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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

1969 (27 page)

BOOK: 1969
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Eran las doce cuando él y Rosa salieron del portal para encontrarse con la Gran Vía desierta y fría. Iban del brazo. Caminaron hasta la calle de Almenara charlando animadamente, como una pareja más, como si la vida fuera normal y pudieran vivir una relación al uso. No era así, y lo sabían, pero en aquel momento lo parecía, y ello bastaba para saborear unos minutos de felicidad.

Cuando ya llegaban a casa vieron venir al sereno, Obdulio; como los conocía, por un momento hicieron amago de separarse, pero ella lo volvió a tomar del brazo. Aquella mujer era, decididamente, muy valiente:

—N
as
noches —saludó el sereno, que los miró sorprendido. —Buenas noches —respondieron al unísono. —¿Les abro?

—No, tome —rechazó Julio dándole una generosa propina—. Llevamos llave.

Entraron en el portal, que estaba casi a oscuras, como siempre. La luz de la luna entraba desde el patio. Quedaron frente a frente, en un rincón. Ella, apoyada en la pared.

—Ven —dijo tomando la cara de Alsina entre las manos

Se besaron.

—Estoy loca. —Los dos lo estamos.

Estaban muy cerca el uno del otro, restregándose en la oscuridad del portal. Él volvió a apretar sus nalgas, como tres días antes en aquel mismo lugar. Rosa Gil abría la boca, parecía excitada. Julio tomó sus pechos entre las manos, estrujándolos, y ella gimió. Entonces bajó la mano derecha lentamente, mientras la besaba en el cuello, y la introdujo entre las piernas, por debajo del vestido. Notó el tacto suave de la ropa interior de la joven y comenzó a acariciar su sexo, sobre las bragas. Ella comenzó a retorcerse de placer mientras murmuraba su nombre. Julio estaba excitado y se agachó, quedó en cuclillas y alzó el vestido, dejando al descubierto sus muslos. Acercó el rostro hacia el pubis de la chica y aspiró su olor. Comenzó a mordisquear la zona, poco a poco, cori tacto, sobre la suave tela de algodón. Ella gemía apoyando las manos en la cabeza del hombre, que ladeó la ropa interior para deslizar su lengua entre los labios de ella, dando largas pasadas, despacio. Rosa Gil gemía demasiado alto, y Alsina temió que los oyeran. Entonces comenzó a trazar círculos con la lengua en el punto adecuado, cada vez más rápidos, lo cual hizo que ella se agitase, se convulsionara, hasta llegar al orgasmo rápidamente. El grito de la chica provocó que se encendiera una luz en las ventanas que daban al patio.

—¿Quién anda ahí? —gruñó una voz.

Tuvieron que subir las escaleras corriendo.

Julio pensó que no lograría conciliar el sueño en aquellas condiciones.

El lunes por la mañana, Julio se presentó bastante animado en el salón del hotel Colón de Barcelona en el que se iba a desarrollar el cursillo. El viaje del día anterior había resultado agotador, en un tren cuya exasperante lentitud provocó que la jornada se le hiciera más que larga, eterna. Al menos la empresa lo alojaba en un buen hotel, donde cenó bien y durmió de maravilla en una cama excelente. Cada vez se sentía más animado en lo referente a aquel empleo que había aceptado más para disimular que para otra cosa. Tenía futuro. El cursillo que les impartieron le resultó hasta interesante; les hablaron de los productos, una información técnica presentada en diapositivas que era más bien tediosa, y de técnicas de venta, la parte más interesante. Proyectaron una película americana con subtítulos en la cual se explicaba cómo mantener una entrevista de ventas, cómo guiar al cliente hacia donde uno quería haciéndole preguntas cerradas, a fin de lograr que poco a poco fuera asintiendo y diese la razón al vendedor en pequeñas premisas, para llevarlo de cabeza a la firma del pedido. Una vez conseguida la firma, en un acto que los instructores llamaban «cierre», había que salir a toda prisa del local. Brillante. Además, le pareció que todas aquellas técnicas podían ser útiles aplicadas a la labor policial, muy eficaces para interrogar a un testigo o llevar a un detenido hasta donde uno quería en un interrogatorio.

Luego les hicieron participar en una especie de juego o teatro que llamaban
roll play,
en el cual se simulaban situaciones reales de venta. Le pareció muy instructivo y se sintió imbuido por el optimismo; aquel trabajo le gustaba. Comieron en el mismo hotel y, tras una breve sesión de tarde, los dejaron libres a eso de las cinco. La veintena de vendedores que realizaba el cursillo, junto con los dos instructores, habían planeado irse de putas, pero él se excusó y en seguida se metió en un taxi. Tenía cosas que hacer.

No tardó en llegar a su destino: la calle de San Hermenegildo, 26, donde vivían los padres de Ivonne, en un piso amplio y soleado. Le abrió una mujer de unos sesenta años, bien conservada, muy distinguida y amable. Se identificó como policía y lo dejó pasar.

El padre, un hombre algo encorvado y con un poblado bigote blanco, leía la prensa; la radio le hacía compañía, al fondo. Parecían alegrarse de tener visita y le hicieron sentarse para que tomara con ellos café y pastas. Se sintió fatal por ser portador de noticias tan tristes.

—¿Y bien? —le dijo el hombre, don Augusto—. ¿A qué debemos su vista, señor Alsina?

Él apuró un trago de café para tragar mejor una pasta y mirando a la mujer, Águeda, dijo:

—Se trata de su hija.

La mujer se recostó en su marido, que la rodeó con su brazo con aire protector. Emitió un sollozo.

Él dijo:

—Llevábamos años esperando una visita, así. Le ha pasado algo, ¿verdad?

Julio asintió.

—Ha muerto.

La mujer comenzó a llorar acurrucada en el pecho de don Augusto.

—¿Sabe? —murmuró él con una calma digna del más templado de los hombres—, hasta el último segundo he esperado que me dijera: está detenida, ha matado a alguien o, no sé, cualquier otra locura, pero en el fondo sabía que este día iba a llegar.

—Saltó de la torre de la catedral de Murcia en Nochebuena.

—Mi niña... —suspiró doña Águeda incrementando el volumen de sus sollozos.

—Si les sirve de consuelo, les diré que no creo que se suicidara. Temo que la empujaron, y me he propuesto detener a sus asesinos.

Pensó que, convencido como estaba de que aquel era un chanchullo de la Político Social, poco podría hacer al respecto, pero se sintió bien diciendo aquello.

—¿Hace mucho que no la veían?

—Seis o siete años —respondió el padre—. Creo que vivía en Madrid, pero viajaba mucho. No nos hablábamos. Nunca aprobamos su forma de vida.

—Era una niña tan rica, muy estudiosa, no se imagina. Pero al llegar a la adolescencia se hizo problemática, perdía la cabeza por los chicos y se juntó con malas amistades. No pudimos hacer nada...

Alsina inspiró a fondo y añadió:

—Tenía una amiga, Veronique, bueno, en realidad se llama Assumpta Cárceles. ¿Saben algo de ella?

—Ni idea. Ya le digo que hace años que no venía por aquí —contestó ahora la mujer—. ¿Dónde está enterrada?

—En Murcia, en el cementerio de Espinardo. Si quieren, les proporcionaré el número del nicho.

Entonces comenzaron a sollozar al unísono y él se odió por ello. Supo que no iba a sacar nada en claro de aquella gente y se despidió con un peso en el corazón. Y encima, para colmo, hasta le dieron las gracias. Les pidió una foto de Ivonne que había en un portarretratos en la que se la veía de jovencita, con un jersey de cuello de pico y un perrito de aguas. Sorprendentemente se la dieron. No pudo sino ir al hotel y acostarse. Esperaba olvidar aquella entrevista. Además, los incidentes acaecidos días antes en la universidad podían traer cola y no quería permanecer por las calles después de anochecido. Según recogía la prensa afecta, un grupo de alumnos al que se tildaba de comunistas y de minoría violenta, había irrumpido en el despacho del rector, a quien habían intentado arrojar por la ventana; arriando la bandera que habían sustituido por otra roja con la hoz y el martillo. Desde el Gobierno se insistía en que la mayoría de los alumnos había asistido a clase con normalidad durante el día de autos y que los agresores serían castigados. Se destacaba que el clima en el claustro era de total normalidad, pero él, como muchos otros, sospechaba que no era así.

Juárez

Al día siguiente estaba de mejor humor y pudo aprovechar al máximo las enseñanzas que recibía en el cursillo. La prensa volvía a la carga con que España se encontraba a las puertas del Mercado Común y las tropas rusas estaban de nuevo en Praga. Todo era cíclico. Leyó sin sorprenderse que los implicados en los incidentes de la universidad habían sido detenidos, pese a que algunos de los revoltosos pudieron escapar y no se hallaban en sus domicilios. Sintió pena por aquellos jóvenes inconscientes. Después de las clases, comió con sus compañeros y durmió una siesta. Por la tarde, a eso de las cinco y media, telefoneó al consulado de México desde una cabina, tal como Ruiz Funes le había indicado.

—¿Juárez? —preguntó.

—Un momento —respondió una voz femenina desde el otro lado de la línea.

Aguardó mientras veía pasar a los transeúntes, todos con prisa. Recordó su vida en Madrid y Barcelona y supo que se había acostumbrado demasiado al ritmo cansino y despreocupado de la vida en una pequeña ciudad. Le pareció que pasaban la llamada a otra extensión y escuchó una nueva voz, ésta de hombre, que decía:

—Bar Pepe, calle de Floridablanca, 89. Diga que es usted José.

Decidió ir caminando, no le vendría mal para ordenar sus ideas. ¿Qué diablos estaba haciendo? ¿Qué era aquello? Comenzó a temer que su amigo Joaquín fuera una especie de espía o algo así.

Llegó al bar de la calle de Floridablanca, un local pequeño y forrado con azulejos blancos manchados de grasa. Estaba atestado. Se dirigió al camarero de más edad y dijo:

—Soy José.

El otro replicó sin detenerse:

—Y yo, Blas, encantado.

Se quedó de piedra. ¿Sería todo aquello una tomadura de pelo? ¿Una broma de Joaquín?

Salió a la calle de nuevo a comprobar el número del inmueble y consultó las señas. Era allí, en efecto. Volvió a entrar y echó un vistazo. Vio a un camarero delgado, moreno, con bigote y aspecto apresurado. Llevaba dos platos con sendos bocadillos de calamares.

—¿Es usted el dueño?

—Hombre, el dueño, el dueño... El dueño es el banco, pero sí, el negocio está a mi nombre.

—Mire usted, yo soy José.

—Espere —dijo el propietario.

El hombre volvió a meterse tras la barra pasando bajo una portezuela. Buscó algo en una estantería junto a una botella de anís con los colores del Barça y le tendió una nota sin mediar palabra.

—Gracias —dijo Alsina cuando su interlocutor ya se había dado la vuelta para entrar en la cocina.

Salió a la calle de nuevo.

«Calle de Floridablanca, 60, ático», rezaba la pequeña esquela. Estaba a un paso. Cruzó la acera y se dirigió al número 60. Pulsó el timbre del ático y subió cinco pisos por las escaleras. Cuando llegó al último llamó a la puerta y le abrió un tipo que parecía realmente un mexicano salido de una película de vaqueros. Era pequeño, rechoncho, de tez morena, pelo abundante muy negro y lucía un impresionante bigote.

—Juárez.

Tras identificarse, el otro le estrechó la mano y lo hizo pasar de inmediato a un inmenso salón con las paredes desconchadas y pintadas de azul que pedían a gritos una buena mano de pintura.

Sólo había una mesa en la estancia y, junto a ella, dos sillas. Tomaron asiento.

—¿Cómo anda mi compadre Ruiz Funes?

—Bien, bien, ya sabe usted que se maneja como nadie.

—Ahórrame el usted, compañero.

Había una botella de tequila sobre la mesa y una carpeta. Juárez llenó dos vasos.

—No bebo cosas tan fuertes —rechazó Alsina.

—¿Cómo? —repuso el mexicano algo molesto.

—Hace un mes que dejé de beber. Soy alcohólico.

Juárez apuró los dos vasitos de un trago y escondió la botella bajo la mesa.

—Perdona, pero... ¿qué hago aquí? —acertó a decir Julio algo confuso—. ¿Y quién eres tú?

—Agregado cultural del consulado.

—Encantado.

—Me dice Joaquín que andas metido en un asunto de altos vuelos.

—No sé muy bien en qué ando metido, la verdad, pero sí que hay gente importante por medio.

—¿Gringos?

—Sí, algunos.

Juárez chasqueó los labios, abrió la carpeta y comenzó a extender fotografías en blanco y negro de tipos de aspecto extranjero.

—Ruiz Funes me habló de un tipo, Richard, que se encarga de la seguridad.

—En efecto.

—¿Lo ves aquí?

Examinó las fotografías con detalle: un tipo pasado de peso con camisa blanca, de manga corta, y corbata negra, acompañado por dos prostitutas mulatas; otro con el pelo cortado a cepillo en bañador; individuos con aspecto de hombres de negocios sentados a la mesa en un restaurante y cosas similares.

—Tómate tu tiempo.

Le agradaba el acento de aquel tipo, sonaba dulce y evocaba lugares lejanos y cálidos.

—No es ninguno de éstos —negó mientras Juárez se atusaba el bigote mirándolo fijamente.

—Espera —dijo el otro levantándose de improviso para perderse por un largo pasillo.

Tuvo unos momentos para recapacitar: ¿qué hacía allí?

Aquel tipo era un agregado del consulado, un diplomático que le enseñaba fotografías de americanos. No hacía falta ser muy listo ni haber visto muchas películas de espías para saber que aquello no era algo inocente. Sintió deseos de salir de allí corriendo, pero confiaba en Joaquín, él no le metería en un lío. Los incidentes de la universidad iban a deparar más detenciones, seguro, todo lo que oliera a comunista debía ser evitado, pero decidió ver en qué acababa aquello.

Juárez volvió con un sobre grande color crema. Lo abrió y sacó tres instantáneas. Alsina reconoció al instante al segundo tipo:

—Es él.

—¡Lo sabía! —exclamó el mexicano—. Pendejo.

—Sospecho que lo conoces.

—Sí, compañero.

Alsina advirtió que era la segunda vez que lo llamaba así.

—¿Y?

Juárez se incorporó un poco sobre su silla y bajó el tono de voz como el que hace una confidencia:

—Richard Black Weaber, alias «Gunboy», alias «Jesús». Estuvo en la Cuba de Baptista, donde hizo de las suyas. Mis últimos informes lo situaban en Vietnam. Pero..., ¡carajo!, ¿qué hace este tipo aquí? No te ofendas, compañero, pero ¿qué se le puede haber perdido a la CIA en Murcia?

Alsina tragó saliva. Luego, sonriente, buscó refugio en el sentido del humor y dijo:

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