Authors: Miguel de Unamuno
A los pocos días fue a casa de Abel, acechando la hora en que este se hallara fuera de ella. Encontró a Helena sola con el niño, a aquella Helena, a cuya imagen divinizada había en vano pedido protección y salvación.
—Ya me ha dicho Abel —le dijo su prima— que ahora te ha dado por la iglesia. ¿Es que Antonia te ha llevado a ella, o es que vas huyendo de Antonia?
—¿Pues?
—Porque los hombres soléis haceros beatos o a rastras de la mujer o escapando de ella...
—Hay quien escapa de la mujer, y no para ir a la iglesia precisamente.
—Sí, ¿eh?
—Sí, pero tu marido, que te ha venido con el cuento ese, no sabe algo más, y es que no sólo rezo en la iglesia...
—¡Es claro! Todo hombre devoto debe hacer sus oraciones en casa.
—Y las hago. Y la principal es pedir a la Virgen que me proteja y me salve.
—Me parece muy bien.
—¿Y sabes ante qué imagen pido eso? —Si tú no me lo dices...
—Ante la que pintó tu marido...
Helena volvió la cara de pronto, enrojecida, al niño que dormía en un rincón del gabinete. La brusca violencia del ataque la desconcertó. Mas reponiéndose dijo:
—Eso me parece una impiedad de tu parte y prueba, Joaquín, que tu nueva devoción no es más que una farsa y algo peor...
—Te juro, Helena...
—El segundo: no jurar su santo nombre en vano.
—Pues te juro, Helena, que mi conversión fue verdadera, es decir, que he querido creer, que he querido defenderme con la fe de una pasión que me devora...
—Sí, conozco tu pasión.
—¡No, no la conoces!
—La conozco. No puedes sufrir a Abel.
—Pero ¿por qué no puedo sufrirle?
—Eso tú lo sabrás. No has podido sufrirle nunca, ni aun antes de que me lo presentases.
—¡Falso!... ¡Falso!
—¡Verdad! ¡Verdad! —¿Y por qué no he de poder sufrirle?
—Pues porque adquiere fama, porque tiene renombre... ¿No tienes tú clientela? ¿No ganas con ella?
—Pues mira, Helena, voy a decirte la verdad, toda la verdad. ¡No me basta con eso! Yo querría haberme hecho famoso, haber hallado algo nuevo en mi ciencia, haber unido mi nombre a algún descubrimiento científico...
—Pues ponte a ello, que talento no te falta.
—Ponerme a ello... ponerme a ello... Habríame puesto a ello, sí, Helena, si hubiese podido haber puesto esa gloria a tus pies...
—¿Y por qué no a los de Antonia? —¡No hablemos de ella!
—¡Ah, pero has venido a esto! ¿Has espiado el que mi Abel —y recalcó el mi— estuviese fuera para venir a esto?
—Tu Abel... tu Abel...; ¡valiente caso hace de ti tu Abel!
—¿Qué? ¿También delator, acusique, soplón?
—Tu Abel tiene otras modelos que tú.
—¿Y qué? —exclamó Helena, irguiéndose—. ¿Y qué, si las tiene? ¡Señal de que sabe ganarlas! ¿O es que también de eso le tienes envidia? ¿Es que no tienes más remedio que contentarte con... tu Antonia? ¡Ah!, ¿y porque él ha sabido buscarse otras vienes tú aquí hoy a buscarte otra también? ¿Y vienes así, con chismes de estos? ¿No te da vergüenza, Joaquín? Quítate, quítate de ahí, que me da bascas sólo el verte.
—¡Por Dios, Helena, que me estás matando..., que me estás matando!
—Anda, vete, vete a la iglesia, hipócrita, envidioso; vete a que tu mujer te cure, que estás muy malo.
—¡Helena, Helena, que tú sola puedes curarme! ¡Por cuanto más quieras, Helena, mira que pierdes para siempre a un hombre!
—Ah, ¿y quieres que por salvarte a ti pierda a otro, al mío?
—A ese no le pierdes; le tienes ya perdido. Nada le importa de ti. Es incapaz de quererte. Yo, yo soy el que te quiero, con toda mi alma, con un cariño como no puedes soñar.
Helena se levantó, fue al niño, y despertándolo, cogiólo en brazos, y volviendo a Joaquín, le dijo: «¡Vete! Es este, el hijo de Abel, quien te echa de su casa; ¡vete!»
Joaquín empeoró. La ira al conocer que se había desnudado el alma ante Helena, y el despecho por la manera como esta le rechazó, en que vio claro que le despreciaba, acabó de enconarle el ánimo. Mas se dominó buscando en su mujer y en su hija consuelo y remedio. Ensombreciósele aún más su vida de hogar; se le agrió el humor.
Tenía entonces en casa una criada muy devota, que procuraba oír misa diaria y se pasaba las horas que el servicio le dejaba libre encerrada en su cuarto haciendo sus devociones. Andaba con los ojos bajos, fijos en el suelo, y respondía a todo con la mayor mansedumbre y en voz algo gangosa. Joaquín no podía resistirla y la regañaba con cualquier pretexto. «Tiene razón el señor», solía decirle ella.
—¿Cómo que tengo razón? —exclamó una vez, ya perdida la paciencia, él, el amo—. ¡No, ahora no tengo razón!
—Bueno, señor, no se enfade, no la tendrá.
—¿Y nada más?
—No le entiendo, señor.
—¿Cómo que no me entiendes, gazmoña, hipócrita? ¿Por qué no te defiendes? ¿Por qué no me replicas? ¿Por qué no te rebelas?
—¿Rebelarme yo? Dios y la Santísima Virgen me defiendan de ello, señor.
—Pero ¿quieres más —intervino Antonia— sino que reconozca sus faltas?
—No, no las reconoce. ¡Está llena de soberbia!
—¿De soberbia yo, señor?
—¿Lo ves? es la hipócrita soberbia de no reconocerla. Es que está haciendo conmigo, a mi costa, ejercicios de humildad y de paciencia; es que toma mis accesos de mal humor como cilicios para ejercitarse en la virtud de la paciencia. ¡Y a mi costa, no! ¡No, no y no! ¡A mi costa, no! A mí no se me toma de instrumento para hacer méritos para el cielo. ¡Eso es hipocresía!
La criadita lloraba, rezando entre dientes.
—Pero y si es verdad, Joaquín —dijo Antonia— que realmente es humilde... ¿Por qué va a rebelarse? Si se hubiese rebelado te habrías irritado aún más.
—¡No! Es una canallada tomar las flaquezas del prójimo como medio para ejercitarnos en la virtud. Que me replique, que se insolente, que sea persona... y no criada...
—Entonces, Joaquín, te irritaría más.
—No, lo que más me irrita son esas pretensiones a mayor perfección.
—Se equivoca usted, señor —dijo la criada, sin levantar los ojos del suelo—; yo no me creo mejor que nadie. —No, ¿eh? ¡Pues yo sí! Y el que no se crea mejor que otro, es un mentecato. Tú te creerás la más pecadora de las mujeres, ¿es eso? ¡Anda, responde!
—Esas cosas no se preguntan, señor.
—Anda, responde, que también san Luis Gonzaga dicen que se creía el más pecador de los hombres; responde: ¿te crees, sí o no, la más pecadora de las mujeres?
—Los pecados de las otras no van a mi cuenta, señor.
—Idiota, más que idiota. ¡Vete de ahí!
—Dios le perdone, como yo le perdono, señor.
—¿De qué? Ven y dímelo, ¿de qué? ¿De qué me tiene que perdonar Dios? Anda, dilo.
—Bueno, señora, lo siento por usted, pero me voy de esta casa.
—Por ahí debiste empezar —concluyó Joaquín. Y luego a solas con su mujer, le decía:
—¿Y no irá diciendo esta gatita muerta que estoy loco? ¿No lo estoy, acaso, Antonia? Dime, ¿estoy loco, sí o no? —Por Dios, Joaquín, no te pongas así...
—Sí, sí creo estar loco... Enciérrame. Esto va a acabar conmigo.
—Acaba tú con ello.
Concentró entonces todo su ahínco en su hija, en criarla y educarla, en mantenerla libre de las inmundicias morales del mundo.
—Mira —solía decirle a su mujer—, es una suerte que sea sola, que no hayamos tenido más.
—¿No te habría gustado un hijo?
—No, no, es mejor hija, es más fácil aislarla del mundo indecente. Además, si hubiésemos tenido dos, habrían nacido envidias entre ellos...
—¡Oh, no!
—¡Oh, sí! No se puede repartir el cariño igualmente entre varios: lo que se le da al uno se le quita al otro. Cada uno pide todo para él y sólo para él. No, no, no quisiera verme en el caso de Dios...
—¿Y cuál es ese caso?
—El de tener tantos hijos. ¿No dicen que somos todos hijos de Dios?
—No digas esas cosas, Joaquín...
—Unos están sanos para que otros estén enfermos... Hay que ver el reparto de las enfermedades...
No quería que su hija tratase con nadie. La llevó una maestra particular a casa, y él mismo, en ratos de ocio, le enseñaba algo.
La pobre Joaquina adivinó en su padre a un paciente mientras recibía de él una concepción tétrica del mundo y de la vida.
—Te digo —le decía Joaquín a su mujer— que es mejor, mucho mejor que tengamos una hija sola, que no tengamos que repartir el cariño...
—Dicen que cuanto más se reparte crece más...
—No creas así. ¿Te acuerdas de aquel pobre Ramírez, el procurador? Su padre tenía dos hijos y dos hijas y pocos recursos. En su casa no se comía sino sota, caballo y rey, cocido, pero no principio; sólo el padre, Ramírez padre, tomaba principio, del cual daba alguna vez a uno de los hijos y a una de las hijas, pero nunca a los otros. Cuando repicaban gordo, en días señalados, había dos principios para todos y otro además para él, el amo de la casa, que en algo había de distinguirse. Hay que conservar la jerarquía. Y a la noche, al recogerse a dormir Ramírez padre daba siempre un beso a uno de sus hijos y a una de las hijas, pero no a los otros dos.
—¡Qué horror! ¿Y por qué?
—Qué sé yo... Le parecerían más guapos los preferidos...
—Es como lo de Carvajal, que no puede ver a su hija menor...
—Es que le ha llegado la última, seis años después de la anterior y cuando andaba mal de recursos. Es una nueva carga, e inesperada. Por eso le llaman la intrusa.
—¡Qué horrores, Dios mío!
—Así es la vida, Antonia, un semillero de horrores. Y bendigamos a Dios el no tener que repartir nuestro cariño.
—¡Cállate!
—¡Cállome!
Y le hizo callar.
El hijo de Abel estudiaba Medicina, y su padre solía dar a Joaquín noticias de la marcha de sus estudios. Habló Joaquín algunas veces con el muchacho mismo y le cobró algún afecto; tan insignificante le pareció.
—¿Y cómo le dedicas a médico y no a pintor? —le preguntó a su amigo.
—No le dedico yo, se dedica él. No siente vocación alguna por el arte...
—Claro, y para estudiar Medicina no hace falta vocación...
—No he dicho eso. Tú siempre tan mal pensado. Y no sólo no siente vocación por la pintura, pero ni curiosidad. Apenas si se detiene a ver lo que pinto, ni se informa de ello.
—Es mejor así acaso...
—¿Por qué?
—Porque si se hubiera dedicado a la pintura, o lo hacía mejor que tú, o peor. Si peor, eso de ser Abel Sánchez, hijo, al que llamarían Abel Sánchez el Malo o Sánchez el Malo o Abel el Malo, no está bien ni él lo sufriría...
—¿Y si fuera mejor que yo?
—Entonces serías tú quien no lo sufriría.
—Piensa el ladrón que todos son de su condición.
—Sí, venme ahora a mí, a mí, con esas pamemas. Un artista no soporta la gloria de otro, y menos si es su propio hijo o su hermano. Antes la de un extraño. Eso de que uno de su sangre le supere..., ¡eso no! ¿Cómo explicarlo? Haces bien en dedicarle a la Medicina.
—Además, así ganará más.
—Pero ¿quieres hacerme creer que no ganas mucho con la pintura?
—Bah, algo.
—Y además, gloria.
—¿Gloria? Para lo que dura...
—Menos dura el dinero.
—Pero es más sólido.
—No seas farsante, Abel, no finjas despreciar la gloria.
—Te aseguro que lo que hoy me preocupa es dejar una fortuna a mi hijo.
—Le dejarás un nombre.
—Los nombres no se cotizan.
—¡El tuyo sí!
—¡Mi firma, pero es... Sánchez! ¡Y menos mal si no le da por firmar Abel S. Puig! —que le hagan marqués de Casa Sánchez. Y luego el Abel quita la malicia al Sánchez. Abel Sánchez suena bien.
Huyendo de sí mismo, y para ahogar con la constante presencia del otro, de Abel, en su espíritu, la triste conciencia enferma que se le presentaba, empezó a frecuentar una peña del Casino. Aquella conversación ligera le serviría como narcótico, o más bien se embriagaría con ella. ¿No hay quien se entrega a la bebida para ahogar en ella una pasión devastadora, para derretir en vino un amor frustrado? Pues él se entregaría a la conversación casinera, a oírla más que a tomar parte muy activa en ella, para ahogar también su pasión. Sólo que el remedio fue peor que la enfermedad.
Iba siempre decidido a contenerse, a reír y bromear, a murmurar como por juego, a presentarse a modo de desinteresado espectador de la vida, bondadoso como un escéptico de profesión, atento a lo de que comprender es perdonar, y sin dejar traslucir el cáncer que le devoraba la voluntad. Pero el mal le salía por la boca, en las palabras, cuando menos lo esperaba, y percibían todos en ellas el hedor del mal. Y volvía a casa irritado contra sí mismo, reprochándose su cobardía y el poco dominio sobre sí y decidido a no volver más a la peña del Casino. «¡No —se decía—, no vuelvo, no debo volver; esto me empeora; me agrava; aquel ámbito es deletéreo; no se respira allí más que malas pasiones retenidas; no, no vuelvo; lo que yo necesito es soledad, soledad. Santa soledad!»
Y volvía.
Volvía por no poder sufrir la soledad. Pues en la soledad, jamás lograba estar solo, sino que siempre allí, el otro. ¡El otro! Llegó a sorprenderse en diálogo con él, tramando lo que el otro le decía. Y el otro, en estos diálogos solitaros, en estos monólogos dialogados, le decía cosas indiferentes o gratas, no le mostraba ningún rencor. «¡Por qué no me odia, Dios mío! —llegó a decirse—. ¿Por qué no me odia?»
Y se sorprendió un día a sí mismo a punto de pedir a Dios, en infame oración diabólica, que infiltrase en el alma de Abel odio a él, a Joaquín. Y otra vez: «¡Ah, si me envidiase... si me envidiase...!» Y a esta idea, que como fulgor lívido cruzó por las tinieblas de su espíritu de amargura, sintió un gozo como de derretimiento, un gozo que le hizo temblar hasta los tuétanos del alma, escalofriados. ¡Ser envidiado...! ¡Ser envidiado...!
«Mas ¿no es eso —se dijo luego— que me odio, que me envidio a mí mismo? ...» Fuese a la puerta, la cerró con llave, miró a todos lados, y al verse solo arrodillóse murmurando con lágrimas de las que escaldan en la voz: «Señor, Señor. ¡Tú me dijiste: ama a tu prójimo como a ti mismo! Y yo no amo al prójimo, no puedo amarle, porque no me amo, no sé amarme, no puedo amarme a mí mismo. ¿Qué has hecho de mí, Señor?»