A la izquierda de la escalera (21 page)

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Authors: Maria Halasi

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: A la izquierda de la escalera
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Kati se presentó sólo en el último recreo. Se fue junto a Susi y le dijo:

—No importa, ¡ya te escribirá tu papá!

Susi se excitó mucho.

—Y ¿qué me escribirá?

Kati se quedó pensando.

—Pues que eres una niña muy guapa —dijo después—. Porque colorearon tu retrato. Y que quiere verte. Mi papá también lo dice siempre cuando no voy a verle durante una semana. ¡Y, a ti, ya hace mucho tiempo que no te ha visto!

«¡Esta Kati tiene un ángel!» Eso era lo que pensaba Susi cuando, al llegar a su casa desde la de los Ovillo, encontraron una tarjeta en la puerta. Claro que desde lejos no se veía que era una tarjeta y Susi creyó que era una carta. Su madre la sacó de la rendija de la puerta y, entonces, Susi ya no pensó en nada. Se trataba solamente de un impreso con texto oficial. Esperaba que su madre abriese la puerta.

Pero no abrió. Se quedó leyendo las horribles letras impresas en la tarjeta. ¿Qué pasaba? ¿Se lo quería aprender de memoria?

Por fin empezó a hablar. Pero en un tono tan extraño que parecía que no era ella quien hablaba. Preguntó:

—¿Tú has escrito a tu padre?

Susi estaba tan consternada que, al principio, no pudo articular palabra. Después cogió la tarjeta de la mano de su madre y gritó:

—¡Así, que sí que ha contestado!

—Es decir, que tú le has escrito —lo dijo en un tono tan bajo que apenas se la podía entender. No obstante, Susi sintió como si le hubiera dado una bofetada.

—¿Por qué no? Otros también tienen papá. Otros también le escriben —dijo encolerizada. Escudriñaba la tarjeta, pero allí no había nada más que el nombre y la dirección de su padre y un texto frío y oficial, en el cual avisaban a Susi de que había recibido veinte dólares, por cuyo valor podía comprar géneros en un sitio llamado IKKA.

Susi lo leyó en el umbral. Su madre ya había entrado en la cocina. Puso las cosas en su sitio y tenía en la cara la misma expresión de tristeza que se le quedó desde que fue a ver a la señorita Magdi. Susi también entró. Estaba tan enfadada con su madre que le hubiera gustado gritar. ¡Su padre había contestado! ¡Existía! ¡Se interesaba por ella!… ¿Por qué se enojaba su madre por eso? ¿Por qué quería arrebatarle a su padre? Al fin y al cabo, todos tienen derecho a su padre. Miró otra vez la tarjeta y, cuando empezó a hablar, prácticamente chillaba de felicidad:

—Vamos a esa calle IKKA. Seguramente papá habrá mandado la carta allí.

—IKKA no es una calle —contestó ella sin mirar a Susi—. IKKA es un almacén, en donde aceptan dólares.

—Pues, entonces, a ese almacén, por la carta…

—Los familiares que viven en el extranjero envían dólares, que en IKKA se pueden cambiar por telas, jerséis, café y otras cosas.

—Pero si le he escrito mi dirección. No entiendo por qué mandó allí la carta…

—¡Así ayudan a los parientes pobres! Piensan que, con enviar algunos dólares, se arregla todo. Y entonces ya se puede dar la espalda para siempre a hijos, esposas, padres…

—¿Cuándo nos vamos por la carta?

—¿De qué carta estás hablando?

—Pues de la carta de papá…

—¿Qué carta?

—La que me escribió…, la que está allí, donde los dólares…, en esa IKKA, o como se llame…

—Allí no hay ninguna carta. ¡Eso no es una oficina de correos!

—¡Seguro que sí! —gritaba Susi—. Si hay dinero, habrá una carta también. Yo le pedí que me enviase una carta.

—Y te mandó dólares. Por veinte dólares puedes tener un saco de chocolate. ¡Más del que te hubiera podido comprar durante siete años aquí en casa!

Susi se acercó a su madre. En sus ojos oscuros chispeaba la rabia.

—Pues, ¡sí que ha escrito! ¡Entérate de que ha escrito! —las lágrimas inundaron su cara—. ¡Yo no quiero chocolate, ni telas, ni jerséis! ¡Yo quiero la carta de mi padre! Yo quiero leer: «Querida hija…».

Su madre, sin decir nada, entró en la habitación. Susi se apoyó en el armario de la cocina, dejó que las lágrimas le resbalaran. Pensaba en la fotografía de su padre, en el joven de boca sonrosada y de cabellos ondulados. La foto se había roto. Estaba en el libro de lectura. Tendría que volver a dejarla en la caja de zapatos por si acaso la buscaba su madre. No, ella jamás la buscaría…

Se le pasó totalmente la furia. Sólo sentía que el pomo del cajón de los cubiertos se clavaba horrorosamente en su cintura.

Entró en el cuarto. Su madre estaba medio inclinada en el sofá, ocultando su rostro en el pañuelo. Era blanco y ribeteado. Siempre lo usaba, a pesar de que en el armario se alineaban doce pañuelos de distintos colores, endurecidos por el planchado. Susi odiaba aquellos pañuelos blancos, pero era en vano, porque su madre nunca utilizaba los pañuelos de colores. A lo sumo, le daba uno a Susi cuando iba a algún sitio.

Pero en aquel momento, Susi no se preocupó del pañuelo totalmente mojado. Se acurrucó en el suelo delante de su madre.

—No te enfades —dijo.

Su madre levantó la cara llena de manchas rojas de llorar.

—No estoy enfadada —contestó.

—También le envié una foto. Me la hice expresamente para él.

De nuevo empezaron a deslizarse las lágrimas por los ojos de su madre.

—Yo lo sabía —dijo llorando—. Por eso no quería que le escribieras. Él es así.

Susi inclinó la cabeza sobre la mano de su madre.

—No importa —dijo—. Así, las dos juntas, también estamos bien. Y si no quieres ir a esa cooperativa, me iré contigo a casa de los Pitter y a todos los sitios. Jugaré con Maruja y con los críos de los Fehér. Y eso que el mayor me dio una patada el otro día…

—No hablemos de eso ahora —dijo su madre—, acariciando el pelo de Susi.

—¿Y qué haremos con este dinero? —preguntó después Susi cuando su madre salió del cuarto de baño. Ahora no sólo tenía manchas rojas, sino toda la cara colorada de haberse frotado con la toalla.

—¿Con éste? —preguntó la madre, apartando la tarjeta que estaba sobre la mesa de la cocina, como si se tratara de basura.

—Con éste.

—Es tuyo. ¿Qué quieres hacer?

—No lo sé… ¿Tú qué harías?

—Yo lo devolvería.

Por un momento, apareció delante de los ojos de Susi un saco. Un saco de carbón. Igual que aquel en que el señor Pista subía el carbón a los Karcsú. Sólo que no era de carbón de lo que estaba lleno, sino de chocolate. Después, desapareció el saco y sólo quedó la tarjeta de IKKA sobre la mesa con sus asquerosas letras negras de imprenta.

—Pues, lo devolvemos —asintió Susi.

Capítulo 19

NI AUN Susi sabía cómo empezó todo. Posiblemente porque ella había dado un paso hacia atrás en casa de los doctores.

Después, la señora doctora le preguntó varias veces que por qué había dado ese paso hacia atrás.

Que ¿por qué? No lo sabía. Daba un paso atrás cuando alguien entraba en el cuarto donde estaba ella en casa de los doctores, de los Fehér, de los Pitter. Daba un paso atrás para meterse en la pared, en el armario, en la nada. Para no estorbar, para no molestar, para que no se diesen cuenta de su existencia. Porque ella siempre hacía ruido en las casas a las que iba su madre, siempre se dejaba la comida en el plato, siempre movía los pies, nunca ponía la cartera en el sitio adecuado, nunca saludaba como es debido… Total, siempre existía. Era natural que diese ese paso atrás…

La señora doctora entró en la habitación con una bandeja en la mano y, sobre ella, la cafetera y las tacitas rojas. Susi sintió, por un momento, que la señora doctora iba hacia ella. La columna del rincón de la habitación empezó a tambalearse y el bizco jabalí de bronce se cayó al suelo en medio de un estrepitoso ruido a pocos milímetros de Susi.

La madre de la niña dio un grito enorme y ella se quedó, paralizada por el susto, mirando al feo animal al lado de sus zapatos.

Su madre se levantó de la silla y voló hacia ella. La abrazó, la besó y la apretó con tanta fuerza contra la bata gris que Susi casi no podía respirar.

—Cielo mío, cariño. No te ha pasado nada —repetía una y otra vez.

Susi sentía en su cara los fuertes latidos del corazón de su madre.

La señora doctora puso la bandeja sobre la mesa y revoloteó a su alrededor como una gallina asustada. Tocó alternativamente el brazo de Susi y el de la madre. No sabía a quién dirigirse, porque Susi estaba anonadada sin decir nada y la costurera lloraba ostensiblemente.

—¡Ay! Si le ocurriese algo, no lo podría soportar.

—Cálmese ya, Rosita. Ya ve que no ha pasado nada. Bueno… No llore más.

Puso café en una taza.

—Venga, bébaselo. Hoy será el día en que tiraré este desgraciado jabalí. Mi marido ya está harto de él.

La abuela doctora también entró desde la cocina. Probablemente habría oído el ruido de la caída del animal de bronce.

La señora doctora se puso café también para ella. Lo bebió de un trago. Se recuperó y empezó a interrogar a Susi: ¿Por qué había dado ese paso hacia atrás? ¿De qué se había asustado? ¿Por qué se metía en ese rincón si sabía que la columna era inestable? Era inútil preguntarle. Susi ni la miraba. Sólo estaba atenta a la mano de su madre que ponía entonces dos terrones de azúcar en su taza. Sacó enseguida uno con la cucharilla y se lo ofreció a Susi. El terrón oscuro, empapado en café, casi se cayó al suelo de tanto como le temblaba la mano a la madre.

La abuela doctora, al parecer, también se dio cuenta de esto porque le dijo:

—Bueno, Rosita, ¡tranquilícese ya! —y, cogiendo a Susi de la mano, añadió:

—Y a ti, te enseñaré algo.

Se la llevó a la cocina.

En la cocina, la abuela mantenía siempre un orden ejemplar. Ni aun cuando guisaba, dejaba los cacharros y las cosas por allí. No estaba tranquila hasta que devolvía la cesta de patatas a la despensa después de haber pelado las que necesitaba para la comida. Cuando ya no tenía que utilizar la harina, la ponía enseguida en su estante. La vajilla ya innecesaria la fregaba y la colocaba al instante en su sitio. Pero entonces…

¡Qué revuelo! La cortina de colores que cubría la esquina estaba corrida, la cama apartada y un chico con mono colocaba una pequeña estantería en la pared. La estantería tenía muy buen aspecto: tres estantes de madera sujetos por un armazón de hierro. La abuela asesoró al del mono para que la colocase sobre su cama de tal modo que al levantar ella la mano pudiese alcanzar cómodamente el estante de abajo.

La madre entró en la cocina.

—¡Ah! Estás aquí —miró a Susi y volvió enseguida a su trabajo.

Y ¿dónde pensaba su madre que podía estar ella? ¡En casa de los doctores era muy difícil perderse!

Mientras el del mono estaba trabajando, la abuela sacó de su armario varias cosas envueltas en papel de seda o de periódico. Susi tenía una enorme curiosidad por saber qué podrían contener los paquetitos; pero, por el momento, no pudo enterarse ya que la abuela los colocó de uno en uno sobre la cama.

El del mono terminó. Con unos movimientos extremadamente lentos y prudentes, colocó sus herramientas en un estuche de cuero tan gastado que Susi tuvo que pensar en que se pasaría las mañanas mordisqueándolo.

Y eso no era nada absurdo: Julio Ester siempre abría su cartera con los dientes.

La abuela sacó su monedero y preguntó:

—Entonces, ¿cuánto le debo, hijo?

El del mono miró al techo como si hubiera apuntado allí la suma.

A continuación, Susi ya no prestó atención. Estaba observando la estantería. ¡Qué buena pinta tenía! Casi le dio pena cuando la abuela empezó a colocar las cosas allí encima porque así ya no se podrían ver tan bien los flamantes estantes con su brillo y todo.

La abuela quitó el periódico amarillento de un vaso que colocó en lo más alto. Mientras tanto, musitaba al periódico, al vaso y al estante:

—Me he traído conmigo algunos recuerdos queridos. He pensado: por fin los sacaré.

Entonces, se dirigió a Susi:

—¿Verdad que así queda más agradable este rincón?

Susi asintió con entusiasmo, cogiendo otro paquete de la cama y dándolo a la abuela.

—Me preguntó mi hija si me gustaría algo —continuó la abuela, diciéndoselo entonces al vaso—. Ya hacía tiempo que me había fijado en esta estantería.

Después, liberó un pequeño jarrón de cerámica barnizada de su infinito envoltorio de papeles. Ya hacía un buen rato que ordenaba, en silencio, los vasos de cristal multicolor, los perritos de porcelana y los floreros, cuando dijo despacio:

—Poco a poco ya me estoy acostumbrando…

Susi sacó el pequeño taburete y se sentó. Contemplaba cómo se estaba esforzando la abuela para colocar cada pieza sobre el estante. Cuando tenía que levantar el brazo del reuma (y también en otras ocasiones) solía sisear, pero jamás permitió que Susi la ayudara. Y ella no insistía. Sabía que estas cosas prefiere hacerlas uno personalmente. Si ella tuviera un pequeño estante, tampoco permitiría que otro le ayudase.

En realidad, ya tuvo uno… Una vez y por muy poco tiempo. En el lavadero. Lo hizo Soki y colocaron encima el frasco de mermelada de los Karcsú. Hubieran podido poner otras cosas también. Ya estaba pensando en sentar allí a Cleofás. Pero llegó el gran candado oxidado… Desde entonces, no tenía estante. Si lo pensaba bien, ¡no tenía nada! Lo único, Cleofás y una muñeca que sabía dormir y que estaba encima del armario. La muñeca era preciosa y hasta tenía pelo auténtico que se podía peinar. Su madre le hizo vestiditos. Pero estaba encima del armario, atrás y completamente pegada a la pared para que no se la viese. Y las raras veces que Susi quería bajarla, ya antes de cogerla, le decía su madre:

—¡Pero, después, ponla en su sitio!

¡Era mejor no cogerla!

La verdad es que su madre le quería comprar un pupitre. Susi se hubiera sentido muy feliz con él si se lo hubiera comprado antes de Navidad. Una vez, Karcsú levantó la tapa de su pupitre y apareció un montón de castañas silvestres. ¡Castañas silvestres brillantes y pulidas! Susi hundió, encantada, sus manos en ellas. ¡Si su madre le llega a decir entonces lo del pupitre! Pero lo mencionó mucho más tarde y en casa de los Fehér. La señora Fehér la llevó al cuarto de los niños porque había que hacer una manta para el sofá de Jorge, y habló tanto sobre el pupitre, que Susi ya casi no lo podía soportar: que era muy práctico porque todos los cuadernos del crío cabían en él…, que el crío se acostumbraba al orden…, que el crío se podía responsabilizar de sus cosas…, que el crío aprendería así cuál era lo suyo…

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