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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

1969 (24 page)

BOOK: 1969
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Continuó andando a paso vivo, pues ya había oscurecido y las calles estaban desiertas. Cuando encaraba la calle de Almenara, y antes de meterse en el portal, vio venir a Rosa Gil por la esquina de San Luis Gonzaga. La esperó. Advirtió que ella se quitaba las gafas con disimulo al verle.

—Tienes mala cara —comentó la joven por todo saludo—. Ni que hubieras visto un fantasma...

—Peor. Últimamente, amenazarme se ha convertido en el pasatiempo favorito de los españoles —respondió mientras la tomaba por el brazo para entrar en el edificio—. No sabes lo que me alegro de verte. Vamos.

Quedaron semiocultos en la penumbra del inmenso portal, pues la solitaria bombilla que debía iluminarlo se había vuelto a fundir. Le explicó lo de Guarinós, así como su entrevista con don Raúl y la sugerencia de Ruiz Funes de que cambiara de aires.

—La semana que viene tengo que ir a Barcelona a una reunión de coordinadoras. El miércoles y el jueves —apuntó Rosa sonriendo.

—Vaya —murmuró él pensativo—. Menuda casualidad. Igual podríamos hacer algo de turismo. Pero no quiero huir de esto como una comadreja. No, eso ya no lo pienso hacer.

—Vete, no seas tonto. Corres peligro, y una semana en Barcelona te vendrá bien para ordenar tus ideas. Tendré las tardes libres e iré a verte.

—No me apetece escapar.

—No lo enfoques así, piensa en tu nuevo trabajo. Te vendrá bien aprender, venderás más.

—Visto así...

—Tengo miedo por ti, Julio. ¿Qué sacas con este asunto? Olvídalo todo y céntrate en tu nuevo trabajo. Te puede ir muy bien.

No se atrevió a confesarle que temía volver a sumirse en aquella maldita nebulosa en la que vegetó durante años si dejaba aquel caso que le había hecho resucitar, recuperar su autoestima y olvidar el Licor 43.

—Sí, debo irme —se oyó decir a sí mismo—. Una semana, sólo eso. La mera idea de que ese sádico esté tras de mí me da pavor. Debo relajarme y pensar. Además, si tú vas a Barcelona no estaré solo.

Entonces escucharon pasos. Alguien se acercaba desde el patio, y se escondieron bajo la inmensa escalera, en la penumbra. Clarita llegó desde el patio y se situó fuera de las miradas que podían venir de las ventanas, amparada en la semioscuridad del portal.

Más pasos. Una voz masculina:

—¿Qué quieres ahora? ¡Te he dicho mil veces que no me llames a casa! Mi mujer podía haberte visto. Estábamos cenando.

—Serafín —dijo la joven, apenas una cría—, tienes que decírselo.

Hubo un suspiro de desesperación.

—Dame tiempo, Clara, dame tiempo —pidió él.

—Tiempo, ¿para qué? No te faltó tiempo para bajarme las bragas y desvirgarme a la primera de cambio.

—Perdona rica, pero tú no eras virgen cuando yo te conocí.

Una bofetada sonó en la oscuridad. Alsina notó el aliento de Rosa cerca, muy cerca, sus senos se apretaban contra su pecho, duros, y respiraba rítmicamente, de manera entrecortada.

—¡No sabes lo que estás haciendo! —dijo la joven—. Puedo hundirte Serafín. ¡Puedo hundirte!

Pasos a la carrera. Clarita se había ido. Julio se asomó con cuidado y vio a su vecino con las manos en jarras y mirando al suelo, solo. Pensó que aquella joven no hablaba como la niña de dieciséis años que debía de ser. Don Serafín se pasó la mano por la nuca y resopló agobiado. Parecía pensar en su difícil situación.

Se fue caminando lentamente, mientras el detective atraía a Rosa por la cintura y la besaba. Ella no se resistió, más bien al contrario, rodeó el cuello de Julio con sus brazos y cerró los ojos, abandonándose. Poco a poco, él bajó las manos hasta que apretó sus nalgas. Estrechó a la chica contra sí y sintió que se estremecía.

—Julio... —murmuró ella.

Siguieron besándose durante minutos, en los que él le mordió los labios y ella respondió haciendo otro tanto. Rosa Gil jadeaba.

Hasta que ella se separó de pronto, empujando el pecho de Alsina con las manos. Lentamente se fue apartando de él.

—Debo irme. Esto es una locura.

Se despidió con un beso corriendo escaleras arriba.

Julio se ajustó bien la corbata y, asido al pasamanos, miró al fondo, hacia el bajo en que vivían Clara y su madre, doña Tomasa.

—Menudo lío —masculló entre dientes, aliviado al comprobar que había gente con problemas más graves que los suyos.

En cuanto llegó a la pensión, pidió permiso a doña Salustiana para hacer una llamada. Le contó a Joaquín lo de Guarinós y decidieron que debía cambiar de aires. Una semana en Barcelona no le sentaría nada mal. No le dijo que esperaba ver a Rosa

Gil en la capital catalana.

Aquella noche volvió a tener sueños eróticos. No durmió bien, pues en su mente había anidado una extraña mezcla de sensaciones: el miedo a Guarinós, las amenazas de don Raúl, lo insólito de su situación con Rosa Gil, sus abrazos con ella bajo la escalera, la promesa de un encuentro en Barcelona y los turbios sucesos que investigaba. Todas aquellas emociones que se agolpaban en su cerebro lo confundían y le impelían, en cierta medida, a sentir la necesidad de salir huyendo de allí. Total, ¿quién se lo impedía?

Despertó muy temprano con un horrible dolor de cabeza e hizo un esfuerzo para levantarse, pues tenía cosas que hacer. Desayunó con el ciego, Rubén, que no parecía muy comunicativo ante los comentarios irónicos que hacía Inés entre sus idas y venidas de la cocina, y se dispuso a ir a ver a Práxedes, el loco de las palomas.

Subió hacia la terraza, no sin cierta aprensión, y salió al exterior. Comprobó que la mañana era muy soleada, de modo que al menos no tendría que sufrir aquella humedad que tan poco le agradaba. Al fondo de la azotea, de suelo enlosado de color amarillo, había una especie de pequeña vivienda con un sucio y desvencijado tejado gris. La puerta era apenas una mosquitera con un marco de madera de mala calidad, así que golpeó en el lateral de la misma como pudo.

—¿Quién es? —dijo una voz que sonaba como salida de las profundidades de la tierra.

—Un huésped de doña Salustiana, me manda Ruiz Funes. Soy amigo de Joaquín. Le traigo un recado de su parte.

Silencio.

Se escuchó entonces el quejido de un somier, el chasquido de unas viejas rodillas y un suspiro de esfuerzo. Aquel hombre se había levantado y el sonido de sus pies que se arrastraban indicaba que iba hacia Alsina.

La puerta se abrió y apareció Práxedes, un tipo anciano, canoso y con una sola ceja muy negra que surcaba su frente como dándole aspecto de estar siempre enfadado. Lucía una barba larga y descuidada que le daba un aire inquietante, como de forajido o quizá de salvaje náufrago.

—¿Qué tripa se le ha roto a ese señorito de Ruiz Funes?

Julio echó un vistazo al cuarto, que aparecía sucio y desordenado: un catre, una mesa con botellas de vino vacías y muchos transistores destripados, profanados y tirados aquí y allá por aquel individuo, que al parecer se distraía intentando arreglarlos. Algunos tenían pilotos rojos encendidos y otros emitían algo así como un quejido. Al fondo se escuchaba Radio Nacional de España. Un locutor, de voz similar a la del sempiterno Matías Prats, decía que los rusos habían conseguido que dos naves, la Soyuz 4 y la 5, establecieran contacto en pleno espacio.

Una malla metálica separaba apenas aquella estancia del palomar en el que pululaban, ruidosas, las palomas. Alsina pensó que no le gustaban las aves, y menos aún aquellas, las sucias palomas que molestaban a la gente en los jardines buscando migas de pan. Quizá era un pesimista.

—Joaquín me ha pedido que le diga que vaya a verle —dijo a modo de presentación—. Soy Alsina.

El otro soltó un eructo por toda respuesta. El policía percibió una insoportable vaharada a ajo. Sintió ganas de vomitar. —La cena de anoche —aclaró Práxedes.

—Bueno, ya sabe, vaya a verle.

Salió de allí a toda prisa. Pensó en que su amigo Joaquín era una auténtica caja de sorpresas. ¿Qué podía tener en común con aquel tipejo? ¿Qué quería encargarle? Bajó las escaleras a paso vivo, diciéndose que, a fin de cuentas, no era asunto suyo.

Los ángeles blancos

Se puso al volante y se encaminó hacia La Tercia. Había decidido esfumarse durante unos días, poner tierra de por medio, y por eso pensó tomarse un día libre y realizar una gestión que tenía pendiente. Era una idea que bullía en su mente y no le dejaba en paz, así que decidió que lo mejor era salir de dudas y llevarla a cabo. El trayecto se le hizo relativamente corto, se había acostumbrado ya al camino y conocía las curvas más cerradas, los mejores tramos para adelantar y los puntos de mayor peligro en los que conducir con precaución. Podría recorrer aquel camino con los ojos cerrados. Cuando llegó al Teleclub, situado en la calle principal, eran cerca de las diez y media. Entró y pidió un café con leche. Observó que el camarero le miraba con suspicacia. No se atrevía a preguntar por él, pero en ese momento lo vio pasar por delante de la puerta del bar. Pagó y salió a toda prisa.

—Oye, oye —requirió al joven que jugaba con una cuerda atada a una lata.

—Hola, amigo —contestó el tonto del pueblo, que detuvo su marcha y tomó asiento en la acera.

—Me llamo Alsina, ¿y tú?

—Alfonsito.

—Hola, Alfonsito.

—Hola. Tú eres el policía, ¿no?

—Sí —asintió tomando asiento junto al pobre tonto en el bordillo.

—Está aquí por lo de los ángeles blancos, ¿verdad?

—Verdad.

—Se llevan a la gente. Son malos.

—Sí, lo sé.

Quedaron en silencio mientras que el tonto jugaba con su lata y Julio pensaba en cómo enfocar la cuestión.

—Alfonsito...

—¿sí?

—Los ángeles..., ¿tú los has visto?

—Claro.

—Son blancos.

—Sí.

—¿Tú los has visto bien? A ti no te llevaron.

—Sí, es verdad, se llevan a la gente que los ve.

—¿A Pepe «el Bizco» y al Sebastián?

—Claro.

—Y a Paco Quirós y a su novia.

—También.

—Pero a ti no.

—A mí no.

—¿Por qué?

—Porque soy muy listo.

—Ya, claro; ¿y cómo haces para que a ti no te lleven?

—Pues muy fácil, cuando se nota que van a venir, me escondo.

—Y eso, ¿cómo se sabe? ¿Cómo sabes cuándo van a venir para llevarse a la gente?

—Los oigo y veo resplandores, y entonces me tiro al suelo y me escondo donde puedo. Ellos estaban allí, en el coche. Se zarandeaba —explicó, y a Alsina le pareció que hablaba de la desaparición de Quirós y la novia. El tonto puso un tono de voz femenino, con falsete, imitando a la joven desaparecida—: «Ay, Paco, ay, sigue, sigue, que me matas, ay qué gusto, Paco, ¡qué gusto!». Entonces, señor, vi los resplandores y me escondí. Llegaron los ángeles blancos y ellos salieron del coche medio desnudos, los ángeles los vieron y se los llevaron, claro.

—¿Cómo son?

—Blancos y grandes, muy grandes. Un poco gordos. Fuertes. Hablan muy raro. Como si se taparan la nariz. Un idioma extraño. Les sale luz de la cabeza, como una corona, ¿sabe?

Aquel pobre desgraciado sacó una imagen de un santo que llevaba en el bolsillo de su sucia y grasienta chaqueta. Alsina no supo identificar al prohombre de la Iglesia en cuestión, pero alrededor de su cabeza había una corona iluminada que irradiaba rayos de luz.

—¿Cuántas veces los has visto?

—Muchas.

—¿Dónde?

—En la finca. Pero ya no voy más por allí, no. Tengo miedo.

—Ya. Y se llevan a la gente.

—A los que hacen cosas malas, sí.

El policía le dio diez pesetas y dijo:

—Toma, hijo, te lo has ganado.

Se fue caminado hacia el coche y sacó las llaves. No sabía qué pensar. Aquel pueblo era extraño, allí parecía haberse detenido el tiempo, como en una pesadilla. En aquel lugar desaparecían las putas, los cazadores y las parejas, coche incluido. De locos. ¿Qué mierda era aquello de los «ángeles blancos»? Pensó en la famosa frase: los borrachos y los niños siempre dicen la verdad. Y los tontos, se dijo. Aquel tipo, el Alfonsito, parecía muy seguro de lo que decía, pero, ¿qué o quiénes eran aquellos ángeles que, según él, se llevaban a la gente? Estuvo dándole vueltas al tema, pero no le hallaba una explicación lógica. Todo aquello formaba parte de un inmenso rompecabezas que él se había propuesto desentrañar. ¿Qué podían tener en común todos aquellos extraños sucesos? ¿Cuál era la explicación lógica al enigma? ¿Quién hacía desaparecer a la gente? ¿Quién provocaba aquellos incidentes, como la muerte de Antonia García?

Observó que se había quedado traspuesto, como ido, con la llave metida en la cerradura del coche.

—¿Alsina? —oyó que decía una voz detrás de él.

Se volvió y vio a dos tipos inmensos, rubios y de ojos azules. Uno lo señaló e hizo un gesto inequívoco, indicando que le acompañara. En el centro de la calle había parado un coche, un Cadillac negro en marcha conducido por un tercer tipo. Los siguió mansamente y antes de que pudiera darse cuenta iba sentado en el asiento posterior con un mastodonte a cada lado. El vehículo tomó de inmediato la carretera de Sucina y se detuvo ante una casa solariega, pintada de granate y con un bello torreón. La casa de míster Thomas. Bajó del Cadillac siguiendo a sus captores y tras atravesar un hermoso patio de reminiscencias árabes con una fuente y macetas de geranios que colgaban de las paredes, se vio en un amplio salón decorado con trofeos de caza.

—Vaya, me había hecho a la idea de que sería usted más bajo.

Era la voz de míster Thomas, un tipo de estatura mediana, rostro pecoso pese a la edad y pelo blanco. Su piel tenía un cierto tono rojizo debido al sol de aquellos parajes.

—Los españoles, en general, son muy bajitos —añadió—. Ya sabe usted, por la mala nutrición.

—Siento decepcionarle, señor...

—Smith, Thomas Smith. Pero aquí todos me llaman míster Thomas.

—Julio Alsina —dijo el policía estrechando la mano de su anfitrión.

—Tome asiento. ¿Quiere un coñac?

—No bebo.

—¿Un café?

—Mejor.

El norteamericano hizo sonar una campanilla que tenía en una mesita, junto a su butaca favorita, y apareció una criada vestida de uniforme, con cofia y delantal.

Míster Thomas pidió café para los dos.

—¿Fuma? —dijo ofreciendo un Marlboro.

—Claro que sí —aceptó Alsina, que no quería perder una ocasión como aquella de fumarse un auténtico cigarrillo americano.

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