1969

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

BOOK: 1969
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Murcia, Nochebuena de 1968. Julio Alsina, un policía apegado al Licor 43 y al que su mujer dejó por un compañero, debe hacer las guardias todos los días de fiesta. Por eso no es de extrañar que, cuando recibe el aviso de que una mujer se ha arrojado desde el campanario, se alegre ante la perspectiva de participar en un caso de verdad que le permita demostrar su valía. La suicida resulta ser una prostituta de lujo, y Alsina decide tirar de la cuerda y averiguar lo que se esconde detrás de este caso, a pesar de las reticencias de sus superiores.

La investigación lo lleva a una localidad, La Tercia, donde Julio conoce a Rosa Gil, una vecina soltera de la Sección Femenina que, a pesar de la primera impresión, logra reavivar viejos sentimientos en él. Juntos se encontrarán con un pueblo consternado por otras desapariciones e incluso con un asesinato. Los lugareños están asustados, el cura hace procesiones de rogativa y un ufólogo investiga por los alrededores. ¿Qué está ocurriendo en ese lugar? ¿Es algo paranormal o hay un asesino que actúa en la zona? El llamado milagro económico, la irrupción de la televisión en los hogares, las luchas internas de los distintos sectores del franquismo, las primeras algaradas estudiantiles y la llegada del hombre a la Luna son el decorado de esta obra de intriga en la que Jerónimo Tristante nos plantea un gran misterio relacionado con uno de los eventos clave de la historia del siglo XX.

Jerónimo Tristante

1969

Un extraño caso de asesinato y corrupción en el año en que el hombre llegó a la Luna

ePUB v1.0

OZN
20.11.11

Esta novela está dedicada a mis padres, Paco y Milagros, donde quiera que estén.

Cuando yo era niño, casi todos los domingos subíamos a la Cresta del Gallo. Iba de excursión con mi padre y con mis sobrinas, y más adelante, cuando él se hizo mayor, con mi cuñado. Allí había una explanada con una especie de pista deportiva y un fuerte construido con troncos en el que viví grandes aventuras. Casi siempre subíamos hasta «la Cresta», un murallón calizo que corona la sierra y que da nombre a la misma. Cuando llegábamos arriba nos asomábamos al otro lado y nos sentábamos satisfechos a descansar, tras el esfuerzo, contemplando la planicie que llega hasta el Mar Menor. Abajo, al pie de la montaña, destacaba un panorama árido y feo como él solo. Desde siempre supe que se trataba de algo especial, pues me dijeron que era un paisaje lunar.

Jerónimo Tristante

Santiago de la Ribera, junio de 1968

Santiago de la Ribera, junio de 1968

Antonia se sentía feliz. El domingo era, sin duda, su día favorito. Robert libraba y podían aprovechar la jornada para bañarse en la playa, comer en el Hermanos Rubio mirando el mar y hacer el amor en la habitación 207 del hotel Los Geranios.

A Robert le encantaba el Mar Menor, el sol, la paella y la sangría. Comía como si se lo fueran a quitar, como un fugado de un campo de concentración, y decía entre risas y «ohs» de admiración que en Indiana ni soñaban con algo parecido.

El camarero trajo los cafés. Allí, bajo el entoldado del restaurante, la brisa hacía soportable la tarde.Él, ligeramente achispado, la llevaría a la habitación, su habitación, la más amplia del pequeño hotel de una estrella, y lo harían. Varias veces. Era un portento: ardiente, musculoso, de amplias entradas, rostro colorado de turista extranjero y profundos y gélidos ojos azules. Un partidazo que vivía en un país donde todos eran ricos y las casas tenían un parterre precioso delante de la entrada. Todas con su valla blanca, su garaje y una casita para el perro. Lo había visto en las películas y en las revistas. El era su billete de salida de aquel pueblucho y no lo dejaría escapar, seguro. Aquella misma tarde, cuando la dejara en la puerta de casa para despedirse hasta el domingo siguiente, se lo diría: estaba embarazada.

—¿Una foto? —dijo Julián, un pobre tullido, muy conocido en el pueblo, que se ganaba la vida haciendo fotografías a los turistas. Ella levantóla cabeza abandonando por un momento aquellos hermosos pensamientos sobre un futuro feliz y lleno de comodidades.

Robert asintió y la rodeó con su brazo. Eran felices. Julián disparó su desvencijada máquina y dijo que les dejaría la instantánea en recepción en cuanto estuviera revelada.

Antonia y Robert se besaron. Entonces el americano pagó, dejando una generosa propina, y se encaminaron hacia el hotel cruzando la calle, sin que Antonia supiera que con aquella maldita foto había firmado su sentencia de muerte.

La suicida

Julio Alsina nunca creyó que pudiera ocurrirle algo así, nunca.

Y menos aún que reaccionara como lo hizo, porque, la verdad, ni siquiera el más imprudente, el más valiente de los hombres que había conocido, hubiera actuado de manera tan irresponsable, tan inconsciente, tan heroica, quizá.

Sí, ¿por qué no decirlo?, tan heroica.

Sólo los imbéciles no tienen miedo, en efecto, los imbéciles, los tontos, los idiotas. Él siempre había pensado que los héroes no eran más que unos pobres descerebrados, gente sin sustancia, unos tipos incapaces de medir los riesgos a que se enfrentaban. Por eso actuaban así, por memos.

Los inteligentes son cobardes por definición, miden las consecuencias de sus actos y, sobre todo, piensan. Un tipo listo nunca arriesgaría el pellejo de aquella manera, jamás.

Pero él lo hizo. Idiota.

Eso le llevaba a pensar que no siempre se actúa heroicamente por estupidez, por un impulso irresistible, por luchar contra la injusticia o por salvar a alguien, no. Sino que a veces son las circunstancias las que te empujan a hacerlo así, a no evaluar los peligros, a actuar como un necio imprudente sin saber muy bien por qué. Quizá era cosa del azar.

Era un consuelo. O no.

Pero aun así, a pesar de todo, tenía que reconocer que cuando todo comenzó era impensable. No cabía en cabeza humana que él...

Impensable.

Nadie podía imaginar que actuara de aquella manera. Al menos, él, no. Un no hombre, un castrado mental, la irrisión del cuerpo. Seguro que ellos también lo imaginaban de aquella manera: «Dejadle el tema a Alsina». dirían entre carcajadas.

«Asunto resuelto», bromearían en el vestuario palmeándose los muslos muertos de risa. Malditos bastardos.

Pues no. No fue así.

Le parecía imposible, pero ocurrió y punto. Resucitó.

Porque Julio Alsina estaba muerto en vida.

Aquella Nochebuena estaba de servicio. Todos sabían que cubría siempre las guardias de las fechas más señaladas porque no tenía familia y vivía en una pensión. Desde que Adela se fue, parecía un fiambre, no sentía, sólo hacía por respirar y veía pasar los días inmerso en una especie de neblina gris. Habían terminado por relegarle a tareas administrativas, aunque al menos seguía llevando «el hierro». Un policía manso, un don nadie. Ese era él.

Todos lo sabían y venían a pedirle el favor. No le importaba, la verdad: Nochevieja, la noche de Reyes, Jueves Santo, Viernes Santo, el Corpus y el día del Alzamiento, el 18 de julio, eran fechas fijas en su agenda. Nunca fallaba.

Aquellas guardias eran lo más parecido al trabajo policial que le dejaban hacer y él no tenía a nadie. Se había convertido en un chupatintas, un oficinista que pasaba el día entre papeles enfrentado a peligros como una grapadora atascada o un golpe en la espinilla con el borde de la mesa. Jesús.

Así lo veían ellos. Y él mismo también, para qué engañarse.

Día 24 de diciembre de 1968. La comisaría, desierta. Alsina, en su despacho, con la sempiterna botella de Licor 43 que le acompañaba como una extensión de su ser y la radio, al fondo, emitiendo, monótona y constante, villancicos insufribles y loas al nacimiento de Jesús.

A veces se dormía bajo la cálida luz del flexo metálico. Cabeceaba, yendo y viniendo de su plácido y voluble mundo onírico a la realidad en decenas de viajes que se repetían una y otra vez. Le gustaba más el mundo de los sueños; allí él era un hombre con todas las de la ley, un policía auténtico, y su mujer, Adela, lo respetaba y amaba.

De vez en cuando ojeaba el periódico que tenía delante: «Esta mañana entrarán los cosmonautas en órbita lunar», rezaba el titular. Le parecía increíble que alguien pudiera llegar tan lejos. Aquellos tipos, decididamente, estaban locos. Una fotografía mostraba a un tipo sonriente, el astronauta del Apolo VIII William Anders, que mostraba orgulloso su cepillo de dientes.

Alguien que se había cepillado los dientes en el cosmos. Con dos cojones. Desde luego, el progreso no tenía límites. Quétontería, pensó entonces para sí al advertir lo absurdo del asunto: cepillarse los dientes en el espacio.

Otro inmenso titular en el periódico anunciaba el mensaje navideño del señor obispo, doctor Roca Cabanelles. ¡Menudo nombre! Pero, un momento, ¿quién coño era ese Roca Cabanelles?

Ah, sí: el obispo. Acababa de leerlo y ya lo había olvidado. A veces, su mente no funcionaba tan bien como debiera.

El señor obispo. Sí.

Pensó que le importaba una mierda. Odiaba la Navidad. ¿Para qué servía aquello?

Aunque al menos reconocía que, merced a las fiestas, gozaba de cierta tranquilidad, volvía a hacer de policía por unas horas y era el dueño de la comisaría, desierta y calma. Como si aquello fuera su castillo. Gracias a la Navidad gozaba de un poco de paz. En aquel momento, claro.

Los dos agentes que pelaban aquella guardia con él, tras cerrar las puertas de comisaría para evitar molestias, habían pasado a desfogarse con un par de putas que habían ingresado en los calabozos por dar un escándalo en la calle Trapería aquella misma tarde. Ellas sabían ser complacientes con los miembros del cuerpo. «Pago en especie», decían entre risas muchos de sus compañeros. Imbéciles.

Alsina se sentía en paz, algo achispado, atontado por el alcohol, como flotando en un limbo protector y agradable. Continuóleyendo y volvió al asunto de los cosmonautas, que ocupaba varias páginas en el diario: «La gran aventura, sin novedad», decía la prensa, anunciando que al día siguiente se contactaría con la nave. Televisión Española iba a ser la encargada de servir la señal a todo el mundo, pues sería captada por la NASA desde su estación de Fresnedillas. Aquella era una prueba, siempre según el
Diario Línea,
de que «España se halla a la cabeza del desarrollo tecnológico mundial y bla-bla, bla-bla...».

Idiotas. Fanáticos. Le cansaban, en serio. Siempre con su soniquete, su runrún fascistoide, eterno y machacón que trepanaba las mentes y vencía las más férreas voluntades. Al menos allí, en la soledad de la guardia, estaba a salvo de consignas. Nadie ni nada le molestaba y aquellos momentos de intimidad resultaban especiales, quizá hasta agradables. Aunque la maldita realidad volviera una y otra vez con tozuda insistencia a molestarle, a hacerle sentirse mal, una mierda.

Por momentos salió de su propio cuerpo y se vio a sí mismo como un extraño, desde fuera. Pensó que se recordaba a su padre. Sí, era como su padre. Se había convertido en algo parecido a él. Un hombre derrotado, un perdedor que había vivido susúltimos años sin esperanza, dejando transitar los días como él, a la espera del paso hacia algo mejor, quizá la nada.

Es malo morir en una guerra, pero peor es sobrevivir y perderla. Eso fue lo que le ocurrió a su viejo, Segismundo Alsina. Llegó a capitán del Ejército Rojo y combatió a las órdenes de Modesto, motivo de orgullo para su familia y sus amigos. Julio apenas acertaba a recordar cuando, en plena guerra, venía a verles a casa de permiso, con su gorra algo caída y un pitillo en la boca colgando de su labio inferior. El revuelo en el pequeño ático de la calle Fósforo era considerable; él apenas tenía cuatro años y no entendía nada, pero su padre era capitán, un soldado que les defendía de unos monstruos muy malos que acechaban Madrid y se llamaban «fascistas».

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