Pero el muchacho replicó:
—¡Mi padre ha recibido la revelación de que hemos de librar la guerra estelar contra los reinos lejanos! ¿Sabes tú más que las estrellas? ¡Lucharemos como nuestros dioses han ordenado! ¡Lucharé con los guerreros de Kanuataba!
Miré al muchacho con el corazón adolorido y hablé:
—El fuego arde en el corazón de todos los hombres de Kanuataba, príncipe, pero un día has de conducirnos a la salvación, y has de demostrar tu sabiduría. Estás sumergido en tus estudios. ¡No vine aquí para adiestrarte como guerrero, con una cerbatana o una cuerda, para que mueras en el sendero de la guerra!
El príncipe salió corriendo de la biblioteca, disimulando las lágrimas que manaban de sus ojos. Le llamé, pero no volvió.
Esperaba que el criado del príncipe, Kawil, le siguiera al punto, pero ante mi sorpresa no se movió. Me habló:
—Iré a buscarlo para traerlo de vuelta, escriba.
—Ve, pues.
—¿Puedo hablar antes, santo escriba? Con relación a Auxila.
Di permiso al criado.
Kawil me dijo que estaba sentado delante de los muros del palacio, varias noches después del sacrificio de Auxila, y entonces había visto a Haniba, la esposa de Auxila, con sus dos hijas.
Explicó:
—Habían ido a rendir culto en el altar donde Auxila fue sacrificado.
Me quedé estupefacto al oír aquello. Todas las mujeres saben lo que han de hacer cuando su marido es sacrificado en el altar. Haniba había insultado a los dioses al no cumplir con su deber. Kawil explicó que la siguió hasta las Afueras, donde vivía ella.
Ya no albergaba la menor duda sobre lo que debía hacer.
Alguien tenía que recordar su deber a la esposa de Auxila. Durante toda nuestra historia, Itzamanaj ha decretado que las esposas de los nobles sacrificados han de reunirse con sus maridos en el más allá mediante un suicidio honorable. Auxila era mi mejor amigo, mi hermano, y su esposa merecía algo más que los horrores de las Afueras.
Si ella no quería obedecer a la llamada de los dioses, tendría que ayudarla.
Cuando la estrella de la mañana atravesó una vez más la parte más roja del gran escorpión en el cielo, me vestí con un taparrabos de plebeyo y sandalias de cuero, para que nadie me reconociera.
Las Afueras albergan a la escoria de Kanuataba, donde hombres y mujeres han escapado de la muerte gracias a presagios, pero han sido exiliados de la ciudad por sus crímenes. Aquí vivían ladrones y adúlteros que habían salvado el pellejo gracias a un eclipse, prestatarios errantes que vivían sólo por la gracia de la estrella de la noche, drogadictos, e incluso aquellos que, según nos han dicho, son los mayores pecadores de todos, condenados a recorrer la Tierra por toda la eternidad, de norte a sur; aquellos que, estúpidamente, veneran tan sólo a las deidades por las que se consideran favorecidos.
No se malgasta ni piedra caliza ni mármol en los edificios de las Afueras, y si sorprenden a algún cantero robando piedra caliza, se le condena a morir en público, porque los edificios están hechos de barro y paja. Sólo hay comercios ilegales: el mercado de los hongos de los sueños, los juegos de pelota y la prostitución.
Había tapado mi cara con la toalla de secarme, que utilizo para preparar el gesso de los libros. En la palma de la mano llevaba varios granos de cacao, y los iba repartiendo a las mujeres de las calles que me guiaban hasta Haniba. Todas estas mujeres me ofrecían su cuerpo a cambio de los granos, y se quedaban muy confusas cuando las rechazaba. En cambio, me puse a hablar con una ramera anciana. Me envió doscientos pasos más allá, hasta una serie de puestos callejeros que no había visto desde que fui a las Afueras, cuando era adolescente, con el fin de perder la virginidad.
En la parte posterior de uno de dichos puestos, oí gemir a una mujer. Me giré y descubrí a un hombre encima de Haniba, un hombre malvado que la estaba embistiendo. ¡Haniba se estaba deshonrando! Había cuatro vainas de cacao en el suelo al lado de ellos, y enzarzados en su cópula no me oyeron cuando me agaché para inspeccionarlos. No encontré granos dentro de dos de las vainas. El hombre era un estafador.
Recogí una piedra grande que había en una esquina del puesto y la alcé sobre mi cabeza. La descargué con todas mis fuerzas. El hombre se derrumbó sobre la esposa de Auxila y ella chilló, sin comprender lo que ocurría. Creo que pensó que el mismísimo Iztamaal había lanzado la piedra para castigarla por sus transgresiones. Pero cuando levanté al hombre y vio mi cara, desvió la vista. Haniba estaba muy avergonzada. Sin embargo, no podía existir vergüenza más profunda a los ojos de los dioses que el hecho de que siguiera viviendo en esta Tierra.
Habló:
—Me lo han robado todo, Paktul, mi casa, toda mi ropa y los bienes de Auxila.
—Sé por qué estás aquí, y he venido a implorarte, Haniba. Has de proceder con prudencia. Tus hijas se mueren de hambre porque nadie las aceptará hasta que hayas muerto. La gente sabe que aún sigues con vida.
La mujer lloró, casi incapaz de respirar.
—No puedo obedecer la orden hasta saber que mis hijas están a salvo. ¡Pluma Ardiente está llegando a una edad en que será acogida por algún viejo ansioso de carne fresca! Ya has visto cómo el propio príncipe Canción de Humo mira a mi Pluma Ardiente. ¡Podría haber sido reina, Paktul! El rey estaba considerando la posibilidad de desposarlos, y el príncipe es bueno, es merecedor de ella. Pero ahora que su padre ha sido deshonrado, todos sabemos que no pueden desposarse. ¿Qué buen hombre se quedará con Pluma Ardiente? Has de comprenderlo, Paktul. ¡Esta vergüenza es la misma que debiste sentir tú cuando tu padre te abandonó!
Estuve tentado de abofetearla por hablar así, pero cuando vi su mirada de tristeza, fui incapaz de golpear a la mujer que conocía desde que Auxila y yo éramos pequeños y la perseguíamos con palos.
Hablé:
—Has de encontrar una enredadera y ceñirla alrededor de tu cuello cuando el siguiente sol haya girado. Has de ahorcarte con orgullo, Haniba, para cumplir tus deberes como esposa de un noble sacrificado a los dioses.
—¡Pero no fue sacrificado a los dioses, Paktul! ¡Fue asesinado por un rey! ¡Imix Jaguar ordenó su muerte porque Auxila tuvo la valentía de hablar en su contra, y el rey le sacrificó en nombre de un dios que no existe! ¡Este dios, Akabalam, no puede haber exigido el sacrificio de Auxila, pues jamás nos ha revelado su poder ni a nosotros ni a ningún otro noble en un sueño!
No dije nada acerca de mis dudas sobre el nuevo dios, porque un simple escriba no debería poner en duda una adivinación, como tampoco una viuda a un rey.
Hablé:
—¿Qué puedes saber tú de la conversación entre un rey y un consejero al que sacrifica? ¿Cómo puedes saber que Akabalam nunca se ha revelado al rey?
Haniba sepultó la cara en sus manos.
Como noble, después de ver a esa mujer cometer tal transgresión contra los dioses, mi deber era matarla.
Pero me sentí impotente delante de su tristeza.
El CDC había concedido una dispensa especial a Chel para que pudiera salir a la calle, y el equipo de seguridad del Getty le había proporcionado una escolta que la seguía hasta Mount Hollywood. Desde lo alto de Mulholland Drive, vio que se alzaba humo de lejanos rincones de la ciudad. Sin embargo mientras corría hacia el este, Chel experimentó los primeros destellos de esperanza que había sentido desde hacía días. Patrick había accedido a reunirse con ella en el planetario de inmediato.
East Mulholland estaba extrañamente desierto, salvo por algún coche de la policía y
jeeps
de la Guardia Nacional. No obstante, el aire transportaba un olor acre. Tal vez los incendios se hallaban más cerca de lo que pensaba. Empezó a subir la ventanilla. Justo en aquel momento, una mujer con atuendo de gimnasia se lanzó al centro de la carretera, delante de su coche. No la habría visto de no ser por el destello de sus zapatillas de deporte reflectantes.
Chel dio un volantazo, los neumáticos patinaron sobre la carretera y por fin paró en el arcén con el corazón acelerado. Vio por el retrovisor que la mujer continuaba corriendo como si nada hubiera sucedido. Parecía que llevara el piloto automático puesto. Chel había oído historias de víctimas de VIF que asaltaban farmacias en busca de somníferos, bebían hasta caer en el coma etílico y pagaban precios desorbitados a traficantes de drogas por sedantes ilegales. Pero la mujer que se estaba alejando estaba intentando conseguirlo con métodos naturales: trataba de agotarse hasta perder el sentido. Daba la impresión de que podía desplomarse en la calle en cualquier momento. Pero continuaba corriendo.
¿Hasta qué extremos llegaría yo?, se preguntó Chel.
El coche de seguridad que la seguía paró al lado del Volvo. Y una vez que ella insistió en que se encontraba bien, llegaron a la cumbre de la montaña sin más incidentes.
Quince minutos después, la caravana llegó al observatorio Griffith.
El enorme edificio de piedra siempre le había recordado a una mezquita. Patrick le había dicho hacía años, antes de que la contaminación lumínica impidiera ver casi ninguna estrella, que aquel había sido el mejor lugar del país para estudiar el cielo nocturno. Ahora era más adecuado para admirar las vistas de la ciudad: todo el Gran Los Ángeles brillaba abajo. Desde allí, los fuegos que se recortaban contra la noche casi parecían hermosos. Desde allí, Chel casi podía olvidar que Los Ángeles estaba en peligro de llegar a su colapso.
El destacamento de seguridad esperó en el aparcamiento, donde se quedarían hasta que ella quisiera marcharse.
Chel consultó el móvil antes de bajar del coche. No había mensajes nuevos. Nada de su madre. Ni de Stanton. Se preguntó cuándo podía esperar un nuevo «algo». La posibilidad de que pudiera revelar algo a Stanton la siguiente vez la espoleaba. Bajó del coche, y un minuto después estaba saludando a Patrick en la entrada del observatorio.
—Hola —dijo ella.
—Hola.
Se abrazaron un momento, amoldados a la perfección gracias al muy manejable metro sesenta y ocho de él. Qué extraño resultaba, después de hablar con este hombre cada día, vivir con él, dormir tantas noches a su lado, estar acurrucada contra su cuerpo y no tener ni idea de cómo había vivido durante meses.
Él se separó de su abrazo.
—Me alegro de que hayas llegado bien —dijo.
Sus ojos azules centelleaban bajo las gafas protectoras, y el pelo rubio enmarcaba su cara. Llevaba la camisa con cuello de botones que Chel le había regalado por Navidad, y se preguntó si se la habría puesto por algún motivo concreto. Pocas veces la utilizaba cuando estaban juntos. Era ella quien la usaba más, a modo de camisón. A él le gustaba quitársela.
—Todavía no puedo creer que estuvieras con el paciente cero —dijo—. Jesús. —Retrocedió para mirarla—. ¿Vuelves a trasnochar?
—Algo por el estilo.
—No sería la primera vez.
Chel detectó una nota de nostalgia en su voz, un deseo de recordarle lo que habían compartido.
—Agradezco muchísimo que hayas subido hasta aquí —dijo ella—. De veras.
—Te bastaba con pedirlo. Un códice del clásico. Increíble.
Chel miró la cuenca de Los Ángeles. Una neblina grisácea de ceniza llenaba el cielo.
—Vamos dentro —dijo—. El ambiente es ominoso, y el reloj sigue desgranando los segundos.
Patrick se rezagó un momento y escudriñó la oscuridad.
—Amo las estrellas demasiado para tener miedo de la noche —dijo, parafraseando su epitafio favorito.
La cúpula del Planetario Oschin, de trescientas localidades, se elevaba veintitrés metros desde el suelo hasta el ápice y daba a los visitantes la sensación de estar dentro de una gran obra de arte incompleta, el techo de una basílica que aún no habían pintado. Permanecieron inmóviles en la oscuridad, iluminados tan sólo por el brillo de dos letreros de salida rojos y un ordenador portátil. Mientras Patrick se concentraba en las imágenes del códice que aparecían en el ordenador, Chel estudiaba los extraños contornos del proyector estelar situado en mitad de la sala. Parecía un monstruo futurista, una hidra mecánica que proyectaba miles de estrellas sobre el techo de aluminio a través de hemisferios en forma de cráter.
—Caramba, nunca había visto esto en un códice, una referencia a una guerra de las estrellas sincronizada con la estrella de la noche —dijo Patrick—. Es increíble.
Las imágenes del libro no habían tardado en obrar la misma magia en él. Atenuó las luces, accionó un interruptor del proyector, y ahora la cúpula se llenó de estrellas que surcaban el cielo nocturno, girando a través de cientos de posiciones, una transformación mágica. Chel había estado allí una docena de veces durante el año y medio que habían vivido juntos, pero cada vez se le antojaba nuevo.
—Hay docenas de referencias astronómicas en lo que ya has traducido —dijo Patrick, y señaló el techo con un láser—. No sólo al Zodíaco, sino referencias de posiciones y otras cosas que podremos utilizar para orientarnos.
Chel nunca había prestado suficiente atención a los detalles del trabajo de Patrick, y ahora se sentía avergonzada por lo poco que sabía.
—Venga —dijo él—. Ya conoces este rollo. Es un GPS histórico-astronómico.
Ahora le estaba tomando el pelo.
—Recordará, doctora Manu, que la Tierra gira alrededor del Sol. Y sobre su propio eje. Pero también oscila hacia atrás y hacia delante con respecto al espacio inercial, debido a las fuerzas de marea lunares. Es como una peonza que se bambolea. Por consiguiente, el camino que recorre el Sol tal como lo vemos en el cielo cambia un poco cada año. Con eso están obsesionados los fanáticos del 2012, por supuesto.
—¿Alineación galáctica?
Patrick asintió.
—Esos chiflados creen que, debido a que la Luna, la Tierra y el Sol se alinean en el solsticio de invierno, y nos estamos acercando al momento en que el Sol se cruzará con algún ecuador imaginario de la grieta oscura de la Vía Láctea, todos seremos destruidos por maremotos o por el estallido del Sol. Depende de a quién preguntes. Da igual que el «ecuador» del que hablan sea totalmente imaginario.
Las estrellas proyectadas se movían en lentos círculos concéntricos sobre sus cabezas. Chel se hundió en uno de los asientos forrados de tela, cansada de estirar el cuello.
—Así que la Tierra oscila hacia atrás y hacia delante —continuó Patrick—. Y no sólo cambia como resultado el camino que recorre el Sol en el cielo, sino también el de las estrellas.