Ruiz Funes bebió un pequeño trago de su copa de coñac, como valorando las posibilidades.
—Algo puede hacerse. Tengo un amigo en el Ministerio de Agricultura.
—Y otra cosa.
—¿Sí?
—Se llevan un lío muy raro con unos terrenos al sur de la Cresta del Gallo, de ahí es de donde sacan los materiales para fabricar fertilizantes. Esta mañana me he medio colado...
—Loco...
—...y me han salido al paso dos mastodontes con aspecto de mercenarios. Llevaban fusiles de asalto, ya sabes, de uso militar.
Joaquín Ruiz Funes dio un respingo sobre su silla.
—¿Cómo?
—Sí, M16.
—¿M16? ¿Me hablas de tipos armados con fusiles M16 en Murcia? ¿En La Tercia?
—Sí.
—Joder, eso es extraño.
—A lo mejor podías investigar a qué está dedicado ese terreno.
—No conozco a nadie en Industria, pero puede mirarse, sí. Costará tiempo —añadió mientras sacaba un pequeño bloc con tapas de piel—. ¿Cómo se llama la empresa?
—Wilcox.
—Wilcox.
—Tanta gente armada —comenzó Alsina— me da mala espina. Creo que hay algún loco suelto y me temo que sea uno de los americanos. Imagina, un asesino suelto en un país en el que puede tener total impunidad. ¿Sabes?, Robert, el tipo que se beneficiaba a Antonia, estaba casado, eso es definitivo, y recuerda lo que dijo la madre de la chica, que cuando su acompañante vio la foto famosa su amigo se quedó muy turbado.
—Ese tipo, ¿se llama?
—Richard. Es encargado de seguridad o algo así.
—Ya.
Ruiz Funes se pasó la mano por el pelo.
—Necesito que me hagas un favor —solicitó.
—Dime.
—Ahora, cuando vuelvas a la pensión, subes donde Práxedes, ¿sabes quién es?
—El loco de las palomas.
—Sí, ése, y le dices que mañana vaya a verme a mi casa.
—No entiendo.
—¿Qué no entiendes?
—Pues el encargo. Ese hombre está loco. ¿Lo conoces?
—Me hace recados. Es un tipo de confianza, discreto.
—Pero es un excéntrico, ¿no? Vive ahí arriba, con esas palomas...
—Las vende a buen precio. ¿No sabes el dinero que mueve aquí ese asunto?
—¿Qué asunto?
—Joder, Julito, estás en babia, hostias. ¡Los palomos deportivos! Práxedes entrena los mejores palomos de la región. Es un deporte muy seguido aquí.
—¿Un deporte?
—Sí, se junta una panda de locos que han entrenado un macho para competir y al que pintan con sus colores respectivos; como las camisetas del fútbol, vamos. Sueltan una hembra y, ¡hala!, todos los palomos detrás. Por en medio de la huerta, en motos, en coches, en bicicletas, van siguiendo la carrera hasta que un macho gana. Armiñana me ha contado que es un deporte peligrosísimo, se dan unos trompazos tremendos, claro, imagínate, más de cincuenta tíos circulando por los carriles de la huerta a toda velocidad y mirando al cielo.
—Vaya.
—Sí, sí, saltan vallas, entran en fincas... Ten en cuenta que eso mueve mucho dinero, ¡mucho! Los domingos por la mañana se reúnen en la puerta del mercado de Verónicas a hacer compraventa. Soy inversor de Práxedes y me hace ganar un montón de dinero.
—Pero se dice que ese hombre en la guerra se despachó a gusto.
Ruiz Funes estalló en una carcajada. Parecía divertirse con aquello.
—Sí, sí —asintió—. Él se ríe mucho con aquello. Ése, el treinta y seis era un comunista convencido y le atizó dos hostias a la madre superiora de no sé qué convento, nada más. No se cargó a nadie, porque de ser así lo habrían fusilado al acabar la guerra, ¿comprendes? Es un buen hombre, algo ido, pero me cae bien.
La conversación quedó interrumpida por una voz grave y altanera que, a espaldas del detective, dijo:
—¿Alsina?
Julio giró la cabeza y se encontró con un tipo alto, orondo, que vestía un elegante traje blanco con un abrigo marrón sobre los hombros y se tocaba con un inmenso sombrero panamá.
—Sí, soy yo.
—Buenas, soy don Raúl Consuegra y Salgado —se presentó el recién llegado tendiéndole la mano—. ¿Puedo sentarme?
Alsina se quedó de piedra.
—Sí, claro —musitó haciendo sitio a aquel cacique a la vez que contemplaba a Joaquín, que, con los ojos abiertos como platos, no podía disimular su sorpresa.
—Juanito, un Napoleón! —ordenó el recién llegado, que parecía cliente asiduo de aquel elegante café y era evidente que estaba acostumbrado a mandar y ser obedecido.
—He pensado que, dadas las circunstancias, debíamos conocernos —explicó.
—¿Cómo? —acertó a decir el policía en excedencia.
—Sí, hombre. Ha estado usted haciendo averiguaciones por La Tercia sobre mi finca y, claro, me he dicho: «Pues voy a conocer yo a ese policía tan redicho que anda soliviantando a la gente». Así que aquí me tiene, para lo que usted crea menester.
Silencio.
Trajeron el coñac y don Raúl sacó un inmenso puro para acompañar la bebida. Mientras lo encendía, añadió:
—Bueno, ¿no va a preguntarme nada?
—Pues usted verá, don Raúl, así de buenas a primeras...
—A ver, a ver, vayamos por partes, somos gente civilizada y yo no tengo nada que ocultar, así que, ¿qué quiere? ¿Por qué me molesta?
—No era mi intención hacerlo.
—Hum...
—Mire, don Raúl, me acerqué por La Tercia investigando la muerte de una prostituta y la desaparición de una compañera suya que habían acudido a una fiesta en una finca del pueblo.
—¿A mi finca?
—Usted perdone, pero hice preguntas y la única finca de recreo con enjundia para dar una fiesta con... chicas de alto nivel, la única propiedad en que se llevaban a cabo celebraciones con gente pudiente, era la suya. No digo que las dos jóvenes fueran a su finca, eso no.
—Pero lo insinúa.
—Tiene usted allí alojados a muchos americanos de postín, cobran buenos sueldos y están solos. Necesitarán chicas.
—¿Es usted murciano? —preguntó entonces don Raúl, ladeando la cabeza mientras daba una profunda calada a su habano.
—No, no lo soy.
—Bien, pues con respecto a eso le contestaré con un refrán muy de aquí: «
Que cada perrico se lama su pijico
».
—¿Cómo?
Ruiz Funes intervino:
—Don Raúl quiere decir que si los americanos quieren esparcimiento que se lo busquen ellos.
—Exacto, hijo. Por cierto, usted es Joaquín Ruiz Funes, ¿no?
—Sí, en efecto.
—Conocí a su tío de usted, Huberto.
—Sí, ya murió.
—Era invertido...
Alsina sintió que un escalofrío le recorría la espalda. ¿Era aquello una velada amenaza? Don Raúl tomó la palabra de nuevo:
—Mire, Alsina, me importa tres pares de pepinos si los americanos joden o no, ¿me entiende? No hice una guerra y luché en los negocios para acabar de mamporrero de nadie. Yo, a los americanos, les alquilo una buena casa en un lugar tranquilo y nada más. Esas putas no han estado nunca en mi finca y punto. Sé que en los últimos meses se ha producido una desgraciada concatenación de sucesos en el pueblo que, la verdad, no agradan a nadie, pero han sido eso, una serie de casualidades. Déjese de tonterías y vuelva a lo suyo, a su trabajo. Ahora vende usted televisores, ¿no?
—Sí, así es.
—Pues sepa usted que necesito un hombre de confianza, a ser posible con experiencia policial. Piénseselo bien. Se encargaría usted de la seguridad de la finca.
—Vaya, gracias, pero de momento seguiré con lo de los televisores.
—Me imaginaba que diría algo así. Ni que decir tiene —dijo levantándose— que no he de contarle lo de mi amistad personal con el Generalísimo, ¿verdad?
—Verdad.
—Pues hale, jóvenes, a divertirse. Me voy, que he quedado a cenar en el Rincón de Pepe y he de cambiarme.
—¿Vuelve usted a El Colmenar? —preguntó Alsina.
El otro sonrió y antes de salir del café contestó:
—No, no, tengo un piso en Trapería, suelo residir en la capital entresemana. Buenas tardes.
Cuando don Raúl salió de la cafetería, Alsina y Joaquín se quedaron mirándose algo perplejos. No podían creer lo que les había sucedido:
—¿Ha sido sensación mía o este tipo nos ha amenazado veladamente?
—No ha sido sólo sensación tuya. A mí también me lo parece.
—Eso que ha dicho de tu primo...
—Mi tío.
—Tu tío, sí. ¿Ese tipo sabe...?
—No, no creo. Nadie sabe en Murcia que soy homosexual —dijo Ruiz Funes bajando el tono de su voz—. O eso creía yo, claro. Insisto en que te vayas a Barcelona. Un cambio de aires te vendrá bien.
—No, ahora no. Bueno, me voy a la pensión; es tarde y quiero pensar.
—Acuérdate de enviarme a Práxedes.
—Descuida.
Salió tras estrechar la mano de su amigo. La sola idea de subir al pequeño ático del viejo le daba repelús, pero un encargo era un encargo.
Salió a la calle y se abrochó el abrigo. Hacía frío. Se cruzó con una vieja gitana que asaba castañas y pensó que, pese a su aspecto poco higiénico, tenían buena pinta y olían bien.
—Un cucurucho —pidió una voz a la vieja.
El detective miró a su lado y comprobó que se trataba de Guarinós, el jefe de la Político Social en Murcia.
—Hola, Alsina.
—Hola —contestó, pensando que menuda tarde llevaba. Ahora Guarinós, ¿qué más podía pasarle?
—¿Cómo te va? —le dijo el recién llegado intentando hacerse el simpático.
—Bien, bien. Perdona, tengo prisa —trató de cortar echando a andar hacia San Pedro.
—Espera hombre, voy en tu misma dirección. Te acompaño.
Se puso nervioso ante la posibilidad de que aquella comadreja supiera hacia dónde podía dirigirse o, a lo peor, dónde vivía. De todos modos, aquella era una ciudad pequeña. Adolfo Guarinós era un tipo delgado, alto, con pelo castaño, abundante, y que lucía un poblado bigote. Sus ojos tenían la conjuntiva roja, poblada de pequeñas venillas inyectadas en sangre. Le daba grima. Había dirigido la Brigada Político Social en Guipúzcoa con mano de hierro y todo el mundo sabía que dejó tras él un reguero de dolor, torturas y muerte. Una triste celebridad.
—Parece que te va bien con lo de los televisores...
—Sí, sí, estoy muy ilusionado.
—¿Has seguido con el asunto aquel?
—¿Perdona? —dijo parándose en seco para simular que no sabía de qué le hablaba y hacerse el sorprendido.
—Sí, hombre, el de la puta aquella que se suicidó en Nochebuena.
—¡Ah! —contestó riéndose como si aquello fuera una locura—. No, no. Al principio me dio que pensar porque tenía señales de esposas y parecía que le habían dado una buena somanta, pero es obvio que hacía trabajos especiales, numeritos fuertes. Me lo dijeron en el hotel Victoria.
Cruzó los dedos porque aquella mentira resultara convincente y Guarinós se diera por satisfecho.
—¿Y llegaste a pensar que habíamos sido nosotros?
Continuaron caminando. Julio contestó con aplomo:
—Pues al principio sí, pero luego averigüé la verdad; se suicidó. Caso cerrado.
—Ya.
—Sí, yo a lo mío, a mis televisores. Sabes que no era un buen policía. Esto se me da bien, estoy contento con las ventas y apenas acabo de empezar.
Ahora fue Adolfo Guarinós quien se paró en seco. Alsina se giró para ver por qué.
—¿Qué te ha dicho don Raúl?
—¿Cómo?
—Mira, Alsina, no te hagas el tonto conmigo —conminó aquel tipo, cuyo rostro había pasado de la sonrisa franca y abierta a mostrar unos ojos gélidos, inmisericordes, que lo miraban con dureza.
—No sé de qué me estás hablando.
—Sí, Raúl Consuegra se ha entrevistado contigo en el Olimpia. Lo sé. Hace apenas unos minutos.
—No, hombre, no. Lo que ocurre es que cuando pasé por La Tercia tuve la suerte de conocerle fugazmente. Ha pasado por la cafetería, me ha reconocido y se ha sentado con nosotros. Ya está. Es un hombre amable, sólo eso. Hemos hablado de fútbol, yo soy del Atleti y él del Madrid, lo típico.
Guarinós se le quedó mirando con la cabeza ladeada y las manos en los bolsillos. Chasqueó los labios. Parecía estar valorando la veracidad de lo que le decía Julio. Al cabo, se ajustó el nudo de la corbata y sentenció:
—Te estás metiendo en un lío, Alsina. No te pases de listo. ¿Qué has averiguado?
—Nada, ya te he dicho que no hay nada que averiguar.
—Sabemos que has hecho indagaciones por La Tercia. Dime, ¿qué se cuece en la finca? Te conviene hablar, te saldrá rentable, el comisario, don Jerónimo, y el gobernador te lo agradecerán.
Eso era.
Estaban a oscuras. Alsina comprendió que aquellos tipos querían averiguar lo que estaba pasando tanto como él. Era obvio que se había visto metido entre dos fuegos, entre dos facciones del Régimen que estaban jugando a algo que él ni intuía. Guarinós y su gente habían torturado y asesinado a Ivonne, pero ésta no debía de haberles dado ninguna información.
Decidió seguir fingiendo:
—Mira, Adolfo, sabes que no soy lo que se dice precisamente un héroe. No me gusta correr riesgos, bastante llevo ya pasado en esta vida. Lo más que llegué a averiguar era que la gente del pueblo se había alarmado por unas desapariciones. Ya está. Esa finca es inexpugnable. Si vosotros no sabéis nada, figúrate yo, un don nadie. Hace tiempo que dejó de interesarme el tema, lo juro.
El otro quedó quieto, mirando a su interlocutor como si pudiera leerle el alma, como valorando si lo que decía era o no la verdad. Alsina pensó que aquel hombre le olía el miedo.
—Si me entero de algo por ahí, te lo digo, en serio. Tendré los ojos abiertos —mintió de nuevo—. Paso por la zona a menudo para ir al Mar Menor.
Entonces sintió su aliento. Se le había acercado mucho, demasiado, para espetar:
—Mantenme informado o eres hombre muerto, ya me conoces.
Ni siquiera pudo contestar a aquella amenaza, pues antes de que pudiera darse cuenta aquel maníaco se había ido.
Se pasó la mano por el pelo y se aflojó el nudo de la corbata. Adolfo Guarinós era un sádico, un mal bicho que, en condiciones normales, en una sociedad sana, habría acabado en la cárcel por asesinar, torturar o descuartizar a la vecina, a su párroco o al cartero, pero en un Régimen como aquel, un tipo como él podía ser útil. Un torturador. Disfrutaba haciendo daño a los demás, y encima le pagaban. De locos. Recordó las cosas que se decían sobre él en comisaría. Era vox pópuli que había provocado la muerte a una joven vasca a la que había torturado brutalmente con sus secuaces. No contentos con hacerle cortes en el cuerpo y los glúteos, le habían aplicado descargas eléctricas, «la picana» y «la bañera». Cuando vieron que se les iba la abandonaron en la puerta de la Casa de Socorro. Murió tres días después a causa de una fuerte hermorragia interna provocada por las lesiones que había sufrido en sus órganos vitales. Era un salvaje, la peor expresión de la especie humana. Guarinós se jactaba de cosas como aquella. Era un mal nacido, un bestia. Era exactamente lo que Alsina más temía en aquel momento.