—Muy bien, no ha sido nada. Un rasguño —contestó sonriendo para tranquilizarla.
—Ha sido terrible. Terrible —comenzó la madre de la chica—. Parece que estas cosas sólo ocurran en las películas y fíjese. Cuando lo he sabido me he quedado muerta, y mi Rosita me ha dicho: «Vamos a verle, mamá». Sé que se portó usted muy bien con uno de sus descarriados y también con ella misma.
Alsina se sintió doblemente culpable.
—Son ustedes muy amables. No tenían por qué molestarse.
—Si es lo que yo digo —prosiguió la buena mujer—, que el Caudillo es demasiado bueno. ¡Mano dura es lo que hace falta! Un gitano era, ¿no? Para robarle, seguro. Ahora que a usted le va bien con eso de los televisores...
Rosa y Julio se miraron con disimulo.
—¿Se puede? —dijo la voz de alguien que asomaba a la puerta.
Era doña Tomasa, la madre de Clarita, acompañada por doña Salustiana. Aquello parecía una romería.
—¿Cómo está el enfermo? —preguntó la recién llegada—. Le traigo una tarta de chocolate. Las hago yo misma, con chocolate puro Valor y galletas María.
—Vaya; gracias, doña Tomasa.
—Quería pedirle disculpas por lo del otro día...
—No se preocupe. ¿Cómo está ella?
—Bien, bien..., pero usted sabrá perdonarme. Yo creí que..., en fin, pensaba que usted era el culpable de aquello. Por eso quise arrancarle la cara.
—Doña Tomasa, no se preocupe. Le digo que es asunto olvidado, comprendo que usted creyera que yo...
—Ya, hijo, ya, pero ¡fui tan injusta! Ese don Serafín, al que Dios confunda, se portó como un mezquino. Mi hija hubiera muerto de no ser por usted. Me dijo el médico que, de esperar un poco más, habría muerto desangrada. Usted le salvó la vida, la llevó a la casa de socorro aun poniéndose en peligro. Es usted un buen hombre, ¡y un valiente! Espero que ese Tenorio de pacotilla se pudra en la cárcel.
—Pero ¿Clarita se encuentra bien?
—Sí, cada día mejor. Le llevo sus buenos filetes de hígado —precisó la mujer, que bajó la voz para añadir—: En cuanto le den el alta, se va
con
mi hermana a Santiago de la Espada, en la sierra. Allí estará en un ambiente más noble, de pueblo. Me ha dicho el médico que ya no podrá tener hijos, pero me conformo con que haya salvado la vida.
—Vaya, lo siento.
—Pues nada, nada, usted acábese la tarta y póngase bueno, que yo ya le dejo con la compaña. He de irme al hospital.
Doña Tomasa y doña Salustiana salieron del cuarto y fue entonces cuando la madre de Rosa hizo algo inesperado:
—Yo me voy, que es tarde y me quiero acostar.
Rosa hizo ademán de levantarse, pero doña Ascensión cortó el intento:
—No, hija, no. Tú quédate y hazle compañía a este hombre tan valiente. Un ratito sólo. Que se mejore, don Julio.
—Gracias.
Y salió dejándolos a solas.
Rosa estaba boquiabierta, y Julio alzó las manos como diciendo que no entendía lo que pasaba.
—¡Lo sabe, seguro! —dijo ella en un susurro.
—¿Qué va a saber?
—Es mi madre y lee en mí como en un libro abierto.
Quedaron en silencio. Rosa le rozó la mano con la suya, pero de inmediato miró hacia atrás y la separó; la puerta del cuarto estaba abierta.
—Esto es de locos —murmuró él.
—Debes de caerle muy bien para habernos dejado a solas.
Alsina sonrió.
Ella dijo:
—He pasado miedo. Joaquín me ha contado tus dos entrevistas de hoy. Si te ocurriera algo me volvería loca. Deberías dejarlo.
—Sí, debería.
—¿Por qué no nos vamos?
—¿Irnos? ¿Adónde?
—A Francia, a trabajar y a vivir. Allí no es necesario casarse, la gente vive su vida.
—Pero ¿has perdido la cabeza? Tú tienes una vida aquí.
—Que no me gusta.
Julio suspiró. Parecía cansado.
—¿De verdad darías un escándalo como ése por mí?
—Sí, estaría lejos, muy lejos como para importarme lo que dijera la gente.
—¿Y tus padres?
—Se les pasaría. En cuanto vinieran a ver a su primer nieto.
Julio volvió a sonreír.
—¿Qué? —dijo ella—. ¿Tendríamos hijos, no?
—Los que tú quisieras, Rosa.
Volvieron a quedar en silencio. Entonces entró doña Salustiana con una bandeja en la que traía un ponche y un buen plato de sopa.
—Y ahora, a cenar —dijo la patrona.
Rosa se levantó y se despidió hasta otro momento.
Antes de que saliera, Alsina le dijo, no sin retintín:
—Recuerde, señorita Gil, le tomo la palabra.
Y se puso una servilleta a cuadros sobre el pecho.
Pudo pasar el día siguiente descansando. Leyó, escuchó la radio y se dejó mimar por doña Salustiana que parecía demasiado contenta, en contraste con su actitud huidiza y triste de días anteriores. Julio recordó la entrevista que la mujer había mantenido con don Diego, el representante de Lois, y lo achacó a ello. Sin duda, le había contado lo de su esposa con el actorucho, y ahora éste, Eduardo, estaba a disposición única de la dueña de la pensión.
Tuvo tiempo para meditar. Tenía algo ahorrado, pues en los últimos años no había gastado más que en pagar la pensión y sus botellas de Licor 43. Podía vender el coche y hacer efectivas sus comisiones con los de la ITT. Con aquello podría pagar los gastos del viaje a París y el alojamiento hasta que él y Rosa encontraran un empleo en Francia. Era una locura, decididamente, pero la madre de la chica lo miraba con buenos ojos y en cuanto viera que su hija era dichosa con él en el país vecino, apoyaría su unión, seguro. Él sabía que podía hacerla muy feliz.
¿No se echaría atrás la joven en el último momento? Aquello iba a ser un auténtico escándalo, aunque, por otra parte, ellos estarían muy lejos de allí y no se enterarían de nada. ¿Por qué preocuparse tanto entonces?
Él estaba decidido. Cansado. Le daba igual el caso, lo sentía por Ivonne y los desaparecidos de La Tercia, pero era absolutamente imposible que aquellos malvados pagaran por lo que habían hecho. ¿Qué se llevarían entre manos los yanquis en la cara sur de la Cresta del Gallo? ¿Qué habían visto Ivonne y Veronique? ¿Y los desaparecidos del pueblo? Pensó en Cercedilla, el ufólogo. Otro desaparecido. Él no iba a correr la misma suerte. No quería saber más de aquel asunto. Además, no podía enfrentarse solo con los del búnker y con los americanos.
Por otra parte, la posibilidad de huir a Francia con Rosa Gil le ilusionaba. Una nueva vida lejos de allí. Volvió a pensar en Adela, su esposa; ¿qué sería de ella? Se le pasó por la cabeza intentar localizarla, aunque, ¿de qué serviría? En España no había divorcio.
Francia. Ésa era la única posibilidad.
Eran las dos de la tarde cuando don Raúl se sentaba en su mesa favorita del Rincón de Pepe. Había tenido una mañana muy ocupada y estaba muerto de hambre. Nada más verle entrar, los camareros se habían puesto en movimiento y antes de que se hubiera anudado la servilleta al cuello, ya tenía delante un delicioso plato con langostinos del Mar Menor, carísimos, una buena forma de hacer boca hasta que llegara el arroz con verdura. La tarde se presentaba interesante; después de comer iría al casino a pasar un rato en la tertulia taurina y luego se daría una vuelta por Casa Rosa, en la calle de Pux Marina, el burdel más lujoso y discreto de la ciudad. Gertru había vuelto de un periplo por las casas de putas de Madrid y Barcelona, y a doña Rosa, la
madame,
le había faltado tiempo para avisarle. Gertru era algo así como su furcia de cabecera, la mejor, sin duda, pues era alérgica y sufría de continuas rinitis que la hacían tremendamente atractiva a los ojos de aquel cacique. Porque, la verdad era que don Raúl Consuegra padecía desde muy jovencito una parafilia extrañísima, la mucofagia, que le llevaba a disfrutar sexualmente al ingerir los mocos de otros adultos.
Sólo en aquella casa de putas, en la que dicho sea de paso se satisfacían las más extrañas perversiones de los varones adinerados de Murcia, accedían a irle guardando excrecencias a lo largo de la semana para que los sábados por la tarde alcanzara el paroxismo. Al parecer el origen de su trastorno se debía a una primera experiencia sexual en la que, siendo un niño, había sido iniciado por una criada de Don Benito que servía en casa de sus padres, en un día en que la joven, rolliza y entrada en carnes, estaba constipada. Don Raúl se había hecho visitar por varios especialistas de renombre, pero finalmente había optado por continuar con su vicio secreto, ya que no hacía daño a nadie. Por eso adoraba los sábados por la tarde.
—¿Don Raúl?
El preboste levantó la cabeza sin dejar de chupar la cabeza de un langostino y se encontró con Joaquín Ruiz Funes.
Iba a soltarle un exabrupto a aquel maricón, pero se lo pensó dos veces y respondió muy educado:
—¿Usted gusta?
—No, gracias —denegó su interlocutor, que vestía un elegantísimo traje azul marino con unos llamativos gemelos—. Sólo vengo a decirle una cosa: anoche un matón a sueldo intentó acuchillar a Julio Alsina.
—¡Qué me dice!
—No se moleste en hacerse el sorprendido, don Raúl; sólo dígale a Richard y a míster Thomas que si le ocurre algo a Alsina, un notario suizo hará público el asunto de la foto. —Tanto él como Alsina ignoraban por qué la instantánea era tan importante, pero había que apostar fuerte—. A Wilcox no le interesa. Ah, y créame, no es un farol. Que aproveche.
Ruiz Funes salió de allí a toda prisa. Don Raúl apretó con tal fuerza el langostino que lo estrujó y se puso perdido: aquel hijo de puta le había dado la comida. Tenía que telefonear a la finca; Alsina debía seguir vivo costara lo que costase. Se levantó para acercarse al teléfono a la vez que con disimulo sacaba de su bolsillo una pequeña cosita, que ingirió para tranquilizarse.
El domingo, Julio despertó de buen humor. El brazo no le dolía y se quitó el pañuelo que usaba para llevarlo en cabestrillo. Había decidido desayunar, salir a comprar la prensa y dar un paseo por el Malecón aprovechando el fantástico sol invernal. Apenas había comenzado a mojar una tostada en su café con leche cuando Inés, sospechosamente algo más gruesa de la cuenta, entró en la cocina y le dijo:
—Don Julio, tiene usted una llamada.
Se levantó con fastidio y se encaminó hacia el pasillo. Una vez allí, cazó al vuelo el auricular que aún se balanceaba rozando la pared y dijo:
—Alsina.
Una voz de varón, tímida e insegura, preguntó al otro lado:
—¿Alsina?
—Sí, el mismo.
—¿Alsina?
—Le he dicho que sí. Le oigo mal. ¿Quién habla?
Hubo un silencio.
—Soy Antonio Quirós, el hermano de Paco, el que desapareció con la novia en el mil quinientos.
—Claro, Antonio, el mecánico, sí, ¿qué tal?
—Hombre, pues... no sé qué decirle, el que encontrara usted el coche, con tanta sangre... En el fondo quería creerme que mi hermano estaba por ahí, con la Pascuala, pero no le llamo por eso.
El mecánico de La Tercia volvió a quedar en silencio.
—¿Antonio?
—Sí, sí...
—Diga, ¿qué ha pasado?
—El Alfonsito ha muerto. El viernes por la tarde se colgó de un olivo.
Ahora fue Alsina quien quedó en silencio.
—¿Oiga? ¿Alsina?
—Sí, sí, estoy aquí, perdone. No entiendo...
—Se ahorcó. Se ha suicidado.
—Pero ¿por qué iba a hacer algo así?
—No sé, estaba loco.
—Habrá que esperar a la autopsia.
—¿Qué autopsia?
—Pues la autopsia, Antonio. Se lo habrán llevado a Murcia o a Cartagena. Es una persona joven que muere en extrañas circunstancias y...
—Lo enterraron ayer tarde.
—¿Cómo?
—Sí, en cuanto hizo veinticuatro horas del suceso. Por la mañana vino don Raúl desde Murcia y dispuso que se le enterrase en cuanto fuera posible. Un juez lo ordenó. No crea, don Raúl se hizo cargo de todos los gastos.
—Ya.
Se hizo de nuevo el silencio. La línea era realmente mala y se escuchaba como si alguien hiciera girar un sintonizador de radio, ruidos de fondo y ecos de conversaciones de otras personas.
—Pensé que querría usted saberlo...
—Sí, sí. Ha hecho usted bien en llamarme, gracias.
Colgó y se fue arrastrando los pies hacia su cuarto. Se sentó en la cama. ¿Quién podía hacer daño a un pobre imbécil como aquel? Quizá se había suicidado de verdad.
El Alfonsito debía de resultar molesto para la gente de Wilcox, un demente hablando por ahí de luces blancas, ángeles y ruidos raros. Era seguro que don Raúl debió de protegerlo, pero quizá el pobre tonto había forzado demasiado su suerte.
Se incorporó y comenzó a quitarse el pijama. Se puso un pantalón gris, una camisa y un jersey de cuello de pico. Mecánicamente, como si se tratara de un autómata, tomó la gabardina, fue a la cocina, apuró su café con leche y salió a la calle. De camino hacia el coche, pensó que poco importaba si hacía alguna gestión más. El Alfonsito no se había suicidado. Si no, ¿por qué se tomó tantas molestias don Raúl en que lo enterraran tan aprisa? Pensó que se había ahorcado el viernes por la tarde, justo cuando a él le habían enviado al sicario; ¿casualidad?
Subió al coche y comprobó que el brazo herido no le dolía demasiado y que se bastaba para sujetar con él el volante mientras cambiaba de marcha con el otro, el derecho, que era el que debía hacer el esfuerzo para conducir de verdad el vehículo.
Viajó hasta La Tercia pensando en que prepararlo todo para su huida con Rosa le llevaría días o incluso semanas. Ella tenía un trabajo y quizá debería poner sus asuntos en orden antes de desaparecer así como así. Era soltera y vivía con sus, padres, debía de tener dinero ahorrado, como él. No había caído en ello. Lo del Alfonsito le resultaba raro, así que decidió echar un vistazo. Quizá el tonto sabía más de lo que todos pensaban. Era el único que había visto a «los ángeles blancos» y vivió lo suficiente como para contarlo. Además, la forma en que le relató la captura de Ivonne por la Político Social o la desaparición de Paco Quirós y Pascuala a manos de «los ángeles blancos» le había demostrado que el joven tenía una memoria excelente, fotográfica.
Cuando llegó al pueblo, no le costó trabajo averiguar que el fallecido vivía en la avenida de Chicar, una calle que de avenida tenía bien poco y quedaba a unos metros apenas de la plaza del Teleclub, el lugar en el que el Alfonsito se pasaba las horas muertas sentado en un bordillo y jugando con su lata atada a un cordel. Se acercó con disimulo a la casa que el tonto heredara de su fallecida madre. Una pequeña vivienda encalada que hacía esquina y con el tejado medio roto. La puerta era de madera, vieja, astillada y pintada de azul. Parecía endeble.