—¡Qué va! No tiene importancia.
—A mí nunca me ha pegado mi madre.
—A mí tampoco suele pegarme.
—Pero ahora estaba muy enfadada contigo. Antes, hasta lloró.
—¡No es verdad! Mi madre no llora nunca, y menos aún por una tontería como ésta.
—¡Pero yo la he visto! Hasta mojó mi vestido de baile.
—Y tú eres gorda —dijo Susi encolerizada.
Maruja se miró, en el espejo del recibidor, por encima de la cabeza de Susi. Era mucho más alta que ella y también mayor. Había cumplido ya los doce.
—Por si quieres enterarte —dijo con presunción—. Ya tengo un pretendiente.
—¡Y a mí qué me importa!
—Va a octavo. Tiene una guitarra y sabe tocarla.
¡Tocaba la guitarra! ¡Eso sí que era bueno! A pesar de lo mucho que Susi aborrecía a Maruja, en aquel momento la miró con interés.
—Y ¿cómo sabes que le gustas?
—Eso se sabe… También me lo han dicho las chicas… y me ha escrito una carta. ¿Quieres verla?
—Y si recibes una carta, ¿quiere decir eso?
—¡Claro! ¿Te la enseño?
—Y si en la carta no hay más que un tanque, ¿entonces también?
—¿Un tanque? ¿Qué carta es ésa que sólo lleva un tanque? Ven a ver la mía.
Maruja corrió hacia la puerta de la despensa y la abrió. Susi estaba allí al instante. Siempre la había fascinado la despensa de los Pitter. En el estante de abajo estaban colocadas las bolsas. Pero no eran bolsas de papel; sino bolsas blancas, hechas de paño y llenas de harina, de pasta, de arroz… El estante siguiente no era interesante: fuentes, cacerolas, restos de comida… Pero en el de encima estaban las confituras de guindas y de cerezas. En sus frascos, largos y esbeltos, parecían perlas rojas o brillantes; después, albaricoques partidos por la mitad, amarillos, como un día de verano; pálidas rajas de pera; melocotones opacos y ciruelas barrigudas que casi rompían el cristal. Más arriba estaban las mermeladas. Éstas no llamaban la atención a Susi, a pesar de que la confitura de frambuesa, metida en pequeños frascos, la conmovía de cuando en cuando. El estante superior era para las conservas en vinagre. En grandes frascos había pepinillos verdes, apretados unos a otros con perfecta regularidad; y pimientos, con las puntas hacia abajo, enganchados entre sí.
Susi hubiera podido pasarse horas enteras mirando la despensa.
En cierta ocasión, cuando la señora Pitter cambiaba los papeles de los estantes y Susi la había contemplado ya durante una hora o más desde la puerta, la señora Pitter le preguntó:
—¿Qué compota quieres que te abra, Susanita?
—Ninguna —se acordó de su madre y añadió rápidamente—: Gracias.
—¡Venga! —instaba la señora Pitter—. Escoge tranquilamente la que quieras.
—Nooo…
—¿Por qué no, tontita?
—Porque no quiero.
La señora Pitter se quedó muy asombrada. ¿Por qué, entonces, miraba Susi tanto? Ella se encogió de hombros. Los mayores, muchas veces, no son capaces de comprender ni las cosas más sencillas. Después, la señora cerró la puerta de la despensa, y ella fue a acurrucarse al lado de su madre.
Maruja arrastró un saco de patatas desde un rincón de la despensa hasta el centro. Se subió en él y metió la mano detrás de los frascos de peras. Sacó un papel de bloc plegado.
—Aquí guardo mi correspondencia —se volvió hacia Susi. Metió la mano de nuevo detrás de las peras y sacó dos papeles más.
—Éstos también los ha escrito él —les dio vueltas delante de los ojos de Susi y los volvió a colocar en su sitio.
Luego se bajó del saco y lo puso en el rincón de una patada. Susi pensó que, verdaderamente, era una buena idea guardar los papeles secretos detrás de los frascos de compota. Después se dio cuenta de que ellas no tenían frascos de compota, ni tampoco despensa. Ni escritos secretos. Su madre había tirado, hacía ya tiempo, los tanques de Soki. Un día que miró en la cartera para comprobar que Susi sólo llevaba dentro las cosas del colegio.
Susi hubiera permanecido allí, más tiempo aún, para seguir contemplando los estantes. Pero Maruja se la llevó a la cocina, mientras apretaba en su mano carnosa el papel.
—¿Qué te parece? Escribe en papel de bloc —y lo desplegó.
Susi empezó a interesarse. Jamás había visto una carta escrita en papel de bloc. Lo que sí había visto eran garabatos en hojas del cuaderno de matemáticas. Ester siempre mandaba alguno a Blas. Ester era un chico, se llamaba Julio Ester. Por el contrario, Blas era una chica, Ildikó Blas. Siempre se escribían durante las clases y se contaban cosas que podrían decirse con más comodidad en el recreo. Sin embargo, ellos preferían escribirse.
¿Qué habría en el papel de bloc?
Maruja puso la carta delante de Susi. La carta, ciertamente, era muy importante. Decía:
«¿Bajarás esta tarde? Si todo va bien, quedamos a las tres. Posiblemente a mí no me dejen mis padres. He sacado mala nota en lenguaje y, como tienen que firmarla, puede haber lío. Si me salvo, a las tres en la plaza. No llevaré la guitarra porque mi hermano me pidió la correa. ¡Hasta luego!»
Susi devolvió el papel, enternecida, y preguntó:
—¿Y estaba en la plaza?
—Seguramente…
—¿Cómo que seguramente? ¿No lo viste?
—No bajé.
—¿Por qué no bajaste?
—Porque ese chico no me interesa.
—Y, si no te interesa, ¿por qué guardas sus cartas?
—Porque sí…
—¿Se guardan también las cartas de los chicos que no te interesan?
—Tú eres aún muy joven —contestó preocupada Maruja. Volvió a la despensa para colocar la carta tras los botes de peras. La madre de Susi apareció de repente.
—¿Qué hacéis? —preguntó a su hija.
—¡Nada! —contestó Maruja, en vez de Susi, desde la despensa.
—¡No has comido aún! Te voy a dar pan con mantequilla. No pretenderás que la señora Pitter te caliente ahora la comida.
Susi comprendió enseguida que no se podía esperar tal cosa, e intentó disuadir a su madre del pan y la mantequilla también.
—No tengo hambre.
—No es posible.
¡Y, encima, a discutir! Su madre parecía saber siempre, mejor que ella, si tenía hambre o no.
La madre vaciló un momento antes de entrar a preguntar a la señora Pitter si podía preparar pan con mantequilla para Susi. Ella no la siguió. Aunque no la viese, sabía perfectamente lo que iba a pasar.
La madre llamó a la puerta. Esperó un rato y no contestó nadie. Tampoco la madre esperaba ninguna respuesta, puesto que sabía bien que la señora Pitter tocaba el piano todas las tardes. No solamente se sabía, sino que también se oía. Cuando esto sucedía, su madre se quedaba delante de la máquina de coser, con cara de ensueño, hilvanando o haciendo algo silencioso para que el ruido de la máquina no perturbase la música.
La madre entró y contempló cómo se inclinaba la otra mujer sobre el piano. En realidad, parecía que no tocaba con los dedos, sino con los hombros. Además, tenía la espalda tan gorda como Maruja.
La señora Pitter movió los ojos un poco más antes de levantar la vista hacia la madre. Parecía que mirar le costaba mucho trabajo.
—¿Qué pasa, Rosita?
Y, antes de que pudiese contestar nada, siguió:
—Maravilloso este Chapín…
Y, junto con su madre, comenzó a hablar de nombres totalmente desconocidos para Susi. La señora Pitter contaba de nuevo que le predijeron un futuro brillante con la música, pero que se casó, nació Maruja, y con eso se acabó su carrera artística. Susi había oído eso mil veces ya. Nunca comprendió lo que significaba la palabra carrera, la que se había acabado; pero siempre le hizo mucha ilusión el saber que Maruja había estropeado algo.
Después le dijo su madre que si «haría el favor de mirar el vestido de baile de Maruja que iba a probar enseguida». Y es que Rosita siempre empezaba diciendo algo distinto a lo que realmente quería. Fue después cuando mencionó: «No le importaría a la señora que preparase un poco de pan con mantequilla para Susi. La muy despistada no ha comido aún».
—¡Claro que no! —asintió con la cabeza la señora Pitter.
Susi ya sabía que iba a hacer ese gesto; aun así, no le gustaba el pan con mantequilla que se da asintiendo con la cabeza.
No obstante, lo masticó sin ganas. La corteza de abajo la tiró al florero de porcelana, aquel en el que había pintadas bonitas mariposas amarillas. Naturalmente lo tiró cuando nadie podía verla. Detestaba la corteza de abajo del pan. Era amarga y, a veces, le crujía entre los dientes como si masticase guijarros. Su madre lo sabía, pero sólo se la quitaba en casa. Cuando iban a trabajar siempre le daba el pan con la corteza de abajo. Y, es que ¡no se debían derrochar las cosas de los demás!
—Cielo, quítate la ropa, si quieres —dijo a la gorda y fea de Maruja.
Le costó salir de la ropa.
La madre le puso el vestido color rosa con tanto cuidado como si Maruja fuese de cristal. También la señora Pitter cerró su piano para contemplar a su hija. Bajo la tela se notaban perfectamente los gruesos muslos de Maruja.
—¿No queda largo? —preguntó la señora Pitter.
—Lo acortaré un poco —contestó la madre, quitando de un tirón el volante inferior. Se arrodilló delante de Maruja, y prendió de nuevo el volante con los alfileres.
Su madre llevaba una bata gris, como de costumbre, cuando trabajaba. Pero siempre trabajaba. Por eso Susi no se la podía imaginar más que con la bata gris. Una vez soñó que llevaba un vestido rojo. Cuando por la mañana despertó, se acordó durante mucho tiempo que había soñado algo muy extraño. Pasó mucho rato antes de que pudiera recordar el sueño de la madre con el vestido rojo.
La bata gris era feísima. ¡Mejor no hablar de ella! Sólo hay que mencionar algo especial: una pequeña almohadilla verde que llevaba en la parte izquierda. Era como la palma de la mano de Susi, y parecía una lengua de terciopelo prendida a la bata con un botón de nácar. Servía para que la madre pinchara allí los alfileres. Pero nunca los pinchó porque los tenía en la boca o en aquella cajita dorada. A Susi le gustaba la almohadilla; por lo menos daba alguna alegría a la bata.
La madre estaba arrodillada delante de Maruja.
Susi pensó que aquel chico de la guitarra habría perdido la razón si realmente le gustaba Maruja.
¿Se habría fijado alguna vez en aquellas piernas? Ni aun el tonto de Soki le mandaría un solo tanque, aunque estuviese pintado en papel cuadriculado, como los que él mandaba, y no en papel de dibujar.
La madre rompió con los dientes el hilván de los lados del vestido de baile.
Susi dio una patada a los flecos de la alfombra. A la alfombra no le importaba ya, puesto que había perdido buena parte de sus flecos.
La madre ensanchó el vestido tres centímetros y volvió a hilvanarlo. Mientras tanto, Maruja no dejaba de quejarse: que ay, que no la pinchara…
La madre continuaba arrodillada delante de Maruja. Se echó un poco hacia atrás y con la palma de la mano acarició el vestido de color rosa. Estaba ajustando la tela a las anchas caderas de Maruja.
Susi giró en redondo sobre sus pies y corrió al otro cuarto. Corrió directamente hacia el piano, como si lo hubiera decidido ya antes, aunque ni siquiera había pensado en ello. Abrió la tapa, que resonó ampliamente, y, con ambas manos, dio un puñetazo a las teclas. El piano gruñó…, se lamentó…, gritó… La habitación se llenó con voces horrendas que se amontonaban unas encima de otras. Susi no quitó las manos pese a que tenía los dedos blancos por la fuerza con que apretaba las teclas. Pero el instrumento empezó a cansarse. Las alfombras, las cortinas, la colcha de ganchillo ajustada sobre la cama de matrimonio absorbieron el sonido, y… la señora Pitter gritó con furia:
—¿No he dicho ya mil veces que nadie toque el piano?
Estaba en la puerta, con la cara descompuesta.
La madre de Susi también apareció a su lado con ojos asustados.
—No sé qué le pasa a esta niña —balbuceaba mirando a la señora Pitter, con aquella mirada que tanto desagradaba a Susi.
Por lo menos ya no estaba arrodillada delante de Maruja.
A duras penas le quitaron el vestido. Su madre, mientras tanto, seguía lamentándose de que terminaría muy tarde aquel día y de que, por culpa de Susi, no avanzaba en su trabajo. Y, si se salía del tiempo…
En las lamentaciones de su madre siempre aparecía este temor. ¿Qué iba a ocurrir si se salía del tiempo?
Susi se imaginaba a su madre corriendo sobre una carretera de hormigón. Por una carretera como la que los llevó a Visegrad en septiembre, en el viaje de estudios. Esa carretera era el tiempo. Su madre corría y corría por ella. Su bata gris se desabrochaba y volaba detrás. Cuando, por fin, se terminaba el camino, tan terriblemente largo, cortándose bruscamente debajo de sus pies, su madre quedaba sumergida en un inmenso vacío gris. Como su bata. No se daba cuenta de que se había acabado la carretera y seguía corriendo. El gris espeso la cubría como una bata gigante.
Susi se ponía nerviosa siempre que su madre mencionaba eso de salirse del tiempo.
—Porque el sábado y el domingo prometí ir a casa de los doctores —continuaba la madre—. No puedo hacerles que…
El traqueteo de la máquina seguía. Y también ella desde detrás de los volantes de color rosa:
—Si acaso me quedaré hoy un ratito más…
—¡Bueno! ¿Qué pasaría con los deberes? Ni siquiera los había mirado. Tenía que hacer una lectura sobre el rey Matías. Cuando llegasen a casa, su madre la mandaría enseguida a la cama. No había más remedio que preguntar a Maruja, por si acaso ella supiera algo sobre el rey Matías.
—¿Conoces al rey Matías? —preguntó dirigiéndose a ella. Maruja estaba doblando el mantel porque la señora Pitter le había dicho que pusiese la mesa para la cena.
—¡No me hagas reír! —se quedó parada con el mantel en la mano.
—Va en serio. ¿Lo conoces o no?
—¡Déjame en paz!
La madre paró la máquina en ese momento.
Al oír la última frase de Maruja, dijo a Susi con un suspiro:
—¿Qué has hecho esta vez?
¡Otra vez! Susi se pegó a la puerta del armario y no dijo ni una palabra hasta la cena.
La señora trajo sopa de judías con trocitos de chorizo en una cacerola roja. Puso a Maruja, se puso a sí misma y, después, pasó la cuchara a la madre de Susi.
La cuchara adoptó la posición de firmes, mientras la madre preguntaba: