No soy un serial killer

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Authors: Dan Wells

Tags: #Intriga, Terror

BOOK: No soy un serial killer
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John Wayne Cleaver tiene 15 años y sabe que es diferente. Pero no porque sólo tenga un amigo ni porque ayude a su madre en el depósito de cadáveres. John es un sociópata que reconoce en sí mismo los clásicos signos de ser un incipiente asesino en serie. Para no hacer daño a nadie, John se ha creado un conjunto rígido de reglas para controlar su naturaleza más oscura y tener una vida normal. Pero cuando empiezan a haber una cadena de horripilantes asesinatos en su ciudad, John utilizará sus conocimientos sobre los asesinos en serie para investigar quién tiene aterrorizado el vecindario. Sus pesquisas le llevarán a descubrir el asesino: su vecino. Éste no sigue el patrón de un asesino en serie porque es un ser sobrenatural que mata porque necesita órganos de otros seres para seguir viviendo. Entonces John decide que si quiere pararlo, tendrá que romper con sus propias reglas y convertirse en asesino también.

Dan Wells

No soy un serial killer

Trilogia John Wayne Cleaver - 01

ePUB v1.0

sprockboy
09.06.12

Título original:
I Am Not a Serial Killer

Dan Wells, 2009.

Traducción: Maia Figueroa, 2012

Diseño portada: sprockboy

Editor original: sprockboy (v1.0)

ePub base v2.0

Para Rob, que me proporcionó el mejor incentivo que te puede dar un hermano pequeño:

consiguió publicar primero

Agradecimientos

Este libro debe su existencia a muchas personas, la mayoría de las cuales —que yo sepa— no son asesinos en serie.

En primer lugar debo mencionar a Brandon Sanderson, que un día me hizo callar en el coche y me dijo que dejara de hablar de
serial killers
y escribiera un libro sobre ellos, lo cual resultó ser una idea bastante buena que fue desarrollada y refinada por una serie de grupos de escritura y lectores con espíritu crítico que incluye (pero no se limita a) Peter Ahlstrom, Karla Bennion, Steve Diamond, Nate Goodrich, Nate Hatfield, Alan Layton, Jeanette Layton, Drew Olds, Ben Olsen, Bryce Moore, Janci Patterson, Emily Sanderson, Ethan Skarstedt, Isaac Stewart, Eric James Stone, Sandra Tayler y Kaylynn Zobell.

En lo profesional, debo dar las gracias a mi editor, Moshe Feder, y a mi absolutamente maravillosa agente, Sara Crowe. Sin su ayuda el libro seguiría estando bien pero no sería alucinante y tú jamás habrías oído hablar de él. Si lo encuentras alucinante, (de hecho, si lo has encontrado en algún sitio), es gracias a ellos.

Quiero dar un agradecimiento especial a mi querida esposa, Dawn, que me ofreció su apoyo mientras escribía este libro y no me abandonó después de leerlo. Otros miembros de la familia que tampoco me abandonaron son mi hermana Allison, mi hermano Rob, mi suegra Martha y mis pobres padres Robert y Patty. A todos vosotros: permitidme que insista en que este libro no es autobiográfico. Lo prometo.

«Debería yo haber sido un par de ásperas garras corriendo por los fondos de mares silenciosos.»

Poesías reunidas 1909-1968.

«La canción de amor de J. Alfred Prufrock.»

T. S. ELIOT
[1]

Capítulo 1

La señora Anderson había muerto.

No fue para nada llamativo, simplemente murió de vieja; una noche se fue a dormir y ya no volvió a despertarse. Dicen que fue una manera digna y tranquila de morir y supongo que, técnicamente, es cierto. Pero los tres días que pasaron antes de que alguien se diese cuenta de que hacía tiempo que no la veía acabaron con gran parte de la dignidad de la situación. Al final, su hija pasó por su casa para ver qué tal estaba y se encontró con un cuerpo que llevaba tres días descomponiéndose y que apestaba como un perro atropellado. Y lo peor de todo no es la descomposición, sino los tres días. Pasaron setenta y dos horas antes de que alguien se molestara en decir: «Espera… ¿qué hay de esa señora mayor que vive junto al canal?» Eso sí que es poco digno.

Pero ¿la muerte fue tranquila? Seguro. Según el forense, murió discretamente el 30 de agosto, mientras dormía. Eso significa que murió dos días antes de que el demonio destripara a Jeb Jolley y lo dejara tirado en mitad de un charco, detrás de la lavandería. Y entonces aún no lo sabíamos, pero la señora Anderson fue la última persona en morir por causas naturales en el condado de Clayton en casi seis meses. El demonio se encargó del resto.

Bueno, de casi todos. Menos de uno.

Recibimos el cuerpo de la señora Anderson después de que el forense hubiera acabado con él el sábado 2 de septiembre, aunque supongo que debería decir que lo recibieron mi madre y tía Margaret, no yo. Ellas llevan la funeraria; y yo sólo tengo quince años. Había estado casi todo el día en el pueblo, viendo a la policía limpiar los restos de Jeb y volví justo cuando el sol empezaba a ponerse. Me colé por la puerta trasera, por si mi madre estaba delante; no tenía muchas ganas de verla.

En la trastienda no había nadie, sólo yo y el cadáver de la señora Anderson. Estaba sobre la mesa, debajo de una sábana azul, totalmente inmóvil. Olía a carne podrida y a insecticida, y el ventilador, que zumbaba ruidoso en el techo, no ayudaba mucho. Me lavé las manos en silencio, preguntándome de cuánto tiempo disponía; luego toqué el cuerpo con cuidado. La piel envejecida era mi favorita: seca y arrugada, con la misma textura que el papel antiguo. El forense no se había preocupado demasiado por limpiar el cuerpo, probablemente porque ya tenían suficiente trabajo con Jeb, pero por el olor supe que al menos habían intentado matar los bichos. Después de tres calurosos días de final de verano, seguramente había un montón.

Una mujer abrió de golpe la puerta que daba a la parte delantera del local y entró vestida toda de verde, como una cirujana con traje y máscara. Me quedé parado creyendo que era mi madre, pero me miró fugazmente y se dirigió a un mostrador.

—Hola, John —dijo mientras cogía unos trapos estériles.

No era ella; sino su hermana Margaret. Eran gemelas y cuando llevaban máscara apenas podía distinguirlas. Sin embargo, la voz de mi tía era algo más ligera, un poco más… llena de energía, y siempre pensé que eso se debía a que nunca se había casado.

—Hola, Margaret.

Retrocedí un paso.

—Ron se está volviendo cada vez más vago —dijo mientras cogía el pulverizador de desinfectante—. Ni siquiera la ha limpiado; ha declarado la muerte como natural y nos la ha enviado tal cual. La señora Anderson se merecía algo mejor. —Se dio media vuelta para mirarme—. ¿Te vas a quedar ahí parado o me vas a ayudar?

—Perdona.

—Lávate.

Me remangué con entusiasmo y volví al lavamanos.

—Pero, de verdad —siguió diciendo—, no sé a qué se dedican en la oficina del forense, porque no es que estén muy ocupados. Aquí apenas nos da para seguir a flote.

—Jeb Jolley ha muerto —dije secándome las manos—. Lo han encontrado esta mañana, detrás de la lavandería automática.

—¿El mecánico? —preguntó Margaret bajando la voz—. Qué horror. Era más joven que yo. ¿Qué le ha pasado?

—Asesinato —dije, y descolgué una máscara y un delantal de la pared.

Se lo había cargado el demonio, pero entonces yo aún no lo sabía. Ni siquiera fui consciente de que existía hasta tres meses después. En agosto —y me parece que de eso hace ya una eternidad— nadie en el condado de Clayton tenía ni la menor idea del horror que se avecinaba.

—Creen que podría haber sido obra de un perro salvaje —le dije a Margaret—, pero parecía que las tripas estuvieran amontonadas.

—Qué horror —repitió Margaret.

—Bueno, eres tú la que se preocupa por el negocio —repliqué—. Dos cuerpos en una semana son dinerito.

—Ni se te ocurra hacer bromas sobre esto, John —me dijo con aire severo—. La muerte es triste incluso cuando te paga la hipoteca. ¿Estás listo?

—Sí.

—Estírale el brazo.

Cogí el brazo derecho y lo estiré; el rígor mortis hace que el cuerpo se ponga tan rígido que apenas puedes moverlo, pero esto dura un día y medio, más o menos. Este cadáver llevaba tanto tiempo muerto que los músculos habían vuelto a relajarse y, aunque la piel parecía de papel, la carne estaba blanda como la masa de pan. Margaret pulverizó desinfectante sobre el brazo y frotó cuidadosamente con un trapo.

Incluso cuando el forense hace su trabajo y limpia el cuerpo, nosotros siempre lo lavamos antes de empezar. El embalsamiento es un proceso largo que incluye tareas muy precisas; se necesita poder empezar de cero.

—No veas cómo apesta esto —dije.

—Ella.

—No veas cómo apesta «ella» —me corregí.

Mi madre y Margaret estaban empeñadas en tratar a los muertos con respeto, pero llegado ese momento me parecía un poco tarde. Ya no era una persona, sino sólo un cuerpo. Una cosa.

—La verdad es que sí que huele —dijo Margaret—. Pobre señora, ojalá la hubieran encontrado antes. —Miró el ventilador que zumbaba detrás de la rejilla del techo—. Esperemos que el motor no nos deje tirados esta noche.

Margaret siempre decía lo mismo antes de embalsamar un cuerpo: era como un cántico sagrado. El ventilador siguió chirriando encima de nosotros.

—Pierna —dijo. Me acerqué al pie y lo estiré mientras ella la rociaba—. Vuélvete.

Sin soltar el pie con las manos enguantadas, me volví y miré hacia la pared mientras Margaret levantaba la sábana para limpiarle los muslos.

—Lo bueno de todo esto es que te apuesto lo que quieras a que hoy todas las viudas del condado han recibido una visita, o la tendrán mañana. Todos los que se enteren de lo de la señora Anderson irán directos a ver a su madre para quedarse tranquilos. La otra pierna.

Quería hacer un comentario sobre que los que se enterasen de lo de Jeb irían directos a ver a su mecánico, pero a Margaret nunca le han hecho gracia ese tipo de chistes.

Fuimos por todo el cuerpo, de la pierna al brazo, del brazo al tronco, del tronco a la cabeza, hasta que estuvo todo fregado y desinfectado. La sala olía a muerte y jabón. Margaret tiró los trapos al cesto de la ropa sucia y empezó a reunir los verdaderos productos para embalsamar.

Llevaba ayudando a mi madre y a Margaret desde que era niño, antes de que mi padre se marchara. Mi primera tarea fue limpiar la capilla: recoger los programas, vaciar los ceniceros, pasar la aspiradora por el suelo y alguna que otra cosa más que un crío de seis años podía hacer solo. Las tareas se habían convertido en más importantes según yo iba creciendo, pero no pude ayudar con lo más divertido —embalsamar— hasta que cumplí los doce. Embalsamar era como… no sé cómo describirlo. Era como jugar con una muñeca gigante, vestirla, bañarla y abrirla para ver qué tenía dentro. Una vez, cuando tenía ocho años, espié a mi madre mientras embalsamaba; miré por el ojo de la cerradura para ver cuál era el gran secreto y, cuando a la semana siguiente destripé al osito, creo que no se dio cuenta de la conexión.

Margaret me pasó el algodón y yo lo sujeté mientras ella embutía pedacitos debajo de los párpados con cuidado. Los ojos empezaban a hundirse, se desinflaban al perder humedad y el algodón ayudaba a mantener la forma correcta para el velatorio de cuerpo presente. También servía para mantener los párpados cerrados y, por si acaso, mi tía siempre añadía un poco de adhesivo para mantener la humedad y el ojo cerrado.

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