Al salir del avión, todo el equipo se reunió en un rincón de la terminal para que Micky les explicara las normas. En Las Vegas eran casi las doce de la noche —las tres de la mañana en Boston—, pero todos estaban más que despiertos. Quizá era por el aire: se decía —tal vez verdad, tal vez leyenda urbana— que los casinos bombeaban altos niveles de oxígeno en sus sistemas de ventilación para que la gente se fuera a dormir más tarde. Kevin se preguntó si en el aeropuerto seguían la misma política. Incluso el aeropuerto estaba repleto de luminosas y ruidosas máquinas tragaperras.
—A partir de ahora —dijo Micky, dirigiéndose sobre todo a Kevin, puesto que el resto ya se sabía el discurso de memoria—, si estamos en público, no nos conocemos. No utilizamos nuestros nombres reales y nunca hablamos del MIT. Si tenéis que volver a la habitación para descansar, aseguraos que estaréis solos. Dentro de las habitaciones, no hay problema. Que yo sepa, ahí aún no han puesto cámaras. Pero en los pasillos y los ascensores seguro que sí, así que tenemos que descansar por separado.
Micky calló al ver que se acercaba un grupo de gente mayor; todos iban vestidos con la misma camiseta y los ojos les brillaban mirando las luces de las máquinas. Cuando se alejaron, Micky continuó:
—Vamos a jugar en dos turnos de cinco personas. El primer turno empezará en el Mirage y jugará hasta las seis de la mañana. El segundo grupo empezará a las seis y terminará a las once. Vamos a prescindir del turno de día porque es cuando trabajan los empleados con más experiencia. Volveremos a jugar mañana a las once de la noche, después del combate; otra vez en dos turnos y hasta las once del domingo.
Kevin asintió con el resto del grupo. Era un horario apretado, pero nada que no pudiera soportar. Podría dormir un montón de horas durante el día.
—Martínez será el gran jugador durante el primer turno y Fisher le sustituirá en el segundo. Kevin, Kianna, Michael y Brian serán los primeros observadores; el resto, en el segundo turno. Observadores, tenéis que aseguraros que vuestro jugador os pueda ver en todo momento. Intentad no miraros entre vosotros y nunca trabajéis en la misma mesa.
Kevin miró a Kianna, que no parecía que le escuchara en absoluto. Llevaba el pelo recogido en una cola apretada contra el cuello y vestía un top con un escote muy generoso. Iba muy maquillada y llevaba tacones. Parecía que se iba de discotecas; nadie hubiera sospechado que había venido a contar cartas.
Michael y Brian estaban a su lado. Michael llevaba un polo y pantalón corto, como si acabara de salir de un campo de tenis. Brian iba con una camiseta gastada y tejanos, con una gorra de béisbol colocada al revés. Ninguno de los dos parecía nervioso: para ellos todo eso era ya rutinario.
—Si hay una emergencia, sea del tipo que sea, difundid la señal y vamos todos al lugar de encuentro. Esta noche será el volcán del Mirage. Y recordad: nada de cuartos de atrás, nada de fotos y nada de firmas. La ley está de nuestra parte.
Micky se sacó una tarjeta del bolsillo y se la dio a Kevin. Se sorprendió al ver su cara en ella. Era un carné de conducir de California auténtico, a nombre de Oliver Chen.
—¿De dónde has sacado la foto? —preguntó Kevin.
—De tu expediente del MIT. Cuando volvamos a Boston, puedes pedir algunas tarjetas de crédito con ese nombre, para tenerlas de reserva. Todo perfectamente legal.
Kevin se guardó el carné en el monedero. Entonces notó que una de las bolsas de plástico llenas de dinero le resbalaba por la pierna.
—Eh, Micky… —empezó a decir, pero Micky lo entendió de inmediato.
—Martínez y Fisher, acompañad a Kevin al baño y dividid el alijo. Con eso deberíamos tener bastante para hoy. Mañana iré a las cajas de seguridad a buscar el resto. —Cogió a Kevin por el hombro y a Martínez por el brazo y añadió—: Chicos, va a ser un fin de semana fabuloso. Ahora ¡a disfrutar!
Por el tono en que lo dijo, Kevin estaba seguro de que para Micky Rosa no se trataba de disfrutar.
Era un negocio, pura y simplemente.
Quitarse cien mil dólares de debajo de la ropa en un baño público lleno de gente fue mucho más fácil de lo que se esperaba Kevin. Se encerró en uno de los compartimentos, con Martínez y Fisher en los contiguos, se bajó los pantalones y se desenrolló las bolsas de plástico de los muslos. El cinturón le dio un poco más de trabajo: de algún modo se le había enrollado en la espalda y cuando intentaba encontrar el cierre golpeó la pared del compartimento con el codo.
—Eh, tómatelo con calma —le susurró Martínez desde el otro lado—, suena como si estuvieras dando a luz a un monstruo.
Kevin hizo caso omiso del comentario, dividió el alijo en dos partes iguales y se las pasó a Fisher y Martínez. Se guardó cinco mil dólares, la parte correspondiente a un observador. Los demás recibirían sus cinco mil de las fichas que había en la bolsa de deporte, que ahora tenía Micky.
Kevin esperó en el baño hasta que Fisher y Martínez se fueron. Notó que el corazón le iba a cien; aunque seguramente todo ese secretismo era innecesario, cada vez se sentía más como un espía.
Cuando salió del baño, los otros ya se habían ido. Aún podía ver los amplios hombros de Fisher en medio de la multitud, pero Martínez había desaparecido, su pequeña figura había sido engullida por la masa de pasajeros. Ahora Kevin estaba solo.
Necesitó veinte minutos para encontrar la parada de taxis. Mientras hacía cola, se preguntó si Martínez y Fisher habían cogido una limusina, como en Atlantic City. ¿O eso sólo formaba parte de la táctica de reclutamiento? Aquí, en Las Vegas, las cosas parecían mucho más serias. Quizá era porque Micky estaba ahí. «No puedes hacer gilipolleces cuando el jefe está en la oficina».
Al conductor del taxi no pareció sorprenderle que Kevin no llevara equipaje y le mantuvo despierto durante todo el trayecto narrándole la tragedia de dos ex mujeres y cuatro ex hijos. Kevin abrió la ventana del taxi para sentir la cálida brisa del desierto. Ya ni siquiera sabía qué hora era. El vuelo de cinco horas le había dejado en un estado de desorientación cronológica total.
El taxi paró delante del vestíbulo del Mirage y, antes de entrar, Kevin se paseó por la laguna tropical para admirar el enorme y brillante volcán del hotel. Estaba a media erupción: despedía rojas columnas de fuego en el aire mientras un grupo de turistas aplaudía. Era un espectáculo formidable, que se repetiría cada quince minutos hasta las doce de la noche. Kevin se preguntó si resultaba tan impresionante la octava vez que lo veías.
¿La emoción que sentía en esos momentos —justo antes de entrar en un casino por primera vez— se desvanecería algún día?
Se puso la camisa por dentro de los pantalones y cruzó las puertas de cristal del Mirage. Al entrar en el enorme vestíbulo, no pudo evitar sonreír: como la laguna, todo estaba decorado al estilo de una selva tropical, con palmeras, arroyos e incluso alguna cascada. A diferencia del aire del desierto, aquí el ambiente era húmedo e incluso el olor parecía auténtico.
Entonces vio la sala del casino, de tema polinesio: estaba dividida en distintas zonas de juego, todas adornadas con vida vegetal auténtica y de plástico. Kevin inspeccionó el lugar y se dirigió hacia las mesas de Blackjack.
El casino estaba muy animado, tan abarrotado como el Tropicana de Atlantic City, pero con una clientela distinta. Mujeres vestidas con tops arrapados y brillantes, que lucían muchas curvas y mostraban mucha piel, acompañadas de congresistas vestidos de
sport
. Comitivas de hombres japoneses, con los rostros colorados por el alcohol y hablándose a gritos, en medio de grupos de viejecitos del Medio Oeste. Sombreros de vaquero, trajes de seda, pantalones de piel, lamé dorado, cabellos engominados, coletas, incluso algún que otro frac… Kevin nunca había visto una multitud como ésa. El nivel de energía estaba increíblemente alto y, mientras avanzaba hacia las mesas de Blackjack, notó que le pitaban los oídos por el ruido. Aunque se había preparado para todo ese alboroto, se puso nervioso: ese lugar era como un parque de atracciones.
Se situó en el centro de la zona de Blackjack y empezó a inspeccionar la sala. La sección de grandes apuestas estaba formada por unas quince mesas, todas con una apuesta mínima de cien dólares y una máxima de cinco mil. Era un diferencial moderado, bastante bueno pero no óptimo. En algunos intervalos, los jugadores tendrían que jugar más de una mano a la vez para poder aprovechar al máximo las oscilaciones del recuento.
Desplazando su mirada con aire despreocupado, Kevin localizó fácilmente a Brian y Michael en dos mesas distintas. Michael, el niño pijo que jugaba al tenis, charlaba con una chica rubia que estaba sentada a su lado. Parecía una
stripper
, con sus espléndidos pechos falsos y una minifalda cortísima. Nadie se fijaría en Michael, de eso no cabía duda.
Brian, el estudiante de física, estaba interpretando un papel muy distinto, marginado en el tercer puesto de una mesa, con dos copas vacías, frotándose los ojos constantemente, como si estuviera a punto de perder el conocimiento. Parecía un estudiante universitario al que sus amigos habían abandonado, demasiado borracho para ir de discotecas y demasiado imbécil para dejar de jugar. Ni tan sólo parecía que estuviera mirando las cartas; Kevin tuvo que esforzarse para darse cuenta de que estaba leyendo los números a través del reflejo de una de las copas. Un auténtico profesional.
Y si Brian era un profesional, Kianna Lam jugaba en otra categoría totalmente distinta. Kevin ya había inspeccionado toda la zona dos veces cuando finalmente la localizó: estaba sentada en el primer puesto de una mesa llena de gente situada entre dos palmeras. Su pequeño cuerpo se apoyaba en el borde del taburete con delicadeza, con las piernas cruzadas y las manos sobre el regazo. Estaba rodeada —más bien, enterrada— por un grupo de ejecutivos asiáticos. Parecían hombres ricos chinos, acabados de salir de un avión de Hong Kong. Todos le daban consejos de juego, intentando impresionarla con una mezcla de chino y algo parecido al inglés. Ella también flirteaba con ellos, cubriéndose la boca cuando reía, hablando también con un fuerte acento. Incluso el crupier le sonreía mientras la ayudaba a sumar las cartas.
Kevin sacudió la cabeza, maravillado. Martínez le había dicho que Kianna era una de las mejores contadoras de cartas del mundo, casi tan competente como Micky. Más impresionante que su destreza era su actuación: mujer, asiática, con un fuerte acento y una figura bonita. Podía contar cartas en las narices del jefe de mesas y nunca pensaría que era una profesional. Kevin quería ser tan bueno como ella.
Apretó los dientes y se dirigió hacia una mesa medio vacía situada al lado de una cascada en miniatura. Se sentó al lado de un hombre calvo y regordete vestido con una camiseta hawaiana de color verde y unos pantalones cortos amarillos. Al lado del hombre había una mujer menuda con gafas y una camisa con volantes.
El hombre le sonrió a Kevin y dijo:
—¿Quiere apuntarse a nuestro naufragio?
—¿Tan mal les va? —dijo Kevin riendo y sacándose el dinero del bolsillo.
—Mi mujer y yo hemos estado aquí veinte minutos y ya hemos perdido quinientos dólares. Si la cosa empeora mucho, tendremos que volver a Chicago haciendo autoestop.
Kevin contó veinte billetes de cien y los puso sobre el tapete. El crupier —un hombre hispano bajito, con bigote y los dedos demasiado arreglados— los volvió a contar y se los cambió por veinte fichas negras. Kevin puso una sola ficha en el círculo de apuestas:
—Tal vez tengamos que hacer autoestop juntos —les respondió, guiñándoles el ojo.
En los diez minutos siguientes, Kevin jugó una partida sin incidentes. El recuento no subió de los tres positivos y estuvo bajo cero casi todo el rato. Sin embargo, la profundidad del corte, o penetración, era bastante buena; el crupier estaba utilizando todas las barajas del repartidor, lo cual significaba que les era favorable y que era sólo cuestión de tiempo.
Durante todo el juego Kevin mantuvo los ojos abiertos, pendiente de Martínez. No le resultaba difícil contar y vigilar al mismo tiempo, puesto que se limitaba a seguir la estrategia básica y no bajaba ni subía las apuestas. Cuando jugaba la tercera mano de la tercera partida, vio por fin a su gran jugador. De hecho, habría sido difícil no verle. Llevaba una camisa de terciopelo azul y pantalones negros de piel. Se había peinado el pelo hacia atrás y en el cuello llevaba un collar de oro.
«Dios», pensó Kevin. Observó cómo Martínez se paseaba por las mesas, al parecer totalmente ajeno a lo que le rodeaba. Pasó al lado de la mesa de Kevin dos veces, pero el recuento estaba demasiado bajo como para que valiera la pena. Entonces, de repente, se dirigió a la mesa de Michael. Se sentó al lado de la stripper e inmediatamente empezó a flirtear con ella, mientras se sacaba un enorme fajo de billetes del bolsillo. Kevin se imaginaba lo que estaría pensando la chica: Michael, el tenista pijo, ya no tenía ninguna posibilidad.
Kevin volvió a concentrarse en sus cartas: jugaba, contaba y charlaba con la entrañable pareja de Chicago. Jugó otra partida y la profundidad volvió a ser de cinco barajas, una oportunidad de recuento fabulosa. Kevin empezó a animarse al ver que en las primeras rondas no paraban de salir doses y treses, con lo que el recuento se incrementaba cada vez más. Al cabo de poco había alcanzado los dos dígitos y Kevin empezó a buscar a Martínez. Justo en ese momento Martínez se levantaba de la mesa de Michael llevándose consigo un gran número de fichas negras y moradas. Kevin se recostó en el taburete y cruzó los brazos sobre el pecho. No notó que Martínez le mirara, pero de repente vio que la camisa de terciopelo azul se acercaba tambaleante hacia su mesa.
La pareja de Chicago observó cómo Martínez se sentaba en el taburete que quedaba libre y dejaba caer sus fichas en un montón desordenado.
—¡Hola a todo el mundo! ¿Qué tal les va?
Hablaba con un fuerte acento del sur de California. La mujer menuda se arrimó, asustada, a su marido. Kevin suspiró:
—No demasiado bien. Yo ya me he gastado la mitad de la nómina.
Martínez hizo una mueca. Luego cogió, aparentemente al azar, unas cuantas fichas y las puso en el círculo de apuestas. Tres negras, dos moradas y seis verdes: mil cuatrocientos cincuenta dólares. A ver si los ojos celestiales eran capaces de pillar eso. Era imposible que dedujeran que ese loco vestido de terciopelo sabía que el recuento era de quince positivos, con menos de un tercio de la baraja por jugar.