha dicho nadie, sino que lo he respirado desde que nací. ¡Aquí, en esta casa, se vive como en tinieblas espirituales!
—Bah, esas son cosas que has leído en tus libros...
—Como tú has leído otras en los tuyos. ¿O es que crees que sólo los libros que hablan de lo que hay dentro del cuerpo, esos libros tuyos con esas láminas feas, son los que enseñan la verdad?
—Y bien, esas tinieblas espirituales que dices, ¿qué son?
—Tú lo sabrás mejor que yo, papá; pero no me niegues que aquí pasa algo, que aquí hay, como si fuese una niebla oscura, una tristeza que se mete por todas partes, que tú no estás contento nunca, que sufres, que es como si llevases a cuestas una culpa grande.,..
—¡Sí, el pecado original! —dijo Joaquín con sorna.
—¡Ese, ese! —exclamó la hija—. ¡Ese, del que no te has sanado!
—¡Pues me bautizaron...!
—No importa.
—Y como remedio para esto vas a meterte monja, ¿no es eso? Pues lo primero era averiguar qué es ello, a qué se debe todo esto...
—Dios me libre, papá, de tal cosa. Nada de querer juzgarnos.
—Pero de condenarme, sí, ¿no es eso?
—¿Condenarte?
—Sí, condenarme; eso de irte así es condenarme...
—¿Y si me fuese con un marido? ¿Si te dejara por un hombre...?
—Según el hombre.
Hubo un breve silencio.
—Pues sí, hija mía —reanudó Joaquín—, yo no estoy bien, yo sufro, sufro casi toda mi vida; hay mucho de verdad en lo que has adivinado; pero con tu resolución de meterte monja me acabas de matar, exacerbas y enconas mis males. Ten compasión de tu padre, de tu pobre padre...
—Es por compasión...
—No, es por egoísmo. Tú huyes; me ves sufrir y huyes. Es el egoísmo, es el despego, es el desamor lo que te lleva al claustro. Figúrate que yo tuviese una enfermedad pegajosa y larga, una lepra; ¿me dejarías yendo al convento a rogar por Dios que me sanara? Vamos, contesta, ¿me dejarías?
—No, no te dejaría, pues soy tu única hija.
—Pues haz cuenta de que soy un leproso. Quédate a curarme.Me pondré bajo tu cuidado, haré lo que me mandes.
—Si es así...
Levantóse el padre, y mirando a su hija a través de lagrimas, abrazóla, y teniéndola así, en sus brazos, con voz de susurro, le dijo al oído:
—¿Quieres curarme, hija mía?
—Sí, papá.
—Pues cásate con Abelín.
—¿Eh? —exclamó Joaquina separándose de su padre y mirándole cara a cara.
—¿Qué? ¿Qué te sorprende? —balbuceó el padre, sorprendido a la vez.
—¿Casarme? ¿Yo? ¿Con Abelín? ¿Con el hijo de tu enemigo?
—¿Quién te ha dicho eso?
—Tu silencio de años.
—Pues por eso, por ser el hijo del que llamas mi enemigo.
—Yo no sé lo que hay entre vosotros, no quiero saberlo, pero al verte últimamente cómo te aficionabas a su hijo me dio miedo... temí..., no sé lo que temí. Ese tu cariño a Abelín me parecía monstruoso, algo infernal...
—¡Pues no, hija, no! Buscaba en él redención. Y créeme, si logras traerle a mi casa, si le haces mi hijo, será como si sale al fin el sol en mi alma...
—Pero ¿pretendes tú, tú, mi padre, que yo le solicite, le busque?