—No vengas con hostias o te llevo al calabozo por obstrucción a la justicia y te caerá una buena paliza.
—Vale, vale. Tenía que intentarlo, ¿no?
—Los negativos. ¿Los tienes?
—No sé, tendría que mirarlo.
—¿Dónde?
—En mi casa, en Lo Pagán.
—Pues vamos, te llevo.
Dejaron allí el ciclomotor del fotógrafo y se acercaron en el coche de Alsina al domicilio del Julián, una casa de pueblo de planta baja a unos cien metros del mar.
Mientras Julio tomaba asiento sorprendido por el aspecto ordenado de la vivienda de aquel tipo, éste buscó y rebuscó en los cajones de una cómoda que parecía centenaria.
—Aquí —dijo al fin, y sacó dos cilindros de plástico que debían de llevar los carretes dentro—. Junio de 1968. Veamos.
Abrió los pequeños botes y se puso a examinar los negativos al trasluz. Al cabo de unos minutos, dijo:
—Aquí, mire.
El policía observó el pequeño fotograma: una fotografía en la que se veían dos caras, pequeñas y de color oscuro, como dos negros. Era la foto en cuestión, pero no se distinguía nada.
—Revélala. Ya —ordenó.
Entraron en un cuartito con cortinas negras que el fotógrafo usaba como lugar de revelado y éste se dispuso a hacer su trabajo.
—Tengo para un rato —expuso.
Julio echó un vistazo aquí y allá. Salió del minúsculo cuarto y comprobó que la casa no tenía salida trasera y que las ventanas estaban enrejadas.
—Esperaré en la calle. Hace buen día.
Pasó un buen rato hasta que el Julián apareció de nuevo. Lo vio venir cruzando la calle con un sobre ocre en las manos que decía «Fotos Ruiseñor».
—Aquí tiene.
Julio sacó un billete de cien pesetas y se lo tendió.
—Vaya, gracias —agradeció el fotógrafo visiblemente sorprendido—. Ya sabe dónde me tiene para lo que se le ofrezca.
—¿Quieres que te lleve de vuelta a por tu moto?
—No, voy a echarme un rato, luego me llevará un amigo, gracias. Tiene usted también los negativos en el sobre. Un placer.
Esperó un momento para quedarse a solas. Entonces, asegurándose de que no había nadie alrededor, abrió el sobre y miró la foto. Antonia y su hombre, el americano, juntaban las caras en una foto veraniega, casi un primer plano. Parecían felices.
Tuvo la certeza de que había visto antes el rostro de Robert anteriormente.
Un momento.
Sí.
Conocía a aquel tipo.
Se quedó helado.
Sin saber muy bien cómo, había vuelto a guardar la instantánea en el sobre y miraba alrededor con aire asustado.
Increíble.
Ahora lo sabía.
Aquello era algo definitivamente muy, muy gordo.
Antonia García había muerto por aquella fotografía. Malditos hijos de puta. En aquel momento fue consciente de que él había visto la cara de Robert anteriormente y supo que aquella foto no debió de haber existido nunca, era la prueba de que el americano había estado en La Tercia.
Volvió a sacarla asegurándose de que nadie le veía.
Sintió pena por aquella joven de la foto, tan feliz.
Inocente.
Creía saber qué estaba sucediendo allí y debía jugar sus cartas con tino si no quería acabar como ella.
Sabía quién era aquel tipo, Robert.
Aquella misma tarde se reunió con Blas Armiñana, Rosa y Ruiz Funes en casa de este último. Los tres amigos del policía parecían expectantes, así que en cuanto la fámula de Joaquín sirvió los cafés, Alsina soltó de pronto:
—Sé lo que está pasando en La Tercia.
—¿Cómo? —preguntaron los otros al unísono.
—Bueno, creo saberlo.
Joaquín lo miró y dijo:
—Venga, suéltalo.
—No puedo.
—¿Cómo que no puedes? —repuso el dueño de la casa—. Déjate de tonterías.
—En primer lugar, no tengo la certeza, y, en segundo, cuanto menos sepáis, mejor. Creedme. Yo mismo no sé si debería saberlo. Igual hasta me cuesta la vida —lo dijo con tal naturalidad que sus amigos no parecieron asustarse.
—Danos alguna pista —pidió—. Hemos llegado hasta aquí contigo.
Julio puso cara de pocos amigos, pero le pareció razonable lo que Rosa decía:
—Sé que no hay nada de ángeles blancos o extraterrestres —precisó para contentarlos.
—Cuéntanos algo nuevo —intervino Blas.
El policía pidió calma a sus amigos moviendo varias veces la mano derecha con la palma hacia abajo:
—Un momento, un momento. He identificado a Robert, creo saber quién es de verdad...
—¿Quién es de verdad? —quiso saber Ruiz Funes, pero Julio Alsina continuó hablando como si tal cosa:
—... y sé que Antonia murió por una fotografía que se habían hecho juntos. Sabemos que alguien, armado con un M16 mató a
Hocicos,
se cargó a los furtivos e hizo desaparecer a Paco Quirós y su novia. Lógicamente, fueron los de Wilcox, o mejor, la CIA, o si preferís, el Gobierno de Estados Unidos.
Los tres amigos se quedaron con la boca abierta, mirándole como si estuviera loco.
—Comprenderéis que éste es un asunto gordo, muy gordo, y cuanto menos sepáis, mejor.
—Estados Unidos... —repitió Armiñana mirándose las manos como asustado.
—Creo saber qué están haciendo en la cara sur de la Cresta del Gallo y sé que Ivonne lo debió descubrir por accidente. Me voy a Madrid, mañana por la mañana. Voy a hablar con Veronique y...
—Perdona —interrumpió Ruiz Funes—, pero Veronique es la amiga de...
—Ivonne.
—Eso me había parecido, y... ¿puedes decirme cómo cojones vas a hablar con una muerta?
—Creo que está viva.
—¿Cómo? —se asombró Rosa.
—La otra noche llamé al domicilio de sus padres, en Madrid. Se puso al teléfono una niña pequeña, pregunté por Assumpta Cárceles Beltrán, que así se llama la joven, y se puso al teléfono. Me quedé de piedra. Dije: «¿Assumpta?». Ella me dijo: «Sí». Entonces dije que era policía y que llamaba desde Murcia y colgó. Volví a llamar y se puso un hombre, su padre; le dije lo que me había pasado y negó que en la casa hubiera una niña pequeña. Luego me dijo que hacía años que no veía a la hija y que quizá con quien yo había hablado era con su mujer, de nombre Assumpta. Era una burda mentira: su mujer no se llama así, consta en el expediente de la hija.
—Es un episodio raro, sí—admitió el forense jugueteando con su cigarrillo, un Winston de importación.
Los cuatro quedaron en silencio.
—Y vas a ir a Madrid a verla —dijo por fin Rosa.
—Voy a intentarlo. No pierdo nada. Si está viva será la clave. Los de la Político Social intentaron cazarlas y ella debió de escapar. Quizá ni lo sepan.
—Pero ¿qué vieron? —preguntó Joaquín.
—Lo mismo que, sin querer, averiguó el Alfonsito.
—Deberías confiar en nosotros... —apuntó de nuevo Joaquín—. Dinos qué está pasando, nos lo merecemos, no puedes desconfiar.
—No desconfío, os protejo.
—Debes confiar en tus amigos.
—¿Como tú con el asunto de los jóvenes catalanes?
Ruiz Funes miró a Alsina con cara de pocos amigos.
—¿Qué sabes tú de eso?
—Pues nada, pero suficiente Joaquín, suficiente. Dos chicos escondidos en tu casa, a los que luego habrás realojado, hablaban en catalán. Después te vi hablando en la calle con un joven con aspecto de estudiante. Me enviaste a dar un recado a un viejo comunista que vive entre aparatos de radio y palomas, supongo a estas alturas que mensajeras, y encima me concertaste una cita con un tipo de México, un diplomático que me llamaba «compañero» y tenía fotos de gente de la CIA. Blanco y en botella, leche. ¿Qué hace el Partido metido en esto?
—No soy comunista.
—Ya. ¿Y me pides sinceridad a mí?
—Julio, este asunto quema; cuanto menos sepas de según qué cosas, mejor.
—¿Ves? —sentenció entonces Alsina.
—
Touché
—dijo Armiñana sonriente.
Ruiz Funes quedó pensativo.
—Debo reconocer que me has pillado. Quizá tengas razón y cuanto menos sepamos, mejor. Pero ten cuidado, ve a Madrid y cuando lo tengas todo atado, nos cuentas. ¿No ves que tu seguro de vida puede ser que lo sepa más gente?
—Parece razonable lo que dice, Julio —medió Rosa.
—Sí, tenéis razón —reconoció el policía—. Cuando vuelva de Madrid hablaremos.
Entonces Ruiz Funes y su compañero se levantaron. Dijeron que iban al teatro, aunque a Alsina le dio la sensación de que era una excusa para que él y Rosa pudieran estar a solas como despedida.
José María Cárceles se despidió de su familia y pasó por la cocina para recoger el termo de café y la fiambrera con el bocadillo que su mujer le preparaba para que pudiera reponer fuerzas durante el extenuante turno de noche. Introdujo los dos envases en una bolsa de deporte con un dibujo de los aros olímpicos y una antorcha con una leyenda que decía «México 68», bajó las escaleras y cruzó la calle para tomar una copa de aguardiente en El Dátil, que estaba casi vacío.
Mientras charlaba con Gilberto, el dueño, se atizó un buen copazo para entrar en calor; entonces se fijó en un desconocido con pinta de policía que se ocultaba leyendo el periódico en la mesa del fondo. Los enormes titulares rezaban: «Franco, de cacería en La Mancha». Una inmensa fotografía mostraba al dictador vestido de montero y con una escopeta en la mano como certificando el excelente estado de salud del jefe de Estado, pues los rumores sobre una posible enfermedad del Caudillo corrían sin freno por la calle. A José María le pareció que el desconocido le dirigía fugaces miradas, pero lo atribuyó a una desconfianza atávica que aún subsistía en su mente desde sus años de delincuente. Pensando que aquello eran figuraciones suyas, pagó y se fue a la obra que vigilaba durante aquellas eternas y frías noches de la capital de España.
Al ver salir a su hombre, Alsina ladeó el periódico y pidió un vaso de leche con coñac. Tenía que volver al coche para vigilar el domicilio de los Cárceles. Aquella noche prometía ser larga y, además, Vallecas le traía recuerdos de otro tiempo que no le agradaban en demasía.
A las diez de la mañana, Julio vio salir a una joven que bien podía ser Ivonne. Miró la fotografía del informe policial y vio a la chica alejarse. No estaba seguro, pero salió del coche a toda prisa. Dobló la esquina, corrió y la alcanzó a tiempo para decir en voz baja:
—Assumpta.
Ella se giró y dijo:
—¿Qué?
Pero al instante, y al darse cuenta del error cometido, prosiguió la marcha a toda prisa. La alcanzó y la agarró con fuerza del brazo.
—Suélteme o grito.
Él, sin inmutarse, dijo en susurros:
—Mira, tienes dos opciones: o hablas conmigo y nadie sabrá que estás aquí o aviso a los americanos y a los de la Político Social de Murcia.
La joven lo miró con odio, como a punto de explotar. Negó con la cabeza.
—¿Qué hostias pasa aquí? —bramó una voz varonil que hizo girarse a Alsina.
Era el padre de la chica, que volvía de vigilar la obra.
Ella se interpuso, conciliadora:
—Tranquilo, papá. No es nada.
El detective respiró aliviado. Observó que la chica vestía de manera sencilla, como una joven de barrio, sin maquillaje. Era hermosa.
—Si se acerca a mi hija le parto la crisma —barbotó el hombre mientras sacaba una porra plegable del bolsillo trasero de su pantalón.
—Un momento, un momento —pidió Alsina intentando calmar los ánimos—. Sólo quiero ayudar. Estoy investigando la muerte de Ivonne. Sé que no se suicidó. Necesito tu ayuda, Assumpta —concluyó sin dejar de mirar a la chica para resultar convincente, sincero.
Ella tomó al padre por el brazo y miró al detective con desprecio.
—No —respondió—. Váyase y llame a quien quiera.
—¡Vale, vale, lo siento! No voy a entregarte a nadie. Hemos empezado con mal pie. Sólo quiero hablar contigo, estoy intentando aclarar qué pasó. Ivonne merece que sus asesinos paguen.
—Usted no tiene ni idea, ¿verdad?
—Sé más de lo que piensas. Si no quieres hablar conmigo, lo entenderé. Toma, éstas son las señas y el teléfono de mi hotel. Estaré aquí veinticuatro horas por si quieres hablar.
—Esa gente lo puede todo.
—Conmigo, no.
Quedaron mirándose en mitad de la acera. En silencio.
—Venga, papá, vamos —dijo Assumpta Cárceles a su padre. Los miró alejarse. Su órdago no había resultado.
Pasó el día en la habitación de su hotel, en la calle de Hortaleza. Durante la mañana salió sólo un par de veces, una a comprar la prensa y otra a tomar un café. A mediodía bajó a comer a un restaurante coqueto y de aspecto modesto que había nada más cruzar la calle. Pidió el menú y comió con desgana. Volvió en seguida a su cuarto, pues temía que Assumpta le llamara al hotel en cualquier momento. La llamada no se produjo. La tarde se le hizo larga, interminable. A las nueve decidió regresar a Murcia. Tendría que pagar otro día más de estancia en el hotel, pero le daba igual. Estaba cansado de aquel asunto. Era probable que la chica estuviera ya a cientos de kilómetros de Madrid. Si era lista, sabría que tras ser descubierta por él tenía que poner tierra de por medio. Él no pensaba traicionarla, pero siempre cabía la posibilidad de que lo hubieran! seguido o de que él o sus amigos cometieran alguna pequeña indiscreción.
En el momento en que cerraba la maleta y echaba un último vistazo a su alrededor para asegurarse de que no se dejaba nada, sonó el teléfono. Notó que le daba un vuelco el corazón. Se acercó a la mesilla de noche y descolgó el auricular.
—¿Diga?
—¿Está viva? —preguntó Ruiz Funes.
—No debemos hablar por teléfono, Joaquín, pero te diré que me vuelvo con las manos vacías.
—Vaya, qué mala pata.
—Esto empieza a cansarme. Abandono, me voy a París.
—No, hombre, no. Estás muy cerca del final.
—Es peligroso.
—¿Ahora te importa el peligro?
Alsina hizo una pausa:
—Pues... sí. Está Rosa.
—Rosa.
—Sí, Rosa. Dime, ¿por qué has cambiado de opinión? me decías que no corriera riesgos...
Ruiz Funes suspiró y rebatió:
—No me seas suspicaz, no he cambiado de opinión. Es sólo que estamos muy cerca y podríamos trincar por los cojones a Guarinós y a su gente.
—Ya —dijo Julio con retintín.
—¿Vas a empezar otra vez con esa historia de que soy comunista?
—No, Joaquín, no. Me voy a París. Vuelvo a Murcia a por Rosa y me largo —espetó, y colgó.