—Estos espíritus han de ser purificados para que la gente pueda soñar. Salva a la gente de la autodestrucción. Entrégalos a la Madre Tierra, para que puedan volver a comunicarse con su espíritu animal.
Los mayas consideraban el sueño una experiencia religiosa, un momento en que la gente se comunicaba con los dioses. Para ellos, el insomnio era el resultado de la falta de devoción, y Chel sabía que muchos estaban convencidos de que los dioses habían enviado el VIF a modo de castigo. En esto, ellos y los piquetes se parecían más de lo que pensaban.
Chel intentó calcular cuánto había dormido durante los últimos cuatro días. Había robado cabezadas en el sofá de su despacho, pero a todos los efectos prácticos existían escasas diferencias entre ella y alguien en las primeras fases del VIF. No creía en las deidades de sus antepasados, pero sí experimentaba la sensación de que la estaban castigando.
Un anciano vestido con pantalones negros y una camisa gris con los botones del cuello abrochados se acercaba a ella por la nave lateral. Toda la congregación utilizaba protectores oculares, de modo que era difícil identificar a la gente entre la multitud. Sólo cuando estuvo muy cerca reconoció Chel su barba blanca. Era una de las pocas veces en que había visto a Maraka sin su hábito tradicional.
—Chel —dijo, al tiempo que la abrazaba—, estás a salvo. Gracias a Dios.
—Adivinador —susurró ella.
Maraka alzó la vista hacia el púlpito.
—Luis ha estado rezando día y noche —dijo, sin molestarse en susurrar—. En mi opinión, es excesivo. Los dioses son todopoderosos. Nos oyen, créeme.
Chel forzó una sonrisa.
—Pero supongo que no habrás venido a rezar —dijo Maraka.
—He de ver a mi madre.
Maraka señaló hacia el fondo del santuario, donde varias mujeres indígenas estaban sentadas en bancos, lejos del altar.
Cuando Chel se acercó, Ha’ana alzó la vista de la revista
People
que estaba leyendo. Se levantó y abrazó a su hija. Lo de la revista era de esperar, pero el abrazo sorprendió a Chel. Hacía años que su madre no la abrazaba de aquella manera. Sintió que algo en su interior cedía, y de repente una oleada de fatiga amenazó con engullirla.
—No parece que hayas dormido mucho —dijo Ha’ana.
—He estado trabajando.
—¿Todavía? Es ridículo. ¿Qué podría ser tan importante?
Encontraron una pequeña aula con las sillas dispuestas en forma de herradura, en las profundidades del brazo oeste de la cruz de la catedral. Acuarelas de José y su famoso manto adornaban todas las paredes. Chel habría preferido enseñar el códice a su madre en otras circunstancias, pero no le quedaba otra alternativa. Contó a Ha’ana la relación del libro con la enfermedad, y la aparente importancia de Kiaqix para encontrar el origen. No le comentó los problemas que había tenido con el ICE y el Getty. Se dijo que no tenía tiempo. Además, lo último que deseaba en este momento era dar motivos a Ha’ana para sentirse decepcionada.
Repasaron a toda prisa las páginas del códice en la pantalla de su ordenador portátil. Chel no supo deducir qué significaba para Ha’ana ver algo semejante y, todavía más, averiguar que el pueblo del que se había marchado años antes era la posible fuente del VIF. La expresión de su madre no revelaba nada.
—Bien, mamá —dijo finalmente—, necesito que intentes recordar todo lo sucedido cuando el primo Chiam fue en busca de la ciudad perdida.
Ha’ana apoyó una mano sobre el brazo de Chel.
—He estado preocupada por ti. Espero que lo sepas. Ahora sé que tenía motivos para preocuparme. Esto debe de significar una carga terrible para ti.
—Estoy bien. Ahora, mamá, por favor, trata de recordar.
Ha’ana se levantó y caminó en silencio hasta la ventana. Chel se preparó para la inevitable resistencia de su madre, mientras repasaba todos los motivos que aduciría para obligarla a escarbar en un pasado que jamás deseaba revivir.
Ante su sorpresa, no tuvo que insistir más.
—El primo de tu padre era el rastreador más experto de Kiaqix —empezó Ha’ana—. Era capaz de seguir a un ciervo durante kilómetros a través de un bosque. Desde que éramos niños, era conocido como el mejor cazador del pueblo. Pero entonces el ejército llegó al Petén, y los indígenas fueron asesinados en las calles. Colgados de lo alto de las iglesias y quemados vivos. Después de que el ejército arrasara Kiaqix y detuviera a tu padre, Chiam ocupó su puesto. Era él quien leía en voz alta las cartas que tu padre enviaba desde la cárcel en el círculo de la comunidad.
A Chel le gustó la tranquilidad con la que su madre encaraba su narración. No la había oído decir nada acerca de las cartas que su padre había escrito desde la cárcel durante años, y no se atrevía a interrumpirla.
—Chiam era más militante que tu padre —continuó—. Amenazó con castigar a cualquiera de nosotros que trabajara para un ladino, juró matar a todos los que pudiera. Quería matarlos como ellos nos mataban a nosotros. Hasta las cartas de tu padre eran demasiado blandas para Chiam. Los dos habían discutido, pero seguían unidos. Cuando Alvar fue detenido, supe que Chiam haría cualquier cosa por liberarlo. A veces, se podía comprar a un prisionero por un precio adecuado, de manera que se puso en contacto con los guardias de Santa Cruz. El precio de tu padre era cien mil quetzals.
Chel se levantó.
—¿Por eso Chiam intentó encontrar la ciudad perdida? ¿Por qué no me lo habías dicho nunca?
—Chiam no quería que nadie supiera que había hecho negocios con los ladinos, ni siquiera para conseguir la liberación de su primo. Además, si encontraba algo, no se sentiría orgulloso de robar a nuestros antepasados para sobornar al enemigo. En cualquier caso, se marchó. Y al cabo de veinte días regresó y nos dijo lo que había descubierto. Nos dijo que había oro y jade suficientes para dar de comer a Kiaqix durante cincuenta años.
Chel sabía lo que ocurrió a continuación. El primo de su padre dijo a los aldeanos que las almas de sus antepasados todavía vivían en el corazón de la selva, y que robarles algo provocaría la ira de los dioses. Dijo que la ciudad perdida era una puerta espiritual a otros mundos, y que demostraba la gloria de los mayas en el pasado, y también en el futuro. Y que en cuanto vio las ruinas con sus propios ojos, fue incapaz de mover una sola piedra o llevarse un solo objeto de su lugar de descanso.
El problema fue que nadie le creyó. Nadie aceptó que había encontrado tesoros, para luego abandonarlos allí. Después de días de ridículo, Chiam afirmó que lideraría una expedición a la selva para demostrar que no mentía. Pero, antes de que pudiera hacerlo, el ejército guatemalteco le ahorcó junto con una docena de hombres de todo el Petén por sus actividades revolucionarias.
—Chiam dio muchos detalles —continuó Ha’ana—. Dijo que había templos gemelos encarados uno hacia el otro, y un gran patio con enormes columnas, adonde nuestros antepasados iban a discutir de política. ¿Puedes creerlo? Pensaba que sus historias nos recordarían que éramos tan listos como los ladinos. Pero no fue lo bastante astuto, y todo el mundo sabía que no estaba diciendo la verdad. Era un hombre amable y bueno, pero su historia era una mentira.
—¿Dijo que había un patio? ¿Con columnas enormes?
—Algo por el estilo.
—¿De qué altura? ¿Nueve metros?
—Como si hubiera dicho mil. Nadie le hizo caso.
Pero Paktul había descrito una columnata en la plaza principal de Kanuataba que rodeaba un pequeño patio interior, con columnas de una altura de seis o siete hombres. Y si bien existían templos gemelos en docenas de ciudades mayas, columnas de tal altura sólo existían en dos lugares de México. En Guatemala eran la mitad de altas o menos.
—Es posible que la encontrara —dijo Chel, más para sí que para su madre.
—Oh, cariño…
Chel empezó a explicar la relación que había establecido, pero a su madre no le interesaba saberla.
—La ciudad perdida es un mito —dijo Ha’ana—. Como todas las ciudades perdidas.
—Ya hemos encontrado antes ciudades perdidas, mamá. Están ahí.
Ha’ana respiró hondo.
—Sé que quieres creerlo, Chel.
—No es por mí.
—Todo habitante de Kiaqix quiere creer en la ciudad perdida. Se engañan a sí mismos porque les insufla esperanza. Pero eso no convierte la historia oral en otra cosa: las absurdas historias de gente que no da más de sí. No te traje a este país y te crié para que fueras como ellos.
A Chel le había sorprendido la predisposición de su madre a hablar de Chiam, pero ahora comprendió: con independencia del efecto que los últimos días hubieran obrado en ella, Ha’ana seguía siendo la mujer que había abandonado el hogar de su familia, abandonado todo aquello en lo que su marido creía. La misma mujer que había dedicado treinta y tres años a intentar olvidar lo sucedido, negando la importancia de su cultura y tradición.
—Tal vez no crees en ciudades perdidas por lo que significan para ti, mamá.
—¿Qué quieres decir?
No valía la pena.
—Olvídalo. He de irme. Tengo trabajo que hacer.
¿Qué hora era?
Chel echó un vistazo a su teléfono. Encontró esperando un correo electrónico de Stanton:
sé que enviarás más noticias cuando las haya, pero quería comprobar que estabas bien. G.
Mientras releía el mensaje, a Chel le gustó por algún motivo que Stanton se preocupara por ella.
Ha’ana estaba diciendo algo.
—¿De veras vas a ir en busca de esas ruinas ahora? ¿Con todo lo que está pasando?
Chel se levantó.
—Mamá, vamos a ir a buscarlas
debido a
lo que está pasando.
—¿Cómo?
—Con satélites que exploran la zona en busca de ruinas —dijo Chel, mientras formulaba un plan—. O por tierra, si no podemos descubrirlas desde el aire.
—Por favor, dime que no vas a ir a la selva.
—Si los médicos me necesitan, iré.
—Es peligroso. Tú sabes que es peligroso.
—Padre no tuvo miedo de lo que debía hacer.
—Tu padre era un tapir. Y el tapir lucha, pero no corre a la madriguera del jaguar para que lo mate.
—Y tú eras un zorro. El zorro gris que no tiene miedo de los seres humanos, ni siquiera de los que van a cazarlo. Pero perdiste tu espíritu
wayob
cuando abandonaste Kiaqix.
Ha’ana dio media vuelta. Era un gran insulto insinuar que un maya no era digno de su
wayob
, y Chel se arrepintió al instante de sus palabras. Pese a la larga e interrumpida relación de su madre con sus orígenes, su
wayob
seguía siendo parte de ella.
—Tú ayudas aquí a mucha gente —dijo Ha’ana por fin—. Pero me han dicho que, cuando vienes, lo haces al final del oficio religioso. En el fondo, tampoco crees en los dioses. Así que tal vez nos parecemos más de lo que crees.
Michaela Thane tenía trece años cuando el veredicto sobre la culpabilidad de Rodney King (29 de abril de 1992) provocó saqueos y el incendio de miles de edificios, desde Koreatown hasta el este de Los Ángeles. Su madre todavía vivía entonces, y la había encerrado a ella y a su hermano en casa durante casi cuatro días, donde veían los disturbios en su televisor de diecinueve pulgadas. Era la última vez que recordaba Los Ángeles con el aspecto de ahora.
Por la radio del coche oyó a los expertos discutir acerca de si había sido la filtración de los correos electrónicos de la alcaldía lo que había iniciado los disturbios. Un comentarista afirmaba que eran los casi diez mil enfermos estimados, agitados y desesperados, lo que conducía a la destrucción. Detractores de la cuarentena de Stanton declaraban que era el resultado inevitable de intentar contener a diez millones de personas. Pero Thane había vivido y trabajado el tiempo suficiente en Los Ángeles para saber que la gente de la ciudad no necesitaba motivos para enfurecerse: necesitaba un motivo para no estarlo.
Justo antes de entrar en el Hospital Presbiteriano, miró por el retrovisor y vio que Davies se despegaba de ella. La había seguido hasta aquí para velar por su seguridad. Y seguridad era lo único que parecía haber en el hospital: los helicópteros daban vueltas en el aire y los
jeeps
peinaban el perímetro. Los miembros de la Guardia Nacional patrullaban los edificios con sus armas, como si fuera una base de Kabul.
Desde su regreso de Afganistán, Thane había pasado casi todos los días de la semana, cada tercera noche y muchos fines de semana en el Hospital Presbiteriano. También había hecho acto de presencia casi todos los días festivos, y aceptaba los turnos de noche más indeseables. Sus colegas pensaban que lo hacía por pura generosidad, pero la verdad era que Thane no tenía ningún otro lugar adonde ir. Un hospital funciona 365 días al año, las veinticuatro horas del día, igual que una base militar. Y para ella, comer el pavo el día de Acción de Gracias y beber sidra en vasos de plástico cuando el reloj llegaba a la medianoche de Año Nuevo era mejor que estar sola.
Trabajar en el Hospital Presbiteriano nunca había sido fácil, y a veces tenían que improvisar más que si estuvieran en las montañas. El hospital andaba escaso de personal y estaba abrumado de trabajo. No obstante, Thane y sus colegas habían proporcionado cuidados decentes a decenas de miles de pacientes. Ayudaban en otros servicios, hacían favores a pacientes en estado crítico, escuchaban sus mutuas quejas y bebían como cosacos para intentar olvidarlo todo. Durante los últimos tres años, el personal del hospital había sido para Thane el gran sustituto, desordenado, y a veces feliz, de un pelotón militar.
Ahora, muchos estaban muriendo entre aquellas paredes, y el Hospital Presbiteriano no tardaría en ser poco más que un recuerdo. Aunque pudieran detener o ralentizar el ritmo de la enfermedad, jamás podrían hacer desaparecer todos los priones de los suelos, paredes, lavabos, barandillas e interruptores de la luz. El edificio sería demolido y trasladado pieza a pieza con la ayuda de trajes herméticos.
El personal del CDC recorría los pasillos, atendía a los pacientes, intentaba calmar a las víctimas, vociferaba órdenes. Era difícil para Thane ver sus caras a través del casco del traje hermético que se había puesto, pero eso significaba que a ellos también les costaba ver la de ella. Mientras no la reconocieran, podría recorrer los pabellones sin que repararan en ella. El traje era muy caluroso y costaba moverse con él, pero ya se había acostumbrado y dejó atrás a filas de pacientes apáticos que miraban las paredes o paseaban sin descanso de un lado a otro de su habitación.