Don Raúl quedó confuso. Como un boxeador al borde del KO. Hasta que, de pronto, señaló al pedáneo y dijo:
—Bueno, no merece la pena ocultarlo. Fue él.
—¿Cómo? —dijo sorprendido el acusado, Edelmiro García.
—Sí. Intenté disuadirle, pero se empeñó. Me vino con el cuento de que los hombres habían encontrado el coche en mitad de la finca, abandonado. Yo le dije: «Llame a las autoridades, Edelmiro». Pero él se empeñó en que aquello podía causarnos problemas y que era mejor enterrarlo —dijo el dueño de la finca.
—¿Yo? —repuso el alcalde de La Tercia, que, claramente, no sabía de qué le hablaban.
—¡Sí, tú! Pero tendrás los mejores abogados, no te preocupes. No has hecho nada malo. Sólo enterrar un coche.
—Pero yo no... yo no...
—¡Basta! —cortó don Raúl—. Harás lo que se te dice. Todo irá bien.
Entonces intervino Guarinós, que parecía disfrutar mucho con aquello:
—Mire, don Raúl, usted comprenderá que se trata de su palabra contra la de su capataz, o lo que sea. Me temo que, como dice mi compañero, debe venir usted con nosotros.
—Fui yo —terció de repente el pedáneo para sorpresa de todos—. Yo mandé enterrar el coche pese a la oposición de mi patrón, sí. Le dije que lo habíamos sacado de la finca con una grúa, pero mentí. Él no sabe nada de esto. Como los jóvenes habían desaparecido, al ver el coche en la finca temí que nos acusaran a nosotros de cualquier barbaridad. Es evidente que robaron el coche y lo abandonaron aquí para luego fugarse. Quizá me equivoqué desobedeciendo a mi jefe, ahora veo que debía haberles avisado.
Don Raúl sonreía exultante y Guarinós no pudo disimular su enojo ante la confesión, falsa a todas luces, del pedáneo. Pobre siervo. Llegó un camión grúa para llevarse el vehículo al depósito.
—Esposadle, entonces —ordenó Yesqueros a sus hombres, que metieron en el coche policial a Edelmiro García. Don Raúl había ganado aquel asalto y, de momento, la guerra continuaba.
Cuando llegaron a comisaría, Alsina quedó libre y sin cargos. Clarita había recobrado la consciencia y a las seis y media de la mañana preguntó por «su Serafín», por lo que la madre, doña Tomasa, avisó a la policía, que detuvo al empleado de Hacienda cuando iba a salir de casa. El susodicho había confesado en cuanto sintió que le ponían las esposas, entre el llanto de su esposa y el insoportable griterío de aquellos diablillos que tenía por hijos.
—Mejor que esto, cualquier cosa. Al menos, en la cárcel estaré tranquilo —comentó el pobre desgraciado.
La niña, ingresada en el Hospital de la Cruz Roja, junto al río Segura, parecía mejorar.
Alsina se fue a dormir a la pensión. Necesitaba descansar y valorar las posibles consecuencias de aquel fiasco. Despertó a eso de las siete y aprovechó para hacer una llamada a Rosa según la clave que habían convenido. Tres tonos y colgar. Luego, otra llamada, un tono y colgar. Entonces salió y fue a la plaza de San Pedro, al hotel Majestic, y tomó una habitación, la doscientos uno. Subió. Al rato llegó Rosa, que había entrado por la puerta de atrás, como Julio había convenido con el botones a cambio de una generosa propina. Pudieron amarse hasta las diez de la noche y ponerse al día de los últimos acontecimientos. La joven pensaba que él había corrido riesgos excesivos y, además, la reacción de don Raúl y de sus amigos los tecnócratas prometía ser contundente. Salieron por separado y caminaron de vuelta a casa dejando entre sí más de cien metros de distancia. Una pantomima.
El viernes, el policía acudió al Olimpia a eso de las once de la mañana, pues había quedado allí con Blas Armiñana. Cuando llegó se encontró con que el forense se hallaba acompañado por Ruiz Funes.
—Hola, pareja —saludó—. ¡Un café!
Al oír lo de «pareja», los otros dos chistaron ruidosamente.
—Perdón —se disculpó—. Ha sido un lapsus. Parecéis de buen humor.
Joaquín le tendió la prensa y Julio leyó en voz alta:
—«Otra ola de rumores en el extranjero sobre una nueva enfermedad del Caudillo.» «Habla el médico del Generalísimo: Franco está más fuerte que nunca. En treinta años sólo ha padecido una gripe y una intoxicación alimentaria.»
—Un superhombre —resumió Armiñana, provocando una carcajada en Ruiz Funes.
Alsina dijo entonces con aire pensativo:
—¿No creéis que ésta puede ser la causa de lo del estado de excepción?
—Eso, y las algaradas estudiantiles —afirmó Joaquín.
—No sabemos hasta qué punto han llegado a tener importancia —añadió Julio.
—De momento, como para declarar el estado de excepción —sentenció Ruiz Funes.
Guardaron silencio ante la llegada del camarero. Una vez que éste los dejó a solas, Alsina cambió de tercio:
—¿Has inspeccionado el coche, Blas?
—Sí, hay manchas de sangre como si hubieran liquidado a un Miura.
—¿Crees que los mataron dentro del vehículo?
—O los transportaron malheridos. No sé si fueron heridas de bala o de arma blanca, pero una cosa es segura: por la cantidad
de sangre que debieron de perder, esos dos no pudieron sobrevivir.
—Ya.
Ruiz Funes preguntó, jugueteando con su encendedor de oro:
—¿Dónde coño están los cuerpos?
—La verdad, no lo sé. Aquello es inmenso. Es como buscar una aguja en un pajar.
—La habéis hecho buena. Si no hay cuerpos, no hay delito —concluyó el forense.
—Con una buena mano de hostias el pedáneo confiesa i—apuntó Alsina.
—¿Y eso interesa? —inquirió Ruiz Funes maliciosamente.
—Pues, la verdad, no. Si no dice dónde están los cuerpos no servirá de nada. Pagará él, claro, pero nos quedaremos sin aclarar el asunto —reconoció Julio.
—¿Y cómo sabes que no enterró él los cuerpos o que no sabe dónde están? —intervino Armiñana.
Ruiz Funes volvió a tomar la palabra:
—Mi buen amigo Julio es un tipo listo, y supone que si don Raúl entregó al pedáneo es porque el pobre hombre no tiene idea de qué va el asunto. Ése no sabe dónde han enterrado los fiambres, te lo digo yo.
—Exacto.
Quedaron en silencio. Pensativos.
Al ver que no daban con el quid de la cuestión, Alsina se despidió:
—Bueno, pues ahora, si me disculpáis tengo que vender televisores, y ya de paso quiero pasarme por la pensión del ufólogo a contarle lo de
Hocicos,
la bala, y el coche enterrado. Me temo que le voy a chafar un buen reportaje.
La pensión de Cercedilla, el periodista, estaba a un paso, así que llegó allí en un momento. Sabía que iba a darle un disgusto, pero era preferible que volviese cuanto antes a Madrid y se alejara de aquel espinoso asunto. No quería más desaparecidos. La dueña de la pensión, sita en el callejón del Bolo, era una señora malencarada, con moño blanco y algo oronda, que se mostró muy contrariada cuando Alsina le preguntó por Dionisio Cercedilla.
El periodista llevaba dos días sin aparecer por la pensión y se había dejado todas sus cosas. Ella pensaba que aquel tipejo, «raro como un perro verde», se había largado y no volvería a pagarle lo que debía. Julio hubiera querido inspeccionar su cuarto, pero aquella arpía pretendía que se hiciera cargo de la cuenta, por lo que optó por desaparecer discretamente. Aquello le sonaba: Ivonne y Veronique habían salido un día de sus habitaciones en el hotel Victoria y no regresaron a recoger su equipaje. Estaban muertas. Aquel pobre hombre, Cercedilla, estaba acostumbrado a investigar asuntos del más allá y no sabía que los vivos son más peligrosos que los muertos. Dedicó la mañana a visitar comercios, pero no tuvo suerte, o quizá él no estaba predispuesto para la venta. Lamentaba todo lo ocurrido en las últimas horas: el asunto de Clarita, don Serafín en la cárcel y el macabro hallazgo del coche en que desaparecieran Paco Quirós y su novia Pascuala. Poco a poco, las dudas se iban despejando y todo se precipitaba, haciéndole sentir que perdía el control.
Hocicos
había muerto por herida de bala, del calibre 5,56. Munición de M16. Arma que utilizaban los hombres de Wilcox. Sebastián y Pepe «el Bizco» estaban muertos también, sin duda. No era asunto de ángeles blancos ni luces del más allá; estaba claro que aquella zona de uso militar no podía ser visitada, y los furtivos se habían colado en la finca. Algo similar había sucedido con Paco Quirós y su novia, por no hablar de Ivonne y Veronique. ¿Qué habían visto todos ellos?
Recordó los ángeles blancos del Alfonsito.
Pobre gente, pensó, habían estado en el lugar equivocado en el momento más inoportuno.
Entonces se acordó de Antonia García. ¿Por qué había muerto? ¿Visitaba la finca con regularidad? Honorato Honrubia no la había matado, eso era seguro. Recordó el extraño incidente de la fotografía. Alguien se había tomado muchas molestias para robarla. Pensó en Richard, el tipo de la CIA, que según la madre de Antonia se había quedado muy sorprendido al ver aquella instantánea. ¿Por qué era tan importante? Robert estaba casado, sí, pero ¿cómo iba su mujer a enterarse de aquello desde el lejano estado de Indiana? No, la foto era importante por otra i cosa. Robert no debía de estar allí. ¿Y qué importancia tenía ¡ eso, tratándose de un simple ingeniero? Seguramente por el asunto en que trabajaba. Asunto militar.
Sí, era eso. Podía jugar la baza de la fotografía. Sí, eso haría. No sabía exactamente por qué era tan importante, pero a Richard se lo parecía hasta el punto de entrar en una casa ajena a robarla.
Se sentó un momento en un banco de la plaza de Santo Domingo. Enfrente tenía el hermoso edificio que construyera Rodríguez, un tipo brillante a quien admiraba por ser el autor de la maravillosa casa de Díez Cassou en la calle de Santa Teresa. Una construcción maravillosa, decimonónica, de la cual se rumoreaba que tenía fantasmas.
—Alsina, te buscaba.
Se giró y vio que era Guarinós. Debía de haberle visto desde comisaría y había acudido a su encuentro.
—¿Qué diablos quieres ahora?
—Resultados.
—Ya no trabajo para la policía, ¿recuerdas?
—Tenemos un trato. ¿Quieres? —dijo ofreciéndole un chicle Cheiw.
—¿Qué trato? Don Serafín se autoinculpó y eso demuestra que soy inocente de lo del aborto de la chica, y además, os llevé al coche. Pensé que tenía el asunto resuelto, pero me quedé en puertas. No puedo hacer más.
—No es suficiente. Hemos quedado como idiotas. Se me va a caer el pelo. El gobernador y el comisario quieren los cuerpos. Sólo así echaremos el guante a don Raúl. No encontramos un juez que nos expida una orden para registrar la finca, que, además, es inmensa. Estamos en situación de empate y tú nos vas a ayudar a salir de ella.
—No.
—Trabajas para mí, Alsina, te guste o no. No te conviene enfadarme.
—¿Trabajo para ti? ¿Y qué hay de Ivonne?
—¿Quién?
—Ivonne, la prostituta del Victoria.
—No sigas por ahí, no te interesa.
—Todos tenéis cadáveres en los armarios, Guarinós. Dices que trabajo para ti y no me das suficiente información. ¿Cómo voy a a trabajar a oscuras? Vosotros la liquidasteis, ¿verdad?
—Te he dicho que dejes ese asunto. ¿De verdad crees que a alguien le importa una triste puta muerta? Quiero los cuerpos, Alsina. Tienes una semana. Si no me entregas la cabeza de ese traidor lameculos de los americanos iré a por ti. Avisado quedas. Por otra parte...
—¿Sí?
—Está lo de tu asunto con la falangista...
Julio levantó la cabeza y miró con odio a Adolfo Guarinós, por lo que éste puso cara de satisfacción para continuar diciendo:
—Es una pena que no te puedas casar con ella. Quién sabe, quizá, si eres buen chico y cumples con tu patria, igual te caía algún regalito. Ya sabes, al pendón de tu mujer, allí, en África, podría pasarle algo y tú quedarías libre para siempre. Qué zorra era, chico, pero la verdad es que en la cama era una fiera.
—Hijo puta... —murmuró por lo bajo.
Por primera vez en más de un mes, Alsina sintió la necesidad de emborracharse mientras veía alejarse a aquel malnacido.
Respiró hondo y aquella sensación se fue alejando cuando pensó en Ivonne.
Rosa Gil tomó el autobús de Algezares, un pequeño pueblo situado en la falda de la sierra, bajo el santuario de la Fuensanta. A eso de las cinco se apeó en la última parada y subió en un Simca 1000 que la esperaba. Julio y ella se besaron y él arrancó el coche para subir hasta la Cresta del Gallo. Allí, lejos de miradas indiscretas, pudieron caminar de la mano y charlar pese a que la tarde era muy fría, paseando entre pinos sin rumbo fijo.
Le contó lo ocurrido con Guarinós aquella misma mañana.
—Es obvio que están nerviosos, no saben qué hacer —dedujo Rosa.
—Me temo que don Raúl no va a quedarse quieto y, ¿sabes?, me siento como si estuviera entre dos trenes que van a chocar
Ella sonrió:
—Es un buen símil.
—Pensé que había dado con los cuerpos y ya ves, sólo encontré un coche.
—Lleno de sangre.
—Sí, lleno de sangre. ¿Qué estará pasando en aquel lugar?
—No lo sé, Julio, pero nada bueno. Debes tener cuidado, sobre todo con los del búnker; los animales heridos son muy peligrosos.
—¿Heridos? Yo los veo más fuertes que nunca.
—No te equivoques. Desde la misma Sección Femenina se está nadando y guardando la ropa. Los ideales de José Antonio se traicionaron hace ya muchos años, e incluso su propia hermana, mi jefa, Pilar Primo de Rivera, ha dado algún que otro bandazo que la gente no entiende. Por pragmatismo, claro. Hay que adaptarse a los tiempos. La Sección Femenina ha llegado a adquirir mucho protagonismo dentro del Régimen, y no podemos perderlo todo por seguir a los del búnker. Hemos ido perdiendo influencia poco a poco, Julio. Al principio, Franco necesitaba a los falangistas, una primera línea aguerrida y fiel, tropas de choque, gente idealista y, a veces, casi suicida. Ya no hay un enemigo interno al que combatir, la guerra se ganó y la posguerra sirvió para aniquilar cualquier disidencia. Lo que ahora le interesa a Franco es la economía.
—Pan y circo.
—Sí, más o menos, y bienestar. No creas, no me parece mal. El milagro económico lo ha cambiado todo. Falange ya no es tan necesaria para ellos, y los del búnker lo saben. Han perdido mucha influencia, y eso duele; afecta a los bolsillos, a los negocios, al poder. No entienden de aperturismo. Nosotras nos estamos reciclando, en cierto modo somos como un ministerio más y no un apéndice de Falange. Pero dentro queda gente que piensa morir matando, y no sólo políticamente. Ten mucho, pero que mucho cuidado.