1969 (22 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

BOOK: 1969
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—Vaya.

—Sí, son muy tiquismiquis para eso. Allí no entra cualquiera.

—¿Los conoce usted?

—Sí, a algunos. Sobre todo a los que llevan más tiempo.

—¿Conocía a Robert? Ya sabe, el que tonteaba con Antonia.

—Sí, un buen tipo. Ingeniero. Le gustaba mucho España. ¿Ve? Ése sí era de los que salían. Le volvía loco el Mar Menor: navegaba, hacía pesca submarina y le privaba la sangría. Bueno, y otras cosas, claro... —remató David soltando una carcajada.

—¿Era casado?

—Sí.

Se quedó en suspenso. No esperaba una respuesta afirmativa, y menos tan rotunda.

—¿Cómo lo sabe?

—Un día en que llevé el pedido estaban él y un amigo, Richard, tomando una cerveza con aceitunas junto a la piscina. Sería por el mes de septiembre. Me llamaron y me invitaron a un quinto de Mahou. Fresquita, muy rica. Estuvimos hablando, y Robert empezó a decir que le encantaban las españolas, que eran muy fogosas y que le encantaría tener cuatro o cinco para él solo. Como un sitio de ésos de los moros, los de los príncipes, ya sabe usted...

—Un harén.

—Eso. Bueno, el caso es que el otro, Richard, dijo: «Pues no creo que tu mujer estuviera de acuerdo». Y se rieron a carcajadas. Casi se parten de risa. Luego se pusieron a hablar en inglés y ya no me enteré de lo que decían.

—Robert volvió a casa.

—Sí.

—¿Y Richard?

—No, no, ése sigue aquí, vino de los primeros. Lo recuerdo bien, un día me dijo: «Llegué el primero y me iré el último».

—¿Es ingeniero?

—No, es de seguridad. Pero con mando, ¿eh? Da órdenes a esas bestias como si fuera el jefe, «tú aquí», «vosotros
p'allá»
. Todo en inglés, claro.

—Claro. ¿Y qué diablos hacen en esa empresa?

—Fertilizantes.

—¿En la finca?

—No, detrás de la Cresta del Gallo. Al pasar por el Garruchal a...

—A la izquierda.

—Exacto. De allí van y vienen camiones continuamente. Detrás de La Casa hay como una nave industrial grande, pero donde tienen todo el cotarro es arriba, en el monte.

—Ya.

Alsina quedó pensativo por un instante.

—Wilcox se llama la empresa —añadió el joven.

El policía miraba sus notas embelesado.

—Tengo que irme, si no le importa.

—Ah sí, perdone, perdone, joven. Me ha sido usted de mucha ayuda. Gracias.

Volvió al coche y subió a él. Quería regresar a casa, así que pensó que en lugar de hacerlo por el Puerto de la Cadena lo haría por el del Garruchal; igual hasta podía echar un vistazo...

La finca

Durante el trayecto no pudo evitar que su mente volara hacia Rosa Gil. Curiosamente, se vio deseando que Adela no existiera. Era un obstáculo. Ahora que se sentía vivo, después de volver de años de ausencia, de salir de aquella maldita nebulosa, había comprobado que su ex mujer podía ser un obstáculo para su felicidad. No lo pensaba sólo por Rosa Gil, porque tampoco estaba muy seguro de qué era lo que sentía hacia aquella joven falangista, pero ¿y si decidía casarse con alguien de nuevo? Con ella o con otra, con la mujer de su vida. No podría hacerlo. Estaba claro.

Deseó que Adela estuviera muerta. Así sería libre. Comenzó a fantasear con la posibilidad de que así fuera. Imaginaba la escena mientras avanzaba por aquellos campos despoblados y yermos. Él estaba en la cama leyendo. «Don Julio, una llamada de Ceuta», le decía su patrona. Él salía al pasillo y se ponía al teléfono: «¿Don Julio Alsina?», preguntaba una voz metálica desde otro continente. «Sí, soy yo.» Entonces se oía un suspiro y la voz decía con dificultad: «Su esposa ha muerto. Un accidente de tráfico».

Se sorprendió a sí mismo sonriendo.

—Pero ¿estás loco, joder? —exclamó en voz alta.

Se detuvo en seco. Había llegado al límite de la finca de don Raúl, donde comenzaba el puerto. Dejó el vehículo en la cuneta y bajó. Llegó hasta el final de la alambrada. Justo donde empezaba a acentuarse la ladera y comenzaba a surgir aquella pequeña sierra. Más allá, en algún lugar detrás de la masa de árboles, estaba La Casa. ¿Qué estaba ocurriendo allí? ¿No se dedicarían aquellos americanos a violar y matar a gente pobre como simple diversión? Había visto de todo en sus años como policía y sabía que la maldad humana no conocía límites. Había depravados para todos los gustos.

Comenzó a caminar examinando el terreno. Había pinos, lentiscos y alguna coscoja. Se agachó a recoger una piña. La mañana era fresca pero el sol de aquella tierra era cálido y siempre acompañaba. Olía a romero y a tomillo. Como si fuera un robot que no controla sus actos, metió la pierna entre dos alambres de la valla y, sujetando el de arriba con un bolígrafo, pasó el cuerpo entero. Oyó un «rasss» que le hizo saber que se había rasgado la chaqueta. Le dio igual. Comenzó a caminar entre pinos que poco a poco se aclaraban hasta dar en un camino de tierra. Miró a derecha e izquierda. Cruzó adentrándose en un inmenso mar de algarrobos de troncos muy gruesos. Iba de uno a otro, escondiéndose, con el oído atento al menor ruido. Nada. Pensó que así podía tardar siglos en cubrir apenas cien metros. Entonces tuvo miedo.

¿Cuánto tiempo hacía que no sentía aquella sensación?

Estaba vivo. Había vuelto de la muerte como de una especie de no ser, de su nube, y ahora se sentía bien, y curiosamente, le daba igual morir. Por eso era peligroso para ellos. No tenía nada que perder, y eso le hizo sentirse poderoso de nuevo. ¿Estaba loco? Quizá. Quienquiera que hubiese hecho desaparecer a aquellas personas, iba a pagar. Él se encargaría de ello. Total, ¿qué iban a hacerle? ¿Matarlo de nuevo?

Soltó una carcajada y comenzó a caminar a paso vivo. La finca era inmensa y se cruzó con varios caminos. No había rastro alguno de actividad humana, ni de aperos ni de gente. De vez en cuando se le cruzaba algún conejo o levantaba unas perdices. Entonces comenzó a sentirse cansado. Allí sólo había árboles y más árboles, todos situado a la misma distancia unos de otros, plantados milimétricamente. Tenía sed y apetito. Miró sus zapatos: estaban hechos un asco. Al fondo vio un silo hemisférico alto, muy alto. Si pudiera subir ahí podría tener una buena panorámica, pero estaba demasiado lejos. Debía volver mejor preparado. Sí, y a ser posible, de noche. Aquello era inmenso.

Le costó casi una hora volver al coche. Cuando lo consiguió estaba rendido, sucio y hambriento. Eran las tres y cuarto de la tarde, así que subió al vehículo y se encaminó hacia la Venta del Garruchal, que se hallaba al comenzar el puerto de montaña. Allí, en los aseos, se adecentó un poco. Luego pidió un pincho de tortilla de patatas y una Coca-Cola que le sentaron francamente bien. Antes de reemprender la vuelta tomó un café y repasó la prensa. Una vez más se daba absoluta prioridad a noticias a veces absurdas, que reflejaban hechos nimios, sin importancia alguna. «Aparatoso accidente entre un camión y un motocarro», decía un enorme titular que encabezaba una noticia que ocupaba toda la primera página. Traía incluso dos fotografías de gran tamaño. «Ayer, en la carretera de Alcantarilla». ¿Pero es que nadie se daba cuenta de aquello? Propaganda y entretenimiento para las masas, eso era lo que leían a diario y nadie reparaba en ello, como autómatas sin iniciativa propia.

No se le escapó otra noticia, ésta sí, de importancia: Rusia había situado otra cápsula espacial en órbita. Las dos grandes potencias mundiales se estaban empleando a fondo en aquella carrera. Cerró el periódico y decidió seguir camino.

Cuando se adentró en la carretera que cruzaba el puerto se sintió en tensión. Las instalaciones de la empresa que buscaba no quedaban lejos, así que procuró estar atento y conducir despacio. Sólo se cruzó con un camión de transporte de ganado que iba vacío. El camino transcurría encajado por un pequeño cañón en el que había muchos pinos. Recordó viejas sensaciones, como cuando de pequeño le llevaban de excursión a Guadarrama. Rememoró las proclamas y el orgullo que sintió cuando le dieron por primera vez su uniforme de «flecha». No entendió por qué, aquel día, su madre lloró al verlo.

Justo tras una curva en que el camino pasaba por una pequeña rambla halló lo que buscaba. Allí surgía un camino lateral, de tierra. Estaba cerrado por una cadena que colgaba entre dos pequeños postes situados a ambos lados del sendero. En el centro de la misma colgaba un cartel rojo y oxidado: «Wilcox», rezaba. Detuvo el coche algo más adelante, en el punto donde el paisaje comenzaba a cambiar y el suelo de las laderas se hacía terroso, entre marrón y gris. Allí abundaban las chumberas. Había un camino hacia la derecha con un cartel que decía: «Fuente de Columbares». Aquello provocó que se le ocurriera una idea. Abrió el maletero y sacó la garrafa de plástico que llevaba con agua para el radiador. La vació y volvió sobre sus propios pasos caminando despreocupadamente.

Tardó un rato en llegar al camino de Wilcox. Soplaba viento, pero la tarde no era mala del todo. No le costó vadear la cadena.

Más allá había una barrera pintada de rojo y blanco que impedía el paso de vehículos. Siguió caminando tras pasar junto a ella y comprobó que el valle se cerraba delante de él. De pronto, tras girar a la izquierda en un recodo del camino se dio de bruces con una garita. En su interior había un tipo que salió al instante.

—¡No, no! —exclamó el vigilante con un extraño acento.

Era un negro inmenso, que vestía pantalones tejanos y una cazadora de cuero. Llevaba colgado un fusil como los que usaban los soldados americanos en Vietnam. Alsina sabía que era un M16. Era la primera vez que veía a alguien de color. Le llamó la atención cómo destacaban sus ojos, lo blanco de las conjuntivas, en una piel como aquella, casi violácea.

El guardia dijo algo por un
walkitalki
y le encañonó.

—¡Agua! —dijo él, comenzando a asustarse, a la vez que levantaba la garrafa de plástico vacía—. ¡Agua para el coche!

El negro no parecía entender.

—¡
Forbidden!
—exclamó.

Entonces apareció otro guardia que le apuntó desde lo alto de una ladera mientras se le acercaba sin dejar de encañonarle en ningún momento.

—¡Agua! —repitió el policía.

El recién llegado era un hombre alto, musculoso y vestido como el otro, de manera informal, con pantalones vaqueros y una camisa de cuadros rojos y negros, como de leñador. Le recordó una de las películas favoritas del Régimen que de niño había visto no sabía cuántas veces:
Siete novias para siete hermanos,
una proclama que defendía la institución familiar, el matrimonio y las familias numerosas.

El recién llegado, rubio como el trigo, de ojos azules y con el pelo cortado a cepillo dijo:

—Prohibido el paso.

—¿Hablas español?

—Un poquito —dijo el americano con un acento que hasta resultaba gracioso.

Entonces Alsina habló como los indios de las películas, mientras hacía gestos ridículos, muy exagerados, para hacerse entender:

—Yo agua, coche, bruuum, bruum, quema, agua, Fuente de Columbares, coche.

—Ah,
car.


Okay, okay
—asintió Alsina recordando lo que había visto en las películas.

El rubio sonrió y dijo algo al negrazo, que bajó el arma. Después se le acercó y tomándole por el hombro le instó muy amable a que volviera por donde había venido. Al llegar a la carretera señaló hacia la izquierda indicándole que siguiera en aquella dirección y que luego torciera a la derecha:

—Columbares —dijo el rubio no sin cierto esfuerzo.

Cuando había caminado un rato, y tras perder de vista a los guardianes, suspiró aliviado. La treta de la garrafa le había salvado de una buena. Aquellos tipos no tenían pinta de andarse con chiquitas. ¿Qué hacían allí los americanos que requería tanta seguridad?

Volvió al coche y arrancó. Poco a poco fue dejando el puerto, un paraje solitario y hermoso. Apenas si contempló una pequeña granja con una nave de las que se dedican a cebar cerdos y algunos eucaliptos que parecían centenarios. Poco más. Un lugar tranquilo y casi desierto, en plena naturaleza y a un paso de la ciudad. Al fin arribó al otro lado de la montaña y se encontró en plena huerta. Preguntó a un paisano y supo que estaba en Beniaján, un pueblo junto a Murcia.

A las cinco de la tarde, Alsina entró en el Olimpia, quizá la cafetería más elegante de la ciudad. Situada frente al bar El 42, junto al periódico
Línea,
era un lugar con clase, el único establecimiento de la ciudad en que resultaba posible adquirir yogures, pues los hacían allí mismo. Un refinamiento que quedaba al alcance de pocos y que a veces recetaban los médicos.

—Hola, Julio, siéntate —invitó Ruiz Funes, que, como siempre, vestía un traje gris impecable—. ¿Qué quieres tomar?

—Un café solo.

Mientras le servían, el policía sacó su carpeta y colocó los impresos de los pedidos que había conseguido hasta el momento. Ruiz Funes les echó un vistazo vivamente impresionado.

—Vaya... Ya te advertí de que éste iba a ser un buen negocio.

—Sí, como siempre, debo reconocer que tenías razón.

—Me han llamado de la central. Tienes que hacer el curso de vendedor. Será en Barcelona.

—¿Cuándo?

—La semana que viene.

—¿Es imprescindible?

Ruiz Funes resopló como haciendo una concesión:

—Hombre, imprescindible, imprescindible, no. Pero no vendría mal que lo hicieras.

—¿Puedo ir más adelante?

—Supongo que sí. Hablaré con ellos.

Quedaron en silencio por un instante.

—¿Cómo vas con tus... chanchullos?

Alsina sonrió.

—Pues bien... Y, ahora que lo dices, tengo que pedirte un favor.

—¿Otro? —repuso Joaquín sonriente.

—Ya, tienes razón —admitió Alsina. Sacó un Celtas de la cajetilla y ofreció—: ¿Quieres?

—¡No, por Dios!

—Eres un sibarita.

—Y por mucho tiempo. El favor.

—Bueno, verás, he ido llegando a la conclusión de que todo gira en torno a la finca.

—Eso no es nuevo.

—Bueno, déjame seguir —pidió el detective alzando la mano para calmar a su amigo—. Hoy he entrado en ella.

—¡Cómo! ¿Estás loco? ¿No sabes que te pueden pegar un tiro? Recuerda a los furtivos.

—Calma, calma. Aquello es inmenso, voy a volver.

—Lo dicho, de remate.

—El caso es que voy a necesitar un plano.

—¿De la finca?

—De la finca.

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