1969 (41 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

BOOK: 1969
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Veronique tomó impulso y suspiró:

—Ese hombre conectó el proyector y entonces aparecieron esas imágenes... Richard dio un salto, apartó a Ivonne y vino hacia nosotros. Apenas habían transcurrido un par de segundos cuando Steve se dio cuenta de que se había equivocado de película, en seguida puso la mano sobre el objetivo y paró el proyector. Si se quemó los dedos y todo... El otro, acercándose, dijo a la vez que se le trababa la lengua: «¿Lo ha visto?». Se refería a mí, claro. Yo dije que no, y Steve, el muy cerdo, contestó que sí. No se lo pensaron, todo sucedió muy rápido. Richard sacó una navaja y se me acercó, pero yo lancé el proyector sobre él y cayó al suelo. Pesaba mucho. Grité: «¡Corre, Ivonne, que nos matan!». Steve daba alaridos porque al parecer el aparato le había caído en el pie. Yo salí por una puerta que había junto a la pantalla y rodeé la casa. Supongo que Ivonne saldría por la otra puerta, la que daba a un pasillo que llevaba al salón principal. Imagino que la matarían allí mismo. Ella no había visto nada.

—¿Y qué hizo usted?

—Había un
jeep
con las llaves puestas. Lo arranqué y salí de allí a todo gas. Richard corrió tras de mí unos metros. A punto estuvo de alcanzarme, pero no pudo. Lo vi volver a la casa por el retrovisor. Tomé un camino lateral, de tierra, y llegué a una puerta metálica muy endeble. La embestí pisando el acelerador a fondo y atravesé una carretera asfaltada para meterme en mitad de un bancal. Sentí pánico, porque el coche se atascó en el barro. No tardarían en llegar. Entonces vi luces. Un camión de reparto de leche. Lo paré, subí y me llevó a Cartagena. Desde allí telefoneé a mi padre, que me envió un giro con el que pagué un billete de tren para Madrid. No sé qué le pasó a Ivonne.

Assumpta comenzó a llorar en aquel momento. Le tendió su pañuelo y dijo:

—Yo sí.

La joven levantó la mirada queriendo saber. Dejó de llorar al instante. Era una mujer fuerte.

—No sé muy bien cómo, pero su amiga llegó a un camino exterior que bordea la finca. Me lo contó el tonto del pueblo, el Alfonsito. Los americanos la perseguían, pero apareció un coche de la Brigada Político Social y se la llevaron.

—¿Cómo?

—Sí, en Murcia son camisas viejas, andaban detrás de saber qué se llevaban los americanos entre manos y la interrogaron.

—Dios.

—No les dijo nada.

—No podía, no sabía nada. No vio la pantalla como yo.

—La torturaron en un piso franco y simularon su suicidio lanzándola desde la torre de la catedral el día de Nochebuena. Por eso comencé a investigar el caso.

Veronique volvió a sollozar con las manos en la cara. Lloraba desconsoladamente la muerte y los sufrimientos de su amiga, pero sobre todo sufría porque se sentía culpable. Ella, la que vio la película, había sobrevivido. Así de injusta era la vida. Y estaba allí, con Alsina.

Entonces le hizo la pregunta, necesitaba saber. Quizá la vida de Rosa dependiera de aquello:

—Veronique —dijo con tono paternal—, ¿qué había en esa película?

Ella volvió a rehacerse mirándole a los ojos y dijo:

—Pues verá...

La película

Jonás estaba ocupado luchando con un cercado cuando vio llegar el automóvil del policía. Vio que del mismo se apeaban Alsina y Antonio, el mecánico.

—Buenas —saludó el policía, y otro tanto hizo el mecánico.


Nas
nos dé Dios —contestó él.

—Hace bueno, ¿eh? —comentó Julio.

—Sí. Pero mañana, lluvia.

—¿Cómo lo sabe?

Jonás sonrió con la tranquilidad que da la experiencia dijo:

—¿Ve usted esas nubes allá, por el Mar Menor?

—Sí, claro —contestó el policía—. Son pequeñas.

—No haga caso. Cuando hay nubes como esas y el viento viene de lebeche, en una jornada, lluvia segura.

El mecánico miró a Alsina y asintió como si aquel lugareño no fallara en sus predicciones.

—Me lo enseñó mi abuelo —explicó Jonás volviendo a su quehacer. Entonces, como quien no quiere la cosa, siguió diciendo—. Al final encontró usted los cuerpos...

—Sí, así fue.

—Todos los de por aquí tenemos que estarle agradecidos. Mi primo, el Bizco y el hermano y la novia de aquí, Antonio, descansan en paz gracias a usted. Ayer se les dio cristiana sepultura.

—¿Hace un pito, don Jonás? —dijo el mecánico.

—Echaré uno, vale —aceptó el labriego dejando la valla.

Alsina, mirando hacia la sierra, esperó a que Antonio le diera lumbre y dijo:

—El pedáneo va a pagar por las muertes.

Jonás, aspirando el humo con fruición, contestó:

—Sí, se dice por ahí que fue él quién los mató. Cosas de un loco.

—¿Y usted qué cree? —preguntó Antonio como si pidiera consejo a alguien de más edad.

El labriego se rascó la cabeza tras quitarse la gorra y después de pensárselo afirmó:

—Fue cosa de los americanos.

Hubo un silencio.

—Voy a ayudar a aquí, al señor Alsina —explicó Antonio—, quiero que paguen y le necesitamos. Usted conoce la sierra como nadie.

El viejo los miró con la cabeza ladeada, como sopesando los riesgos.

—¿Qué hay que hacer?

—Debo colarme en Wilcox, en las instalaciones que tienen al sur de la Cresta del Gallo —expuso el policía.

—¿Cuándo?

—Esta noche.

—¿Podrá usted hacer que paguen por lo que hicieron?

—Al menos podré hacerles daño, mucho daño.

—Cuente conmigo.

—Será peligroso.

Jonás miró sonriente a los dos jóvenes y fue concluyente:

—Tengo sesenta y ocho, hice la guerra con el Campesino y nunca me he puesto de rodillas delante de nadie. ¿De verdad creen que me voy a asustar por cuatro yanquis pelirrojos?

—Pasaremos a recogerle a eso de las once.

—Dense prisa, no sea que me duerma.

—Descuide —dijo Alsina encaminándose hacia el coche.

Cuando subieron al vehículo, miraron atrás y comprobaron que el hombre seguía a lo suyo, con su valla. Como si nada. Alsina le envidió el temple.

Eran las doce de la noche cuando Antonio Quirós detuvo el vehículo de Alsina en el punto que les indicó Jonás. El policía y el labriego bajaron del coche y el mecánico quedó esperando por si había que salir huyendo. Jonás se puso en marcha sin tardanza, guiando al policía por una estrecha cañada. Caminaba a paso vivo en la oscuridad, trepando de roca en roca como si fuera una cabra. Al detective le sorprendía que el viejo se moviera así a su edad y que pudiera ver algo en aquella noche cerrada y lóbrega. De vez en cuando, Jonás, que se apoyaba en una especie de garrote, se giraba y aguardaba al policía, que caminaba con dificultad. Por último, y cuando caminaban entre pinos, comenzaron a escuchar un sonido ensordecedor que venía de lejos.

—Por aquí —dijo el campesino pasando bajo un pequeño puente que cruzaba un ramblizo.

Siguieron caminando, siempre hacia arriba. Alsina no veía el momento de llegar. ¿Conseguiría lo que buscaba? ¿Llegaría a tiempo? Había hablado con la madre de Rosa por teléfono y ésta se había mostrado inquieta porque los presos habían sido trasladados. No les decían adónde.

Él lo sabía. Estaban en la «Casita», donde el sádico de Guarinós podría despacharse a sus anchas, ensañarse con ellos. Pensó en Ivonne, golpeada, torturada y violada por aquellos bárbaros. La sola idea de que Rosa pudiera estar pasando por algo similar le volvía, sencillamente, loco.

—Silencio —musitó Jonás—. Un coche.

Quedaron quietos, agazapados, junto a un camino de tierra. El no oía nada, pero sabía que debía fiarse del instinto del viejo. Al poco, el murmullo de un motor se hizo ligeramente audible. No tardó en pasar junto a ellos un camión de Wilcox, muy parecido a los del ejército estadounidense.

—Ahora —decidió el viejo reanudando la marcha.

Llegaron a una especie de cortado y escalaron unas rocas. El detective pudo ver desde cerca aquella inmensa nave metálica. Al fin llegaba a la última etapa de aquella aventura y podría ver con sus propios ojos, comprobar qué era lo que había costado tantas vidas. Lo sabía, o creía saberlo, pero estaba allí para conseguir pruebas que le ayudaran a salvar a sus amigos. La nave estaba enclavada al final del valle, al sur de la sierra de la Cresta del Gallo. Un trozo de terreno árido, yermo, de suelo gris como la ceniza y sin apenas vegetación. Un lugar solitario y apartado que recordaba las películas del Oeste.

—Chiiist —chistó Jonás, que consideraba las pisadas del policía demasiado ruidosas.

Quedaron agazapados, tras una inmensa roca.

La nave estaba abierta y había focos que iluminaban el terreno por todas partes. De una inmensa grúa colgaba una extraña cápsula, como las de los astronautas que circunvalaban la Tierra describiendo órbitas y realizando proezas espaciales. Más de cien hombres se agitaban laboriosos. Iban de aquí para allá como minúsculas hormigas afanadas en sacar adelante a su colonia. Unos reparaban unos cables, otros se encargaban de los focos, y la mayoría se empleaba a fondo ultimando detalles. Un tipo daba órdenes en inglés a voz en grito, muy exaltado, con un gran megáfono, mientras varios operarios se subían en grúas para hacerse cargo de sus cámaras.

—¿Están rodando una película? —repuso Jonás en un susurro.

—Sí —asintió Alsina—. Una película.

Las luces se apagaron de pronto con un gran estruendo y se escuchó una voz por la megafonía que decía:


Silence!

Todos los operarios quedaron en sus puestos, en la oscuridad. Entonces se encendió una luz, un foco, otro y otro. Todos enfocaban a un punto determinado. Poco a poco la nave fue bajando, lentamente. No se apreciaba que se encontraba colgada de la inmensa grúa y daba la sensación de estar aterrizando. Alsina lo miraba todo con la boca abierta. El piso era como arenoso, de un color gris ceniza y salpicado por algunas rocas aquí y allá. Sacó la cámara que había comprado y comenzó a sacar fotos como un loco. A la grúa, a los operarios, a la cápsula y a todo lo que se veía o podía medio intuirse. Al fin la nave se posó y, tras unos segundos que se hicieron eternos, se abrió una especie de escotilla. Por ella descendió un astronauta vestido de blanco, inmenso y grande. Llevaba luces que salían del casco para iluminar, como un minero, su camino.

—Los ángeles blancos —murmuró Alsina.

Entonces, por la megafonía, y a la vez que el tipo ponía e pie en el suelo, se oyó decir:


That's one small step for man, one giant leap for men
[3]
.

Hubo un silencio y entonces el tipo del megáfono interrumpió aquello gritando como un loco:


No, no, noooo! Mankind, Neil! Men, no! No! Mankind!
[4]
—gritaba fuera de sí—.
Mankind!

El astronauta se quitó el casco con cara compungida, como excusándose.


Mankind!
—gritó de nuevo el director de la película como si el otro fuera tonto.

Como si estuvieran acostumbrados a ello, todos los operarios corrieron raudos de aquí para allá para dejar el decorado como al principio: barrían la arena del suelo, medían la luminosidad o tensaban los cables, mientras el actor que hacía de hombre de las estrellas se excusaba farfullando excusas en inglés. Alsina lo fotografió todo, mientras Jonás, hombre sencillo y de otra época, miraba todo aquello con cara de asustado.

Entonces, una voz sonó detrás de ellos:

—¡En pie!

Alsina giró la cabeza y vio a uno de aquellos mastodontes armado con un M16 que les apuntaba.

—¡Corre, Jonás! —gritó a la vez que arrojaba un puñado de tierra a los ojos del guardia y le asestaba una patada en las corvas que lo hizo rodar.

Del fusil del americano surgió una ráfaga que rasgó la noche y provocó que todos se volvieran a mirar hacia el punto en que se hallaban. Alsina no se giró para mirar, porque Jonás corría monte abajo y no quería que lo cazaran como a una rata. Corrió a todo lo que daban sus piernas, hasta que, en unos segundos apenas, se vio frente al cortado rocoso. Jonás estaba abajo y le hacía gestos con la mano para que se diera prisa. ¿Cómo había llegado allí tan rápido? ¡Tenía sesenta y ocho años!

Oyó voces y se volvió. Tres figuras se le acercaban en la oscuridad.

—¡Toma, Jonás, ponía a salvo! —gritó.

Le lanzó la cámara, que el labriego asió al vuelo para salir al galope de allí ladera abajo. A los pocos segundos había desaparecido.

Justo en ese momento, Alsina sintió un brutal golpe en la nuca y todo se volvió negro.

Despertó con un fuerte dolor de cabeza y comprobó que estaba esposado a una silla. Se encontraba en una especie de sótano con amplias ventanas a ras del suelo, un cuarto de juegos o algo así, grande y espacioso, con una mesa de billar y un futbolín. Estaba bien iluminado y la luz del sol se filtraba inundándolo todo. Atardecía. Recordó el rodaje en las instalaciones de Wilcox, la huida de Jonás con la cámara y el golpe en la cabeza. Había llegado lejos, muy lejos. Demasiado tal vez.

—¡Ehh! —gritó—. ¿Hay alguien ahí?

Al momento se escuchó el ruido de un cerrojo que se abría y apareció ante él uno de los mastodontes de Wilcox, que lo miró con curiosidad.


Wait a minute
—dijo, para desaparecer a continuación.

No tardaron en llegar otros dos hombres, que lo liberaron de las esposas, lo levantaron y le tomaron en volandas para subir unas escaleras e introducirlo en una estancia más amplia plagada de butacas. Lo sentaron en una silla y alguien encendió un proyector cuya bombilla, sin película, le daba en la cara impidiéndole ver a las tres figuras que se sentaban frente a él.

—Ha llegado usted lejos —comentó una voz que identificó como la de don Raúl.

—Sí, hace un momento he pensado lo mismo —repuso, reparando en que, curiosamente, no se encontraba nervioso ni tenía miedo. Había vivido una vida de mierda, había estado muerto, atrapado, y la muerte de Ivonne le había hecho resucitar para perderlo todo de nuevo. Estaba harto y no le importaba abandonar este valle de lágrimas, así que se sintió bien, poderoso, fuerte.

—¿Qué estaba haciendo anoche? —preguntó la voz de Richard.

—Vaya, Richard. Supongo que la tercera sombra que intuyo es de míster Thomas. ¿Es así?

—En efecto —contestó el interpelado.

Se hizo un silencio.

—¿Por qué ha venido? —preguntó don Raúl.

—Para el acto final. Toda película, novela u obra de teatro lo requiere, ya saben, el momento en que los implicados juegan sus cartas y ganan los buenos.

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