Diez minutos después, se encontraba en la habitación del paciente, en la sexta planta del hospital, con la doctora Thane, y había olvidado su curiosidad. Estaban junto a la cama del enfermo, contemplando a un hombre que sufría horriblemente, sudoroso y presa de evidentes dolores. Chel ignoraba cómo había acabado allí, pero morir en un lugar desconocido, lejos de casa, era el peor de todos los destinos.
—Hemos de averiguar su nombre, cómo llegó aquí, cuánto tiempo lleva en Estados Unidos y cuándo enfermó —dijo Thane—. Y cualquier cosa más que pueda decirnos. Cualquier detalle podría ser importante.
Chel miró a Juan Nadie.
—
Rajawxik chew
… —musitó el hombre en quiché.
—¿Puede darle un poco de agua? —tradujo Chel.
Thane indicó la ultravenosa.
—En este momento está más hidratado que yo.
—Dice que tiene sed.
La doctora levantó la jarra que descansaba sobre la mesa plegable de Juan Nadie, la llenó del grifo y vertió agua en su vaso. El hombre lo agarró con ambas manos y lo vació de un trago.
—¿Puedo acercarme a él sin peligro? —preguntó Chel.
—No se contagia así. La enfermedad se propaga a través de la carne contaminada. Las mascarillas son para no transmitirle otra infección, porque está bajo de defensas.
Chel ciñó las cintas de su mascarilla y se acercó más. Era improbable que el hombre trabajara en el comercio. Los mayas que vendían sus mercancías a los turistas en las carreteras de Guatemala aprendían algo de español. No tenía tatuajes ni
piercings
, de manera que no era ni un chamán ni un adivinador. Pero tenía callos en las manos, endurecidos en la base de cada dedo, con franjas de piel agrietada que se extendían desde el nudillo hasta el extremo del pulgar. Era la señal del machete, la herramienta manual que los indígenas utilizaban para limpiar la tierra que deseaban cultivar. También era lo que utilizaban los saqueadores para buscar ruinas en la selva.
¿Era posible que estuviera mirando al hombre que había descubierto el códice?
—Muy bien, vamos a empezar por su nombre —dijo Thane.
—¿Cuál es tu apellido, hermano? —preguntó Chel—. El mío es Manu. Mi nombre de pila es Chel. ¿Cómo te llamas?
—Rapapem Volcy —susurró con voz ronca el paciente.
Rapapem, que significa «vuelo». Volcy era un apellido vulgar. A juzgar por la inflexión de sus vocales, Chel supuso que era procedente del sur del Petén.
—Mi familia es del Petén —dijo ella—. ¿Y la tuya?
Volcy no dijo nada. Chel intentó formular la pregunta de manera diferente, pero el hombre se había sumido en el silencio.
—Pregúntele cuándo llegó a Estados Unidos —dijo Thane.
Chel tradujo y obtuvo una respuesta clara.
—Hace seis soles.
Thane se quedó sorprendida.
—¿Hace sólo seis días?
Chel miró a Volcy.
—¿Entraste por la frontera de México?
El hombre se removió en la cama y no contestó. Cerró los ojos.
—
Vug
—repitió de nuevo.
—¿Qué significa eso? —preguntó Thane—. Dice «vug», ¿no? Lo busqué deletreándolo de todas las maneras posibles y no encontré nada.
—Dice
w-u-j
—explicó Chel—. La uve doble se pronuncia como una uve.
—Bien, pues eso no lo probé. ¿Qué significa?
—Es la palabra quiché que utilizamos para referirnos al
Popol Vuh
, la sagrada creación épica de nuestro pueblo —inventó Chel—. Sabe que está enfermo, y es probable que desee el consuelo que proporciona el libro.
—¿Quiere que le traigamos un ejemplar de ese libro?
Chel introdujo la mano en el bolso, sacó un ejemplar manoseado del libro sagrado y lo dejó sobre la mesita de noche.
—Tal vez, si es cristiano, quiera la Biblia —dijo a Thane.
Ningún indígena utilizaría la palabra
wuj
(tal como llamaban los mayas a sus libros antiguos) para designar el
Popol Vuh
. Pero nadie le llevaría la contraria aquí.
—A ver si puede decirnos algo acerca de cuándo se puso enfermo —dijo Thane—. Pregúntele si recuerda cuándo empezó a tener problemas para dormir.
Mientras Chel traducía las preguntas de la doctora al quiché, Volcy abrió los ojos un poco.
—En la selva —dijo.
Chel parpadeó confusa.
—¿Enfermaste en la selva?
El hombre asintió.
—¿Estabas enfermo cuando llegaste aquí, Volcy?
—Hacía tres soles que no dormía cuando llegué aquí.
—¿Estaba enfermo en Guatemala? —preguntó Thane—. ¿Está segura de que ha dicho eso?
Chel asintió.
—¿Por qué? ¿Qué significa eso?
—Significa que he de hacer algunas llamadas.
Chel apoyó una mano en el hueco que separaba el cuello del hombro de Volcy. Era una técnica que su madre utilizaba cuando ella era pequeña para calmarla después de una pesadilla o un arañazo profundo. Su abuela había hecho lo mismo por su madre. Mientras movía la mano de un lado a otro, notó que la tensión del cuerpo de Volcy se calmaba. No sabía cuánto rato estaría ausente la doctora. Tenía que aprovechar la oportunidad.
—Dime, hermano —susurró—. ¿Por qué viniste desde el Petén?
Volcy habló.
—
Che’qriqa’ ali Janotha
.
Ayúdame a encontrar a Janotha
.
Janotha. Un nombre maya frecuente.
—Por favor —continuó—. He de volver con mi esposa y mi hija.
Ella se acercó más.
—¿Tienes una hija?
—Recién nacida. Sama. Ahora, Janotha ha de cuidar de ella sola.
Chel sabía que, de no ser por esas extrañas vueltas que da la vida, ella habría podido ser fácilmente Janotha, esperando con un niño recién nacido en una casa de techo de paja a que su hombre volviera a casa, mientras contemplaba su hamaca vacía colgada del techo. En algún lugar de Guatemala, Janotha estaba preparando tortillas de maíz sobre un hogar, mientras prometía a su hija que su padre volvería pronto.
Daba la impresión de que Volcy perdía y recuperaba la conciencia, pero Chel decidió aprovechar su ventaja.
—¿Conoces el libro antiguo, hermano?
No fue necesario que el hombre hablara para recibir una respuesta clara.
—He visto el
wuj
, hermano —continuó Chel—. ¿Puedes hablarme de él?
Volcy la miró, más concentrado de repente.
—Hice lo que cualquier hombre haría para ayudar a su familia.
—¿Qué hiciste para ayudar a tu familia? ¿Vender el libro?
—Estaba hecho pedazos —susurró el hombre—. En el suelo del templo… Reseco por cien mil días.
Por lo tanto, Chel tenía razón: el hombre que estaba tendido delante de ella era el saqueador. Las tensiones en Guatemala habían dejado pocas opciones a los indígenas como Volcy, trabajadores manuales. No obstante, pese a tenerlo todo en contra, había descubierto un templo con un libro, y comprendió que ganaría una fortuna con él en Estados Unidos. Lo más asombroso era que hubiera logrado entrar en el país con su botín.
—Hermano, ¿trajiste el libro a Estados Unidos para venderlo?
—Je —dijo Volcy. Sí.
Chel miró hacia atrás para comprobar que seguía estando sola.
—¿Se lo vendiste a alguien? ¿Se lo vendiste a Héctor Gutiérrez?
Volcy no dijo nada.
—Dime una cosa —siguió ella, probando otra táctica. Señaló su mejilla—. ¿Se lo vendiste a un hombre con tinta roja en la mejilla, justo encima de la barba?
El hombre asintió.
—¿Le conociste aquí o en el Petén?
Volcy señaló el suelo, aquella tierra extraña en la que sin duda moriría. Volcy descubrió la tumba, robó el libro, fue a Estados Unidos y, de alguna manera, se puso en contacto con Gutiérrez. Al cabo de una semana, el libro descansaba en el laboratorio de Chel, en el Getty.
—Hermano, ¿dónde está ese templo? Podríamos hacer mucho bien a nuestro pueblo si me dijeras dónde está el templo.
En lugar de contestar, Volcy lanzó su cuerpo hacia la mesita lateral, agitando los brazos en dirección a la jarra de agua. El teléfono y el despertador cayeron al suelo. Asió la jarra por la parte superior y vertió el resto del agua en su boca. Chel se tambaleó hacia atrás, y su silla se estrelló contra el suelo.
Cuando Volcy terminó de beber, ella cogió el extremo de la manta y le secó la cara. Sabía que le quedaba poco tiempo para obtener las respuestas que necesitaba. El hombre se había calmado de nuevo, de modo que continuó el interrogatorio.
—¿De qué pueblo sois tú y Janotha? Podemos avisar a tu familia de que estás aquí.
El templo no podía estar lejos de su casa.
Volcy la miró confuso.
—¿A quién enviarás allí?
—Tenemos a mucha gente de Guatemala en la Fraternidad Maya. Alguien sabrá llegar a tu pueblo, te lo prometo.
—¿Fraternidad?
—Es nuestra iglesia —explicó Chel—. Donde los mayas aquí en Los Ángeles van a rendir culto.
Los ojos de Volcy se llenaron de desconfianza.
—Eso es español. ¿Rendís culto con los ladinos?
—No. La Fraternidad es un lugar seguro de culto para los indígenas.
—¡No diré nada a los ladinos!
Chel había cometido un error. En Los Ángeles, era normal mezclar español, maya e inglés. Pero en el lugar del que procedía Volcy era razonable dudar de una iglesia maya con nombre español.
—La Fraternidad no puede enterarse —continuó el hombre—. Nunca permitiré que los ladinos sepan dónde viven Janotha y Sama… ¡Eres
ajwaral
!
No había palabra inglesa que tradujera ese término. Significaba literalmente «eres nativa de aquí». Pero él la utilizaba como un insulto indígena. Aunque Chel había nacido en una aldea como la de él, aunque había dedicado su vida al estudio de los antiguos, para hombres como Volcy siempre sería una forastera.
—¿Doctora Manu? —dijo una voz a su espalda.
Se volvió y vio a una figura con bata blanca en el umbral.
—Soy Gabriel Stanton.
Chel siguió al nuevo médico al pasillo, donde continuaba apostado el guardia de seguridad. Hablaba con firmeza, y su estatura le dotaba de una presencia autoritaria. ¿Cuánto rato hacía que estaba observando? ¿Habría intuido que existía una relación personal con su paciente?
Se volvió hacia ella.
—¿El señor Volcy dice que ya estaba enfermo cuando llegó a Estados Unidos?
—Eso me dijo.
—Hemos de saberlo con certeza. Hemos estado buscando una fuente en Los Ángeles. Si lo que dice es cierto, tendremos que buscarla en Guatemala. ¿Dijo de qué país vino?
—A juzgar por su acento, debo suponer que es del Petén. Es el departamento más grande. Un departamento es el equivalente a un estado. Pero no he conseguido averiguar de qué pueblo es. Y no quiere decir cómo entró en Estados Unidos.
—Sea como sea, podríamos estar hablando de carne de Guatemala como vector. Y si es de una aldea indígena, ha de ser algo a lo que tenía acceso. Por lo que tengo entendido, han talado miles de hectáreas de selva tropical para dejar sitio a explotaciones de ganado. ¿Es eso cierto?
Ella asintió. Sus conocimientos eran impresionantes, y no cabía duda de que era una persona inteligente, aunque amedrentador.
—Son explotaciones ganaderas y campos de trigo que emplean a ladinos —dijo Chel—. No queda gran cosa para los indígenas.
—Volcy pudo estar expuesto a carne contaminada en cualquiera de esas explotaciones. Hemos de saber qué tipo de carne comió antes de que empezaran los síntomas. Ha de hacer un esfuerzo por recordar. Tenemos que saber si ha comido carne de vaca, pollo, cerdo, o lo que sea.
—Los aldeanos son capaces de consumir seis tipos de carne diferente en una sola comida.
Tuvo la impresión de que el doctor Stanton la estaba examinando. Observó que llevaba las gafas torcidas, y sintió un impulso irreprimible de enderazárselas. Medía al menos treinta centímetros más que ella, y tenía que estirar el cuello para mirarle. Una cosa que siempre le había gustado de Patrick era que, aunque blanco, era bajo.
—Hemos de averiguar lo máximo posible —dijo Stanton.
—Haré lo que pueda.
—¿Dijo qué estaba haciendo aquí? ¿Vino a buscar trabajo?
—No —mintió ella—. No lo dijo. Al final, perdía el conocimiento cada pocos minutos, y no contestaba a mis preguntas.
Stanton asintió.
—La gente con este tipo de insomnio puede desvanecerse de un momento a otro —dijo, mientras entraban de nuevo en la habitación—. Vamos a probar otra estratagema.
Volcy estaba tendido con los ojos cerrados, y su respiración era dificultosa y pesada. Chel tenía miedo de cómo reaccionaría cuando la viera, y durante una fracción de segundo pensó en contar la verdad a Stanton, sincerarse con lo del códice y la relación de Volcy con el libro.
Pero no lo hizo. Estaba demasiado preocupada por si el ICE o el Getty lo descubría. Pese a los sufrimientos de Volcy, tenía demasiado miedo de perder todo aquello por lo que había trabajado,
y además
el códice al mismo tiempo.
—Hemos averiguado gracias a los pacientes de Alzheimer que los que padecen este tipo de daños cerebrales responden mejor a las preguntas si una lleva a la otra —dijo Stanton—. La clave es proceder paso a paso y guiarlos de pregunta en pregunta.
Volcy abrió los ojos y miró a Stanton, antes de desviar la vista hacia Chel. Cuando sus miradas se encontraron, ella supuso que percibiría hostilidad, pero no fue así.
—Empiece por su nombre —dijo Stanton.
—Ya sabemos cómo se llama.
—Exacto. Dígale: «Te llamas Volcy».
Chel se volvió hacia el paciente.
—At, Volcy ri’ ab’i’.
Como el hombre no dijo nada, ella repitió la frase.
—
At, Volcy ri’ ab’i
’.
—
In, Volcy ri nub’i
’ —dijo por fin el paciente.
Me llamo Volcy
. No había hostilidad en su voz. Era como si hubiera olvidado su discusión acerca de la Fraternidad.
—Lo ha comprendido —susurró Chel.
—Pregúntele: «¿Tus padres te llamaban Volcy?».
—Mis padres me llamaban Atrevido.
—Continúe —dijo Stanton—. Pregúntele por qué.
Chel obedeció, y a medida que avanzaba la conversación, se quedó sorprendida porque los ojos de Volcy se veían cada vez más vivos y enfocados.
—¿Por qué te llamaban Atrevido?
—Porque siempre me atrevía a hacer lo que ningún chico hacía.
—¿Qué era lo que los demás chicos no se atrevían a hacer?