—¿Te gusta los cambios que he hecho en casa? —preguntó Davies, al tiempo que levantaba la vista del microscopio. Stanton se quedó maravillado de que su compañero aún fuera vestido con corbata rosa, camisa blanca y pantalones negros.
El televisor estaba conectado con la CNN: «Restricciones de viajar para ciudadanos estadounidenses en ochenta y cinco países… Bioterrorismo explorado… Correos de la oficina del alcalde filtrados. Vídeos de YouTube muestran saqueos de tiendas en Koreatown y edificios en llamas…».
—Jesús —exclamó Stanton—. ¿Hay saqueos?
—Disturbios en momentos de tensión —repuso Davies—. En Los Ángeles es una forma de vida, podríamos decir.
Stanton entró en el garaje. Detrás de cajas de revistas de investigación, recuerdos de Notre Dame y complementos de bicicleta pasados de moda, había una pequeña caja fuerte. Dentro encontró su equipo autoensamblado para terremotos y
tsunamis
: tabletas para purificar el agua, un espejo de señales con silbato, mil dólares en billetes y una Smith & Wesson de nueve milímetros.
Davies estaba mirando desde la puerta.
—Ya sabía yo que eras republicano.
Stanton no le hizo caso y comprobó que la pistola estaba cargada. Después la devolvió a la caja fuerte.
—¿En qué punto estamos con los ratones?
—Con suerte, los anticuerpos deberían estar preparados mañana —contestó Davies.
Pese a las órdenes, Stanton no podía aceptar quedarse cruzado de brazos sin buscar un tratamiento, de modo que habían instalado en secreto el laboratorio en su casa, lejos de los ojos de los curiosos. En el comedor, una docena de cajas descansaban sobre el suelo de madera. Cada una de ellas contenía un ratón anestesiado.
Sólo que estos ratones no estaban emparejados con serpientes: habían sido expuestos al VIF. Stanton confiaba en que no tardarían en producir anticuerpos capaces de combatir la enfermedad. Era el mismo procedimiento con el que habían conseguido algunos éxitos en el laboratorio, y en circunstancias normales tardarían semanas. Pero Davies había descubierto un método para crear una alta concentración de prión de VIF purificado que podrían utilizar para activar una reacción más veloz. Algunos ratones ya habían empezado a producir.
Stanton se levantó cuando alguien llamó con energía a la puerta.
Daba la impresión de que Michaela Thane acababa de terminar un mes de turno de noche. Tenía el pelo revuelto y la cara demacrada. Con el Hospital Presbiteriano en cuarentena y prácticamente todos los pacientes trasladados, los médicos ya no hacían turnos. Stanton había conseguido que Thane trabajara a tiempo completo con su equipo.
—Me alegro de que haya podido venir —dijo.
—Tuve que esperar en un control a que pasaran cien coches de policía y camiones de bomberos que iban en dirección contraria. Supongo que iban a los edificios que están incendiando esos gilipollas.
Entró, vio todo el equipo y miró a Stanton como si fueran a crear el monstruo de Frankenstein.
—Le conseguiré una escolta cuando se vaya —dijo él.
—Dígame que ha traído mi té —gimió Davies—. Dios, por favor, dígame que queda algo de dignidad en este mundo dejado de la mano de Dios.
Thane levantó una bolsa.
—¿Qué demonios está sucediendo aquí?
Davies sonrió.
—Bienvenida al final de nuestras carreras.
Diez minutos después, Thane estaba todavía recuperándose de la sorpresa del laboratorio improvisado y del hecho de que Stanton y Davies lo hubieran montado en secreto.
—No lo entiendo. Si podemos producir anticuerpos, ¿por qué no nos deja probarlos el CDC?
—Podrían provocar una reacción alérgica —explicó Stanton—. Hasta un treinta por ciento de pacientes pueden sufrir una reacción negativa.
Daba la impresión de que Davies estaba inhalando un tazón del mejor té.
—Pasarán años antes de que el FDA apruebe anticuerpos de ratones como terapia en enfermedades priónicas.
—Pero las víctimas van a morir de todos modos —adujo Thane.
—Pero no serán el CDC o el FDA quien las mate —dijo Stanton.
—Nosotros no hacemos las normas —contestó Davies—. Tan sólo las vulneramos. Por desgracia, la subdirectora Cavanagh está controlando cada uno de nuestros movimientos, y pondrá a alguien vigilándonos cada vez que entremos en la habitación de un paciente.
—Pero a mí no me vigilarán —dijo Thane, al comprender por fin por qué la habían alistado—. Todavía tengo pacientes en la UCI. Todavía puedo entrar.
Tan sólo el hecho de haber montado aquel laboratorio podía acabar con la suspensión de su permiso para ejercer la medicina, pero un médico militar sabía lo que era correr riesgos por sus pacientes. Stanton había visto a Thane interactuar con sus pacientes y con los demás miembros del equipo. Intuía que podía confiar en ella.
—No se lo puede contar a nadie —dijo Davies—. Créame cuando le digo que no me sentiría a gusto en una prisión estadounidense.
—El ensayo puede ser con cualquier grupo de pacientes al que podamos acceder, ¿verdad? —preguntó la mujer.
—Siempre que la enfermedad no haya progresado demasiado —dijo Stanton—. Más allá de dos o tres días, nada funcionará.
—Entonces pondré una condición.
—Todos tenemos una —dijo Davies—. Creo que el término médico es suicidio profesional.
Stanton estaba mirando a Thane.
—¿Cuál es esa condición?
El Getty dobló su equipo de vigilancia cuando los saqueos e incendios empezaron a propagarse por la ciudad. El Museo de Bagdad había perdido tesoros irremplazables durante el asedio de 2003, y nadie deseaba que eso sucediera si Los Ángeles se venía abajo. Ahora el museo donde Chel y su equipo llevaban encerrados dos días era uno de los lugares más seguros de la ciudad.
Estaba más preocupada por la seguridad de los indígenas locales. Según los telediarios que había visto en el laboratorio, los adeptos a la Nueva Era y los apóstoles del Apocalipsis estaban reunidos en algún lugar de la ciudad, violando la orden de quedarse en casa. Antes del VIF, las asambleas de «creyentes» se concentraban en una conciencia renovada o en el apocalipsis inminente. Ahora, la CNN afirmaba que muchas asambleas habían adoptado un tono diferente a la sombra de la cuarentena. La gente estaba desesperada y buscaba chivos expiatorios. Tal vez no fuera una coincidencia, decían, que justo antes del 21/12 un hombre maya hubiera llevado esa enfermedad a Estados Unidos.
En Century City, los indígenas locales habían recibido amenazas y sus casas habían aparecido cubiertas de pintadas. En el sector este, un hombre atacó brutalmente a su vecino maya después de una discusión sobre el fin del ciclo de la Cuenta Larga. El anciano hondureño estaba en coma como consecuencia de la paliza. Los líderes de la Fraternidad habían decidido que los indígenas de la ciudad necesitaban un lugar donde concentrarse y protegerse mutuamente. El arzobispo les había ofrecido generosamente un refugio. Ahora había más de ciento sesenta mayas viviendo de manera indefinida en Nuestra Señora de Los Ángeles.
La madre de Chel no se contaba entre ellos.
—Dicen que has de quedarte en casa para no enfermar —contestó cuando Chel la llamó para rogarle que se sumara a los demás en la catedral. La fábrica de Ha’ana había cerrado, ella no había abandonado su casa de West Hollywood, y anunció que no pensaba moverse.
—Hay un médico que hace análisis a la gente por si tiene VIF antes de dejarla entrar por la puerta, mamá. La iglesia es el lugar más seguro en este momento.
—He vivido en esta casa treinta y tres años, y nadie me ha molestado jamás.
—Entonces hazlo por mí.
—¿Y dónde estarás tú?
—En el trabajo. No me queda otra alternativa. Hay un proyecto en que el tiempo es fundamental. La seguridad es absoluta, con el museo cerrado a cal y canto.
—Sólo tú te dedicarías a trabajar ahora. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte ahí?
Chel había ido a casa y llenado una maleta de ropa. Se quedaría en el museo todo el tiempo que fuera necesario.
—Estaría mucho más tranquila si supiera que estás en la iglesia, mamá.
Ninguna de ambas mujeres se quedó satisfecha cuando colgó, y Chel se permitió una pausa para fumar y calmar la frustración junto al estanque reflectante del Getty. Allí, su teléfono le informó de un correo electrónico entrante de Stanton. Ya sabía que no era un hombre proclive a los puntos de exclamación rojos. Sólo decía:
¿algo?
Empezó a teclear una diatriba, explicando en qué punto se encontraban de la descodificación, pero se lo pensó mejor a la mitad. Stanton no necesitaba un millar de detalles innecesarios. Ya tenía bastantes detalles de qué preocuparse.
Progresos en la traducción. Sin emplazamiento todavía. No pararemos hasta averiguarlo.
Sin pensar, añadió: «¿Cómo está?», y envió el mensaje, y al instante se sintió absurda. Era ridículo preguntar eso al hombre que dirigía la investigación. Sabía muy bien cómo estaba.
Pero, ante su sorpresa, recibió la respuesta al cabo de unos segundos.
trabajando como un negro para sostenerme en pie manténgame informado por favor, vaya con cuidado, la necesito a usted y a su equipo sanos, llámeme si necesita algo. Gabe
No decía gran cosa, pero algo en el mensaje resultaba relajante e inspirador para Chel. Tal vez estaba empezando a considerarla parte de la solución a la crisis. Tal vez lo sería. Apagó el cigarrillo y volvió al interior.
Rolando estaba depositando con la ayuda de unas pinzas más diminutos fragmentos del códice sobre la mesa de reconstrucción. Habían sacado todo el contenido de la caja y tomado una colección completa de fotografías de todos los fragmentos del manuscrito, para conservarlo a perpetuidad. Y una vez que descubrieron el glifo de la pareja padre-hijo, Chel, Rolando y Victor habían reconstruido las ocho primeras páginas del códice. Si bien quedaba casi todo el documento por reconstruir y descifrar, sabían que sus hallazgos cambiarían para siempre los conocimientos sobre los mayas. Mucho más que los pensamientos personales de un escriba, el códice de Paktul era una protesta política, la crítica de una orden del rey y el cuestionamiento sin precedentes de un dios.
Chel se consolaba con el hecho de que, con independencia de lo que fuera de ella o de su carrera, el mundo conseguiría ver este extraño regalo de historia. Era la obra de un hombre ético y culto dispuesto a arriesgar la vida por sus creencias, y que ilustraba más allá de la duda la humanidad de sus antepasados. Pero había un problema más acuciante: descubrir dónde había sido escrito el códice para ayudar al CDC a identificar el origen de la enfermedad. Ni ella ni nadie más de su laboratorio habían oído el nombre antes, pero el escriba llamaba a su pueblo natal Kanuataba, y se refería a él en diversas ocasiones como una «ciudad en terrazas». Las terrazas eran una práctica agrícola mediante la que los antiguos creaban nuevas extensiones de tierra cultivable a base de tallar parcelas como escalones en las laderas de las colinas. Pero la práctica se utilizaba en todo el imperio maya, de modo que, sin más detalles, el nombre no ayudaba a averiguar el emplazamiento de la ciudad.
—¿Ha aparecido algo en las bases de datos sobre Akabalam? —preguntó Ronaldo.
Chel negó con la cabeza.
—Lo envié a Yasee, que está en Berkeley, y también a Francis, que se encuentra en Tulane, pero no tenían ni idea.
Ronaldo se mesó el cabello.
—Hacia el final el glifo aparece en casi todos los fragmentos. Aún no entiendo qué puede ser.
Nunca habían visto tal proliferación de glifos relacionados con un solo dios en ningún libro. Comprender su significado sería crucial para terminar la traducción.
—No es una cuestión de sintaxis, como la combinación padre-hijo —dijo Rolando—. Es como si Paktul se autodedicara las últimas páginas.
Chel asintió.
—Como
adonai
en la Torá judía, que significa tanto «Dios» como «Alabad a Dios».
—Pero hay fragmentos donde parece que el escriba se muestra negativo con relación a Akabalam —dijo Rolando—. ¿No sería herético que un escriba se mostrara tan ofensivo con un dios?
—Todo el libro es herético. El primer bloque de glifos critica a su rey. Sólo eso supondría la pena de muerte.
—Pues seguiremos investigando. Entretanto, ¿hablamos de la página siete?
—¿Qué pasa con ella?
Rolando buscó la parte en cuestión.
—Supongo que siento curiosidad por lo que opináis acerca de la referencia al decimotercer ciclo —dijo, casi con timidez.