Abel Sánchez (3 page)

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Authors: Miguel de Unamuno

BOOK: Abel Sánchez
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—¡Sí, bonito es él para resignarse!

—La verdad es que esto no estuvo del todo bien.

—¿Qué? ¿También tú? ¿Es que vamos a ser las mujeres como bestias, que se dan y prestan y alquilan y venden?

—No, pero...

—¿Pero qué?

—Que fue él quien me presentó a ti, para que te hiciera el retrato, y me aproveché...

—¡Y bien aprovechado! ¿Estaba yo acaso comprometida con él? ¡Y aunque lo hubiese estado! Cada cual va a lo suyo.

—Sí, pero...

—¿Qué? ¿Te pesa? Pues por mí... Aunque si aún me dejases ahora, ahora que estoy comprometida y todas saben que eres mi novio oficial y que me vas a pedir un día de estos, no por eso buscaría a Joaquín, ¡no! ¡Menos que nunca! Me sobrarían pretendientes, así, como los dedos de las manos —y levantaba sus dos largas manos, de abusados dedos, aquellas manos que con tanto amor pintara Abel, y sacudía los dedos, como si revolotearan.

Abel le cogió las dos manos en las recias suyas, se las llevó a la boca y las besó alargadamente. y luego en la boca...

—¡Estáte quieto, Abel!

—Tienes razón, Helena, no vamos a turbar nuestra felicidad pensando en lo que sienta y sufra por ella el pobre Joaquín...

—¿Pobre? ¡No es más que un envidioso!

—Pero hay envidias, Helena...

—¡Que se fastidie!

—Y después de una pausa llena de un negro silencio:

—Por supuesto, le convidaremos a la boda...

—¡Helena!

—¿Y qué mal hay en ello? Es mi primo, tu primer amigo, a él debemos el habernos conocido. Y si no le convidas tú, le convidaré yo. ¿Que no va? ¡Mejor! ¿Qué va? ¡Mejor que mejor!

V

Al anunciar Abel a Joaquín su casamiento, este dijo: —Así tenía que ser. Tal para cual.

—Pero bien comprendes...

—Sí, lo comprendo, no me creas un demente o un furioso; lo comprendo, está bien, que seáis felices... Yo no lo podré ser ya...

—Pero, Joaquín, por Dios, por lo que más quieras...

—Basta y no hablemos más de ello. Haz feliz a Helena y que ella te haga feliz... Os he perdonado ya...

—¿De veras?

—Sí, de veras. Quiero perdonaros. Me buscaré mi vida.

—Entonces me atrevo a convidarte a la boda, en mi nombre...

—Y en el de ella, ¿eh?

—Sí, en el de ella también.

—Lo comprendo. Iré a realzar vuestra dicha. Iré.

Como regalo de boda mandó Joaquín a Abel un par de magníficas pistolas damasquinadas, como para un artista.

—Son para que te pegues un tiro cuando te canses de mí —le dijo Helena a su futuro marido.

—¡Qué cosas tienes, mujer!

—Quién sabe sus intenciones... Se pasa la vida tramándolas...

«En los días que siguieron a aquel en que me dijo que se casaban —escribió en su Confesión Joaquín— sentí como si el alma toda se me helase. Y el hielo me apretaba el corazón. Eran como llamas de hielo. Me costaba respirar. El odio a Helena, y sobre todo, a Abel, porque era odio, odio frío cuyas raíces me llenaban el ánimo, se me había empedernido. No era una mala planta, era un témpano que se me había clavado en el alma; era, más bien, mi alma toda congelada en aquel odio. Y un hielo tan cristalino, que lo veía todo a su través con una claridad perfecta. Me daba acabada cuenta de que razón, lo que se llama razón, eran ellos los que la tenían; que yo no podía alegar derecho alguno sobre ella; que no se debe ni se puede forzar el afecto de una mujer; que, pues se querían, debían unirse. Pero sentía también confusamente que fui yo quien les llevó no sólo a conocerse, sino a quererse, que fue por desprecio a mí por lo que se entendieron, que en la resolución de Helena entraba por mucho el hacerme rabiar y sufrir, el darme dentera, el rebajarme a Abel, y en la de este el soberano egoísmo que nunca le dejó sentir el sufrimiento ajeno. Ingenuamente, sencillamente no se daba cuenta de que existieran otros. Los demás éramos para él, a lo sumo, modelos para sus cuadros. No sabía ni odiar; tan lleno de sí vivía.

»Fui a la boda con el alma escarchada de odio, el corazón garapiñado en hielo agrio pero sobrecogido de un mortal terror, temiendo que al oír el sí de ellos, el hielo se me resquebrajara y hendido el corazón quedase allí muerto o imbécil. Fui a ella como quien va a la muerte. Y lo que me ocurrió fue más mortal que la muerte misma; fue peor, mucho peor que morirse. Ojalá me hubiese entonces muerto allí.

»Ella estaba hermosísima. Cuando me saludó sentí que una espada de hielo, de hielo dentro del hielo de mi corazón, junto a la cual aún era tibio el mío, me lo atravesaba; era la sonrisa insolente de su compasión. ¡Gracias!, me dijo, y entendí: ¡Pobre Joaquín! Él, Abel, él ni sé si me vio. "Comprendo tu sacrificio" —me dijo, por no callarse—. "No, no hay tal —le repliqué—; te dije que vendría y vengo; ya ves que soy razonable; no podía faltar a mi amigo de siempre, a mi hermano."Debió de parecerle interesante mi actitud, aunque poco pictórica. Yo era allí el convidado de piedra.

»Al acercarse el momento fatal yo contaba los segundos. "¡Dentro de poco —me decía— ha terminado para mí todo!" Creo que se me paró el corazón. Oí claros y distintos los dos sis, el de él y el de ella. Ella me miró al pronunciarlo. Y quedé más frío que antes, sin un sobresalto, sin una palpitación, como si nada que me tocase hubiese oído. Y ello me llenó de infernal terror a mí mismo. Me sentí peor que un monstruo, me sentí como si no existiera, como si no fuese nada más que un pedazo de hielo, y esto para siempre. Llegué a palparme la carne, a pellizcármela, a tomarme el pulso. "¿Pero estoy vivo? ¿Y soy yo?" —me dije.

»No quiero recordar todo lo que sucedió aquel día. Se despidieron de mí y fuéronse a su viaje de luna de miel. Yo me hundí en mis libros, en mi estudio, en mi clientela, que empezaba ya a tenerla. El despejo mental que me dio aquel golpe de lo ya irreparable, el descubrimiento de mí mismo de que no hay alma, moviéronme a buscar en el estudio, no ya consuelo —consuelo, ni lo necesitaba ni lo quería—, sino apoyo para una ambición inmensa. Tenía que aplastar con la fama de mi nombre la fama, ya incipiente, de Abel; mis descubrimientos científicos, obra de arte, de verdadera poesía, tenían que hacer sombra a sus cuadros. Tenía que llegar a comprender un día Helena que era yo, el médico, el antipático, quien habría de darle aureola de gloria, y no él, no el pintor. Me hundí en el estudio. ¡Hasta llegué a creer que los olvidaría! ¡Quise hacer de la ciencia un narcótico y a la vez un estimulante!»

VI

Al poco de haber vuelto los novios de su viaje de luna de miel, cayó Abel enfermo de alguna gravedad y llamaron a Joaquín a que le viese y le asistiese.

—Estoy muy intranquila, Joaquín —le dijo Helena—; anoche no ha hecho sino delirar, y en el delirio no hacía sino llamarte.

Examinó Joaquín con todo cuidado y minucia a su amigo, y luego, mirando ojos a ojos a su prima, le dijo:

—La cosa es grave, pero creo que le salvaré. Yo soy quien no tiene salvación ya.

—Sí, sálvamelo —exclamó ella—. Y ya sabes...

—¡Sí, lo sé todo! —y se salió.

Helena se fue al lecho de su marido, le puso una mano sobre la frente, que le ardía, y se puso a temblar. «¡Joaquín, Joaquín —deliraba Abel—, perdónanos, perdóname!»

—¡Calla —le dijo casi al oído Helena—, calla!; ha venido a verte y dice que te curará, que te sanará... Dice que te calles...

—¿Que me curará...? —añadió maquinalmente el enfermo.

Joaquín llegó a su casa también febril, pero con una especie de fiebre de hielo. «¡Y si se muriera...!», pensaba. Echóse vestido sobre la cama y se puso a imaginar escenas de lo que acaecería si Abel se muriese: el luto de Helena, sus entrevistas con la viuda, el remordimiento de esta, el descubrimiento por parte de ella de quién era él, Joaquín, y de cómo, con qué violencia necesitaba el desquite y la necesitaba a ella, y cómo caía al fin ella en sus brazos y reconocía que lo otro, la traición, no había sido sino una pesadilla, un mal sueño de coqueta; que siempre le había querido a él, a Joaquín y no a otro. «¡Pero no se morirá!», se dijo luego. «¡No dejaré yo que se muera, no debo dejarlo, está comprometido mi honor, y luego... necesito que viva!»

Y al decir este: «¡necesito que viva!», temblábale toda el alma, como tiembla el follaje de una encina a la sacudida del huracán.

«Fueron unos días atroces aquellos de la enfermedad de Abel —escribía en su Confesión el otro—, unos días de tortura increíble. Estaba en mi mano dejarle morir, aún más, hacerle morir sin que nadie lo sospechase, sin que de ello quedase rastro alguno. He conocido en mi práctica profesional casos de extrañas muertes misteriosas que he podido ver luego iluminadas al trágico fulgor de sucesos posteriores, una nueva boda de la viuda y otros así. Luché entonces como no he luchado nunca conmigo mismo, con ese hediondo dragón que me ha envenenado y entenebrecido la vida. Estaba allí comprometido mi honor de médico, mi honor de hombre, y estaba comprometida mi salud mental, mi razón. Comprendí que me agitaba bajo las garras de la locura; vi el espectro de la demencia haciendo sombra en mi corazón. Y vencí. Salvé a Abel de la muerte. Nunca he estado más feliz, más acertado. El exceso de mi infelicidad me hizo estar felicísimo de acierto.»

—Ya está fuera de todo cuidado tu... marido —le dijo un día Joaquín a Helena.

—Gracias, Joaquín, gracias —y le cogió la mano, que él se la dejó entre las suyas—; no sabes cuánto te debemos...

—Ni vosotros sabéis cuánto os debo...

—Por Dios, no seas así... ahora que tanto te debemos, no volvamos a eso...

—No, si no vuelvo a nada. Os debo mucho. Esta enfermedad de Abel me ha enseñado mucho, pero mucho...

—¿Ah, le tomas como a un caso?

—¡No, Helena, no; el caso soy yo!

—Pues no te entiendo.

—Ni yo del todo. Y te digo que estos días luchando por salvar a tu marido...

—¡Di a Abel!

—Bien, sea; luchando por salvarle he estudiado con su enfermedad la mía y vuestra felicidad y he decidido... ¡casarme!

—¿Ah, pero tienes novia?

—No, no la tengo aún, pero la buscaré. Necesito un hogar. Buscaré mujer. ¿O crees tú, Helena, que no encontraré una mujer que me quiera?

—¡Pues no la has de encontrar, hombre, pues no la has de encontrar...!

—Una mujer que me quiera, digo.

—¡Sí, te he entendido, una mujer que te quiera, sí!

—Porque como partido...

—Sí, sin duda eres un buen partido... joven, no pobre, con una buena carrera, empezando a tener fama, bueno...

—Bueno... sí, y antipático, ¿no es eso?

—¡No, hombre, no; tú no eres antipático!

—¡Ay, Helena, Helena!, ¿dónde encontraré una mujer? ...

—¿Que te quiera?

—No, sino que no me engañe, que me diga la verdad, que no se burle de mí, Helena, ¡que no se burle de mí...! Que se case conmigo por desesperación, porque yo la mantenga, pero que me lo diga...

—Bien has dicho que estás enfermo, Joaquín. ¡Cásate!

—¿Y crees, Helena, que hay alguien, hombre o mujer, que pueda quererme?

—No hay nadie que no pueda encontrar quien le quiera.

—¿Y querré yo a mi mujer? ¿Podré quererla?, ¿dime?

—Hombre, pues no faltaba más...

—Porque mira, Helena, no es lo peor no ser querido, no poder ser querido; lo peor es no poder querer.

—Eso dice don Mateo, el párroco, del demonio, que no puede querer.

—Y el demonio anda por la tierra, Helena.

—Cállate y no me digas esas cosas.

—Es peor que me las diga a mí mismo.

—¡Pues cállate!

VII

Dedicóse Joaquín, para salvarse, requiriendo amparo a su pasión, a buscar mujer, los brazos maternales de una esposa en que defenderse de aquel odio que sentía, un regazo en que esconder la cabeza, como un niño que siente terror al coco, para no ver los ojos infernales del dragón de hielo.

¡Aquella pobre Antonia!

Antonia había nacido para madre; era todo ternura, todo compasión. Adivinó en Joaquín, con divino instinto, un enfermo, un inválido del alma, un poseso, y sin saber de qué, enamoróse de su desgracia. Sentía un misterioso atractivo en las palabras frías y cortantes de aquel médico que no creía en la virtud ajena.

Antonia era la hija única de una viuda a que asistía Joaquín.

—¿Cree usted que saldrá de esta? —le preguntaba a él.

—Lo veo difícil, muy difícil. Está la pobre muy trabajada, muy acabada; ha debido de sufrir mucho... Su corazón está muy débil...

—¡Sálvemela usted, don Joaquín, sálvemela usted, por Dios! ¡Si pudiera daría mi vida por la suya!

—No, eso no se puede. Y, además, ¿quién sabe? La vida de usted, Antonia, ha de hacer más falta que la suya...

—¿La mía? ¿Para qué? ¿Para quién?

—¡Quién sabe...!

Llegó la muerte de la pobre viuda.

—No ha podido ser, Antonia —dijo Joaquín—. ¡La ciencia es impotente!

—¡Sí, Dios lo ha querido!

—¿Dios?

—Ah —y los ojos bañados en lágrimas de Antonia clavaron su mirada en los de Joaquín, enjutos y acerados—. ¿Pero usted no cree en Dios?

—¿Yo ...? ¡No lo sé...!

A la pobre huérfana la compunción de piedad que entonces sintió por el médico aquel le hizo olvidar por un momento la muerte de su madre.

—Y si yo no creyera en Él, ¿qué haría ahora?

—La vida todo lo puede, Antonia.

—¡Puede más la muerte! Y ahora... tan sola... sin nadie...

—Eso sí, la soledad es terrible. Pero usted tiene el recuerdo de su santa madre, el vivir para encomendarla a Dios... ¡Hay otra soledad mucho más terrible!

—¿Cuál?

—La de aquel a quien todos menosprecian, de quien todos se burlan... La del que no encuentra quien le diga la verdad...

—¿Y qué verdad quiere usted que se le diga?

—¿Me la dirá usted, ahora, aquí, sobre el cuerpo aún tibio de su madre? ¿Jura usted decírmela?

—Sí, se la diré.

—Bien, yo soy un antipático, ¿no es así?

—¡No, no es así!

—La verdad, Antonia...

—¡No, no es así!

—Pues ¿qué soy...?

—¿Usted? Usted es un desgraciado, un hombre que sufre...

Derritiósele a Joaquín el hielo y asomáronsele unas lagrimas a los ojos. Y volvió a temblar hasta las raíces del alma.

Poco después Joaquín y la huérfana formalizaban sus relaciones, dispuestos a casarse luego que pasase el año de luto de ella.

«Pobre mi mujercita —escribía, años después, Joaquin en su Confesión— empeñada en quererme y en curarme, en vencer la repugnancia que sin duda yo debía de inspirarle. Nunca me lo dijo, nunca me lo dio a entender, pero ¿podía no inspirarle yo repugnancia, sobre todo cuando descubrí la lepra de mi alma, la gangrena de mis odio? Se casó conmigo como se habría casado con un leproso, no me cabe duda de ello, por divina piedad, por espíritu de abnegación y de sacrificio cristianos, para salvar mi alma y así salvar la suya, por heroísmo de santidad. ¡fue una santa! ¡Pero no me curó de Helena; no me curo de Abel! Su santidad fue para mí un remordimiento más.

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