Abel Sánchez (12 page)

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Authors: Miguel de Unamuno

BOOK: Abel Sánchez
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Y el niño crecía a la par que la Confesión y las Memorias de su abuelo de madre y que la fama de pintor de su abuelo de padre. Pues nunca fue más grande la reputación de Abel que en este tiempo. El cual, por su parte, parecía preocuparse muy poco de toda otra cosa que no fuese su reputación.

Una vez se fijó más intensamente en el nietecillo, y fue al verle una mañana dormido, exclamó: «¡Qué precioso apunte!» Y tomando un álbum se puso a hacer un bosquejo a lápiz del niño dormido.

—¡Qué lástima! —exclamó— no tener aquí mi paleta y mis colores! Ese juego de la luz en la mejilla, que parece como de melocotón, es encantador. ¡Y el color del pelo! ¡Si parecen rayos de sol los rizos!

—Y luego —le dijo Joaquín—, ¿cómo llamarías al cuadro? ¿Inocencia?

—Eso de poner títulos a los cuadros se queda para los literatos, como para los médicos el poner nombres a las enfermedades, aunque no se curen.

—¿Y quién te ha dicho, Abel, que sea lo propio de la medicina curar las enfermedades?

—Entonces, ¿qué es?

—Conocerlas. El fin de la ciencia es conocer.

—Yo creí que conocer para curar. ¿De qué nos serviría haber probado del fruto de la ciencia del bien y del mal si no era para librarnos de este?

—Y el fin del arte, ¿cuál es? ¿Cuál es el fin de ese dibujo de nuestro nieto que acabas de hacer?

—Eso tiene su fin en sí. Es una cosa bonita y basta.

—¿Qué es lo bonito? ¿Tu dibujo o nuestro nieto?

—¡Los dos!

—¿Acaso crees que tu dibujo es más hermoso que él, que Joaquinito?

—¡Ya estás en las tuyas! ¡Joaquín, Joaquín!

Y vino Antonia, la abuela, y cogió al niño de la cuna y se lo llevó como para defenderle de uno y de otro abuelo. Y le decía: «¡Ay, hijo, hijito, hijo mío, corderito de Dios, sol de la casa, angelito sin culpa, que no te retraten, que no te curen! ¡No seas modelo de pintor, no seas enfermo de médico!... ¡Déjales, déjales con su arte y con su ciencia y vente con tu abuelita, tú, vida mía, vida, vidita, vidita mía! Tú eres mi vida; tú eres nuestra vida; tú eres el sol de esta casa. Yo te enseñaré a rezar por tus abuelos y Dios te oirá. ¡Vente conmigo, vidita, vida, corderito sin mancha, corderito de Dios!» Y no quiso Antonia ver el apunte de Abel.

XXXVI

Joaquín seguía con su enfermiza ansiedad el crecimiento en cuerpo y en espíritu de su nieto Joaquinito. ¿A quién salía? ¿A quién se parecía? ¿De qué sangre era? Sobre todo cuando empezó a balbucir.

Desasosegábale al abuelo que el otro abuelo, Abel, desde que tuvo el nieto, frecuentaba la casa de su hijo y hacía que le llevasen a la suya el pequeñuelo. Aquel grandísimo egoísta —por tal le tenían su hijo y su consuegro— parecía ablandarse de corazón y aun aniñarse ante el niño. Solía ir a hacerle dibujos, lo que encantaba a la criatura. «¡Abelito, santos!», le pedía. Y Abel no se cansaba de dibujarle perros, gatos, caballos, toros, figuras humanas. Ya le pedía un jinete, ya dos chicos haciendo cachetina, ya un niño corriendo de un perro que le sigue, y que las escenas se repitiesen.

—En mi vida he trabajado con más gusto —decía Abel—; ¡esto, esto es arte puro y lo demás... chanfaina!

—Puedes hacer un álbum de dibujos para los niños —le dijo Joaquín.

—¡No, así no tiene gracia; para los niños... no! Eso no sería arte, sino...

—Pedagogía —dijo Joaquín.

—Eso sí, sea lo que fuere, pero arte, no. Esto es arte, esto; estos dibujos que dentro de media hora romperá nuestro nieto.

—¿Y si yo los guardase? —preguntó Joaquín.

—¿Guardarlos? ¿Para qué?

—Para tu gloria. He oído de no sé qué pintor de fama que se han publicado los dibujos que les hacía, para divertirlos, a sus hijos, y que son lo mejor de él.

—Yo no los hago para que los publiquen luego, ¿entiendes? Y en cuanto a eso de la gloria, que es una de tus reticencias, Joaquín, sábete que no se me da un comino de ella.

—¡Hipócrita! Si es lo único que de veras te preocupa...

—¿Lo único? Parece mentira que me lo digas ahora. Hoy lo que me preocupa es este niño. ¡Y será un gran artista! —Que herede tu genio, ¿no?

—¡Y el tuyo!

El niño miraba sin comprender el duelo entre sus dos abuelos, pero adivinando algo en sus actitudes.

—¿Qué le pasa a mi padre —preguntaba a Joaquín su yerno—, que está chocho con el nieto, él que apenas nunca me hizo caso? Ni recuerdo que siendo yo niño me hiciese esos dibujos...

—Es que vamos para viejos, hijo —le respondió Joaquín— y la vejez enseña mucho.

—Y hasta el otro día, a no sé qué pregunta del niño, le vi llorar. Es decir, le salieron las lágrimas. Las primeras que le he visto.

—¡Bah! ¡Eso es cardiaco!

—¿Cómo?

—Que tu padre está ya gastado por los años y el trabajo y por el esfuerzo de la inspiración artística y por las emociones, que tiene muy mermadas las reservas del corazón y que el mejor día...

—¿Qué?

—Os da, es decir, nos da un susto. Y me alegro que haya llegado ocasión de decírtelo, aunque ya pensaba en ello. Adviérteselo a Helena, a tu madre.

—Sí, él se queja de fatiga, de disnea, ¿será...?

—Eso es. Me ha hecho que le reconozca sin saberlo tú, y le he reconocido. Necesita cuidado.

Y así era que en cuanto se encrudecía el tiempo Abel se quedaba en casa y hacía que le llevasen a ella el nieto, lo que amargaba para todo el día al otro abuelo. «Me lo está mimando —decía Joaquín—, quiere arrebatarme su cariño; quiere ser el primero; quiere vengarse de lo de su hijo. Sí, sí, es por venganza, nada más que por venganza. Quiere quitarme este último consuelo. Vuelve a ser él, él, él, que me quitaba los amigos cuando éramos mozos.»

Y en tanto Abel le repetía al nietecito que quisiera mucho al abuelito Joaquín.

—Te quiero más a ti —le dijo una vez el nieto.

—¡Pues no! No debes quererme a mí más; hay que querer a todos igual. Primero a papá y a mamá y luego a los abuelos y a todos lo mismo. El abuelito Joaquín es muy bueno, te quiere mucho, te compra juguetes...

—También tú me los compras...

—Te cuenta cuentos...

—Me gustan más los dibujos que tú me haces... ¡Anda, píntame un toro y un picador a caballo!

XXXVII

—Mira, Abel —le dijo solemnemente Joaquín así que se encontraron solos—; vengo a hablarte de una cosa grave, muy grave, de una cuestión de vida o muerte.

—¿De mi enfermedad?

—No; pero si quieres de la mía.

—¿De la tuya?

—De la mía, ¡sí! Vengo a hablarte de nuestro nieto. Y para no andar con rodeos es menester que te vayas, que te alejes, que nos pierdas de vista; te lo ruego, te lo suplico...

—¿Yo? ¿Pero estás loco, Joaquín? ¿Y por qué?

—El niño te quiere a ti más que a mí. Esto es claro. Yo no sé lo que haces con él..., no quiero saberlo...

—Lo aojaré o le daré algún bebedizo, sin duda...

—No lo sé. Le haces esos dibujos, esos malditos dibujos, le entretienes con las artes perversas de tu maldito arte...

—Ah, ¿pero eso también es malo? Tú no estás bueno, Joaquín.

—Puede ser que no esté bueno, pero eso no importa ya. No estoy en edad de curarme. Y si estoy malo debes respetarme. Mira, Abel, que me amargaste la juventud, que me has perseguido la vida toda...

—¿Yo?

—Sí, tú, tú.

—Pues lo ignoraba.

—No finjas. Me has despreciado siempre.

—Mira, si sigues así me voy, porque me pones malo de verdad. Ya sabes mejor que nadie que no estoy para oír locuras de ese jaez. Vete a un manicomio a que te curen o te cuiden y déjanos en paz.

—Mira, Abel, que me quitaste, por humillarme, por rebajarme, a Helena...

—¿Y no has tenido a Antonia...?

—¡No, no es por ella, no! Fue el desprecio, la afrenta, la burla.

—Tú no estás bueno; te lo repito, Joaquín, no estás bueno...

—Peor estás tú.

—De salud del cuerpo, desde luego. Sé que no estoy para vivir mucho.

—Demasiado...

—¿Ah, pero me deseas la muerte?

—No, Abel, no, no digo eso —y tomó Joaquín tono de quejumbrosa súplica, diciéndole—: Vete, vete de aquí, vete a vivir a otra parte, déjame con él..., no me lo quites... por lo que te queda...

—Pues por lo que me queda, déjame con él.

—No, que me le envenenas con tus mañas, que le desapegas de mí, que le enseñas a despreciarme...

—¡Mentira, mentira y mentira! Jamás me ha oído ni me oirá nada en desprestigio tuyo.

—Sí, pero basta con lo que le engatusas.

—¿Y crees tú que por irme yo, por quitarme yo de en medio había de quererte? Si a ti, Joaquín, aunque uno se proponga no puede quererte... Si rechazas a la gente...

—Lo ves, lo ves...

—Y si el niño no te quiere como tú quieres ser querido, con exclusión de los demás o más que a ellos, es que presiente el peligro, es que teme...

—¿Y qué teme? —preguntó Joaquín, palideciendo.

—El contagio de tu mala sangre.

Levantóse entonces Joaquín, lívido, se fue a Abel y le puso las dos manos, como dos garras, en el cuello; diciendo: —¡Bandido!

Mas al punto las soltó. Abel dio un grito, llevándose las manos al pecho, suspitó un «¡Me muero!» y dio el último respiro. Joaquín se dijo: «¡El ataque de angina; ya no hay remedio; se acabó!»

En aquel momento oyó la voz del nieto que llamaba: «¡Abuelito! ¡Abuelito!» Joaquín se volvió:

—¿A quién llamas? ¿A qué abuelo llamas? ¿A mí? —y como el niño callara lleno de estupor ante el misterio que veía—: Vamos, di, ¿a qué abuelo? ¿A mí?

—No, al abuelito Abel.

—¿A Abel? Ahí lo tienes..., muerto. ¿Sabes lo que es eso? Muerto.

Después de haber sostenido en la butaca en que murió el cuerpo de Abel, se volvió Joaquín al nieto y con voz de otro mundo le dijo:

—¡Muerto, sí! Y le he matado yo, yo, ha matado a Abel Caín, tu abuelo Caín. Mátame ahora si quieres. Me quería robarte; quería quitarme tu cariño. Y me lo ha quitado. Pero él tuvo la culpa, él.

Y rompiendo a llorar, añadió:

—¡Me quería robarte a ti, a ti, al único consuelo que le quedaba al pobre Caín! ¿No le dejarán a Caín nada? Ven acá, abrázame.

El niño huyó sin comprender nada de aquello, como se huye de un loco. Huyó llamando a Helena: —¡Abuela, abuela!

—Le he matado, sí —continuó Joaquín solo—; pero él me estaba matando; hace más de cuarenta años que me estaba matando. Me envenenó los caminos de la vida con su alegría y con sus triunfos. Quería robarme el nieto...

Al oír pasos precipitados, volviendo Joaquín en sí, volvióse. Era Helena, que entraba.

—¿Qué pasa..., qué sucede..., qué dice el niño...?

—Que la enfermedad de tu marido ha tenido un fatal desenlace —dijo Joaquín heladamente.

—¿Y tú?

—Yo no he podido hacer nada. En esto se llega siempre tarde.

Helena le miró fijamente y le dijo:

—¡Tú..., tú has sido!

Luego se fue, pálida y convulsa, pero sin perder su compostura, al cuerpo de su marido.

XXXVIII

Pasó un año en que Joaquín cayó en una honda melancolía. Abandonó sus Memorias, evitaba ver a todo el mundo, incluso a sus hijos. La muerte de Abel había parecido el natural desenlace de su dolencia, conocida por su hija, pero un espeso bochorno misterioso pesaba sobre la casa. Helena encontró que el traje de luto la favorecía mucho y empezó a vender los cuadros que de su marido le quedaban. Parecía tener cierta aversión al nieto. Al cual le había nacido ya una hermanita.

Postróle, al fin, a Joaquín una oscura enfermedad en el lecho. Y sintiéndose morir, llamó un día a sus hijos, a su mujer, a Helena.

—Os dijo la verdad el niño —empezó diciendo—, yo le maté.

—No digas esas cosas, padre —suplicó Abel, su yerno. —No es hora de interrupciones ni de embustes. Yo le maté. O como si yo le hubiera matado, pues murió en mis manos...

—Eso es otra cosa.

—Se me murió teniéndole yo en mis manos, cogido del cuello. Aquello fue como un sueño. Toda mi vida ha sido un sueño. Por eso ha sido como una de esas pesadillas dolorosas que nos caen encima poco antes de despertar, al alba, entre el sueño y la vela. No he vivido ni dormido..., ¡ojalá!, ni despierto. No me acuerdo ya de mis padres, no quiero acordarme de ellos y confío en que ya muertos me hayan olvidado. ¿Me olvidará también Dios? Sería lo mejor, acaso, el eterno olvido. ¡Olvidadme, hijos míos!

—¡Nunca! —exclamó Abel, yendo a besarle la mano.

—¡Déjala! Estuvo en el cuello de tu padre al morir este. ¡Déjala! Pero no me dejéis. Rogad por mí.

—¡Padre, padre! —suplicó la hija.

—¿Por qué he sido tan envidioso, tan malo? ¿Qué hice para ser así? ¿Qué leche mamé? ¿Era un bebedizo de odio? ¿Ha sido un bebedizo de sangre? ¿Por qué nací en tierra de odios? En tierra en que el precepto parece ser: «Odia a tu prójimo como a ti mismo.» Porque he vivido odiándome; porque aquí todos vivimos odiándonos. Pero... traed al niño.

—¡Padre!

—¡Traed al niño! Y cuando el niño llegó le hizo acercarse.

—¿Me perdonas? —le preguntó.

—No hay de qué —dijo Abel.

—Di que sí, arrímate al abuelo —le dijo su madre.

—¡Sí! —susurró el niño.

—Di claro, hijo mío, di si me perdonas.

—Sí.

—Así, sólo de ti, sólo de ti, que no tienes todavía uso de razón, de ti, que eres inocente, necesito perdón. Y no olvides a tu abuelo Abel, al que te hacía los dibujos. ¿Le olvidarás?

—¡No!

—No, no le olvides, hijo mío, no le olvides. Y tú, Helena...

Helena, la vista en el suelo, callaba.

—Y tú, Helena...

—Yo, Joaquín, te tengo hace tiempo perdonado.

—No te pedía eso. Sólo quiero verte junto a Antonia. Antonia...

La pobre mujer, henchidos de lágrimas los ojos, se echó sobre la cabeza de su marido, y como queriendo protegerla.

—Tú has sido aquí la víctima. No pudiste curarme, no pudiste hacerme bueno...

—Pero si lo has sido, Joaquín... ¡Has sufrido tanto!...

—Sí, la tisis del alma. Y no pudiste hacerme bueno porque no te he querido.

—¡No digas eso!

—Sí lo digo, lo tengo que decir, y lo digo aquí, delante de todos. No te he querido. Si te hubiera querido me habría curado. No te he querido. Y ahora me duele no haberte querido. Si pudiéramos volver a empezar...

—¡Joaquín! ¡Joaquín! —clamaba desde el destrozado corazón la pobre mujer—. No digas esas cosas. Ten piedad de mí, ten piedad de tus hijos, de tu nieto que te oye, y que, aunque parece no entenderte, acaso mañana...

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