13 balas (19 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

BOOK: 13 balas
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Nadie había intentado defenderse, el pueblo si siquiera había plantado cara, aunque más adelante se encontró un rifle cargado bajo el mostrador de la cafetería y se supo que la mujer que dirigía la estafeta de Correos, víctima núm. 4, tenía una pistola con licencia en el coche. Los efectivos policiales no llegaron al pueblo hasta que fue demasiado tarde. A Caxton no le extrañaba. Un pueblo de aquellas dimensiones no tenía una oficina del sheriff propia, sino que dependía del sheriff del condado.

Caxton se saltó el grueso del informe. Había catorce víctimas en total, pero no tenía necesidad de saber cómo habían muerto todas.

Catorce. Los dos vampiros que habían atacado Bitumen Hollow eran bastante jóvenes. Su sed de sangre debería de haberse saciado fácilmente, como mucho habrían necesitado una víctima cada uno y, sin embargo, habían acabado con el pueblo entero. ¿Por qué? Caxton se acordó de Piter Lares, que se había sobrealimentado a conciencia y se había llenado de sangre para así poder alimentar a sus «mayores», incluida Justinia Malvern.

Los nuevos asaltantes —a quienes el informe se refería como «actor núm. 1» y «actor núm. 2», jerga policial para denominar a las personas que «actuaban» contra las víctimas— podrían haberse dado un atracón con la idea de alimentar a Malvern; aunque no, se necesitaban cuatro vampiros para restituirle la salud. En cualquier caso, la vampira seguía encerrada entre los muros de Arabella Furnace. Por lo que sabía.

Un escalofrío le recorrió el espinazo cuando pensó que los vampiros podían haber atacado el sanatorio abandonado y que en aquel momento Malvern podía estar en libertad. Pero no, Arkeley le habría llamado para avisarla.

A menos que los vampiros hubieran atacado y Arkeley estuviera muerto.

Sin pérdida de tiempo, les puso comida y agua a los perros y regresó a la casa. No quería precipitarse, pero necesitaba saber que sucedía. El Hospital Estatal de Arabella Furnace no aparecía en el listín telefónico ni tampoco en las bases de datos de la policía estatal. Mientras se vestía, llamó a la Oficina Federal de Prisiones para pedir el número de teléfono, pero le respondieron que ese tipo de consultas debían seguir los canales oficiales. El hombre que había al otro lado de la línea, desde luego, ni siquiera admitió que el lugar existiera.

—Oiga, la gente de ese centro está en peligro. Lo sé todo sobre el lugar, he estado allí. Es un hospital par aun único paciente y se trata de una vampira, Justinia Malvern.

—Cálmese, señora —respondió el hombre—. Además, nosotros no trabajamos con hospitales, sino con prisioneros.

No sabía muy bien cómo, pero logró no gritarle a aquel hombre, que le aseguró que transmitiría su mensaje. Caxton colgó y entró corriendo en el dormitorio.

—¿Dee? —gritó—. ¡Dee! Tienes que prestarme el coche.

Deanna estaba en la sala, echada en el sofá y mirando la televisión. Tenía el mando a distancia en una mano, que le colgaba hasta el suelo, donde quedaba medio enterrada en la alfombra de pelo largo.

—Esta noche he vuelto a tener uno de esos sueños en los que sales tú —dijo justo en el momento en el que Caxton entraba, muy alterada, en la sala—. Estabas atada a un poste y unos soldados romanos te fustigaban la espalda desnuda. La sangre te caía por las caderas y formaba regueros rojos como si fuera sirope de chocolate. Yo creo que hoy sería mejor que te quedaras en casa.

Apretó los puños dentro de los bolsillos. No tenía tiempo para aquello.

—Necesito tu coche, te lo digo muy en serio.

—¿Por qué? —preguntó Deanna—. A lo mejor tengo cosas que hacer.

—¿En serio? —preguntó Caxton. No era el día en que Deanna tenía por costumbre ir de compras. La mayor parte del tiempo el coche se quedaba en el camino de acceso a la casa—. Mira, es muy importante. En serio, si no ni te lo pediría.

Deanna se encogió de hombros y volvió a dirigir su mirada hacia la tele.

—Vale, si quieres dejarme prisionera en mi propia casa.

En aquel momento Caxton se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Soltó el aire con calma y volvió a inspirar igual de despacio. Las llaves de Deannam estaban colgadas de un gancho en la cocina, junto al armario donde Caxton guardaba la pistola; cogió ambas. Fuera hacía un aire frío y vigorizante. Se abrochó la chaqueta y se metió en el pequeño Mazda rojo de Deanna. Se quitó el sombrero y fue a dejarlo sobre asiento del pasajero, pero encimad del tapizado lleno de manchas estaban los restos de una cena del McDonald's, incluida media hamburguesa. El estrecho asiento trasero estaba lleno de latas de pintura y de paquetes de pinceles y rodillos sin abrir, aunque Deanna había decidido dedicarse en exclusiva al proyecto sin título del cobertizo y llevaba ya seis meses sin pintar nada.

Caxton dejó el sombrero en equilibrio inestable encima de una lata de pintura abierta que se había secado y había adquirido la consistencia de un plástico duro, y cruzó los dedos. Ajustó los retrovisores y mientras salía del caminito de entrada dando marcha atrás y unos minutos más tarde estaba ya en la autopista, rumbo a Arabella Furnace.

De camino se dedicó a toquetear la radio del coche buscando un boletín de noticias. Se había producido otro atentado con bomba en Irak y un escándalo en el mundo del golf, pero a ella no le interesaban los deportes y no entendió de qué hablaban. No había noticias de un ataque vampírico en un centro abandonado para tuberculosos, ninguna corneta llamando a un minuto de silencio por un agente federal fallecido en acto de servicio, pero la falta de noticias tampoco logró tranquilizarla.

Cuando por fin llegó eran las doce bien pasadas y lloviznaba. El sol se reflejaba en las hojas húmedas que cubrían el camino y el estrecho sendero que llevaba al hospital estaba cubierto de lodo. El pequeño Mazda estuvo a punto de quedarse encallado, pero Caxton contaba con años de experiencia conduciendo coches por tramos imposibles de carretera. Aparcó en el césped, debajo de la estatua sin rostro de a Salud, la Higiene o lo que fuera y se sintió aliviada —aunque sólo fuera un poco— al ver su coche patrulla aparcado a unos metros de distancia. Arkeley había ido a Arabella Furnace la noche anterior; le había dicho que quería estar solo para poder ir a ver a Malvern.

Caxton pensó que, al ver lo sucedido en Bitumen Hollow, Arkeley debía de haber pensado que ahora que los vampiros se habían saciado, atacarían el sanatorio esa misma noche. Pero, en ese caso, ¿por qué se había deshecho de ella y había querido ir solo?

Porque no confiaba en ella, por supuesto. Se había comportado como una enclenque cuando la había herido con la pala.

Le había dicho que no soportaría verlo torturar a un siervo. Y Arkeley había decidido que era un estorbo.

El funcionario de prisiones del mostrador principal la reconoció, pero la obligó igualmente a firmar en el registro. Cuando Caxton vio la cara, supo que sus peores temores no se habían hecho realidad. Malvern seguía encerrada bajo llave.

—¿Qué ha sucedido aquí esta noche? —preguntó mientras dejaba el bolígrafo junto a la hoja de registro.

—Algo grande —respondió el funcionario con ojos como platos.

—¿Algo? ¿Cómo qué?

El hombre se encogió de hombros.

—Yo sólo trabajo aquí de día. ¿Este lugar, por la noche? Tendrían que clavarme los pies al suelo para que no me marchara corriendo.

Caxon quería hacerle un millón de preguntas más pero pensó que sería fácil encontrar a mejores informadores. Intentó recordar el camino hacia la sala de Malvern, pero se perdió y tuvo que dar media vuelta. Entonces regresó sobre sus propios pasos, giró a la izquierda en lugar de a la derecha y vio la cortina de plástico que sellaba la entrada de la sala. El hospital era inmenso y oscuro; si no le hubieran enseñado el camino con anterioridad habría podido pasarse varias horas perdida.

Apartó el plástico y penetró en aquella luz azulada. Por supuesto, ahí estaba Arkeley, sentado en una silla. Tenía un aspecto bastante saludable, aunque parecía que no se había duchado desde la última vez que se habían visto.

No vio a Malvern por ninguna parte, pero la tapa del ataúd estaba cerrada. Caxton se acercó a él.

—¿Se encuentra bien? —preguntó.

—Por supuesto que sí, agente. Acabo de tener una agradable conversación con mi vieja amiga —explicó y tamborileó con los dedos encima del ataúd. No hubo respuesta, pero Caxton asumió que Malvern estaba ahí dentro—. ¿Por qué no se sienta?

Caxton asintió con la cabeza. Echó un vistazo a la sala pero no vio a Hazlitt. A lo mejor dormía de día.

—Se me ocurrió. Sé que parecerá una locura, pero se me ocurrió que los vampiros que anoche acabaron con Bitumen Hollow se habían atiborrado de sangre. Y entonces pensé que a lo mejor querrían asaltar este lugar, que habían estado acumulando toda esa sangre para ella. Supongo que saqué una conclusión precipitada.

—No crea —dijo él—. Han actuado exactamente como usted temía. O, por lo menos, lo han intentado.

CAPÍTULO 25

La noche anterior, mientras a Caxton la besaba una chica guapa en un bar, Arkeley había estado luchando por su vida. El agente federal le relató lo hechos en tono calmado y sin un gesto de reproche. Ni una sola vez dejo entrever que le hubiera gustado que ella estuviera allí para ayudarle.

Tras la matanza de Bitumen Hollow, Arkeley había sabido que iban a presentarse complicaciones. El recuento de cadáveres no encajaba con el número de vampiros. Entonces se acordó de cómo Lares había alimentado a sus antepasados —«Aunque en realidad no lo he olvidado ni por un momento, dijo con un estremecimiento»— y se dio cuenta de que los vampiros habían decidió no esperar más. Entre los dos no podían hacer acopio de sangre suficiente para revivificarla, pero por lo menos iba a poderse levantar y caminar sin ayuda. Iban a atacar esa misma noche, estaba seguro de ello. Así pues, había subido al coche patrulla y había acudido de inmediato a Arabella Furnace.

—Sin mí —dijo Caxton, vagamente dolida.

—¿Me deja terminar de contar la historia o vamos a ponernos a discutir? —preguntó él.

Llegó al hospital a las nueva de la noche, advirtió a los funcionario sobre lo que se avecinaba y entró en la sala priva de Malvern. La encontró bastante deteriorada en comparación con la última vez, cuando ordeno cortarle el suministro de sangre. Era incapaz de incorporarse y estaba reclinada en el ataúd. Se le había caído casi toda la piel y tenía el ojo seco e irritado. Tanía un brazo cruzado sobre el pecho y el otro colgando junto al ataúd, con sus dedos como garras sobre el teclado del ordenador portátil. Arkeley creyó que había dejado caer el brazo de pura desesperación, pero entonces se dio cuenta de cómo pulsaba la tecla «E» con el dedo índice y, a continuación, se hundía en el ataúd, como si aquel pequeño esfuerzo la hubiera dejado exhausta.

Entonces apareció Hazlitt, cuyo semblante sugería que estaba descontento por algo. Le contó a Arkeley que Malvern tenía una media de cuatro letras por minuto. El médico le permitió a Arkeley leer lo que había escrito hasta el momento.

Una gota es nuestro único remedio

Una gota, una gota, una nada más.

—La estás matando, Arkeley —le dijo el médico—. Y no me importa que ya esté muerta. No me importa que pueda seguir así eternamente. Para mí es un asesinato, o algo peor.

—Si tanto quiere vivir, debería ahorrar energías —dijo Arkeley—. A lo mejor debería quitarle el ordenador.

Hazlitt lo miró como si acabara de recibir un golpe.

—Pero es su única conexión con el mundo exterior —suplicó.

Arkeley desechó aquel argumento encogiéndose de hombros. Le indicó al doctor que se marchara a casa a las diez de la noche, aunque Hazlitt había expresado su deseo de permanecer junto a su paciente. Arkeley le aseguro que el velaría por su seguridad durante la noche.

Una vez a solas con ella, y con el sonido esporádico del teclado como única distracción, Arkeley desenfundo el arma y la dejo encima del monitor cardiaco de Malvern, fuera del alcance de la vampira. A la hora de la verdad no tendría ocasión de utilizarla.

Los vampiros, los dos miembros restantes de la estirpe de Malvern, llegaron a las dos de la madrugada. Tenían las mejillas coloradas y sus cuerpos irradiaban un calor palpable. Aparecieron sin hacer ruidos, uno entró por la puerta principal de la sala y el otro surgió de entre las sombras azuladas. Aunque los estaban esperando, Arkeley no los vio llegar.

Mientras uno de ellos intentaba hipnotizar al agente especial, el otro cruzó velozmente la sala con los brazos extendidos para agarrarlo por los hombros, y con la boca abierta para arrancarle la cabeza de un bocado. Pero ambos se detuvieron al ver lo que Arkeley sostenía en la mano. Antes de que llegaron los vampiros, el agente federal había tomado una serie de precaucione sirviéndose de los instrumentos quirúrgicos de los que disponía la sala. Con una sierra y unos alicates, Arkeley le había extirpado a Malvern parte de la caja torácica. Un vampiro joven y saludable habría podido reparar aquel daño de forma casi instantánea, pero Malvern estaba tan falta de sangre y era tan vieja que ni siquiera se dio cuenta de lo que le estaban haciendo. La intervención quirúrgica amateur de Arkeley había dejado a la vista el corazón de la vampira, un frío pedazo de músculo negro con la consistencia de una briqueta de carbón.

Los dos vampiros dieron un paso y el estrujo ligeramente el corazón, que empezó a desmigajarse debido a aquella presión mínima. A pesar de lo débil que estaba, Malvern logró reunir a fuerza necesaria para inclinar la cabeza hacia atrás y abrió aquella boca llena de dientes con un aullido ahogado.

Los vampiros se quedaron inmóviles y se miraron el uno al otro, como si se preguntaran qué debían hacer pero sin articular palabras.

—Os voy a plantear una serie de opciones —les dijo Arkeley, que evitó establecer contacto visual directo con ellos: aunque se creía capaz de resistir sus poderes, prefería no tener que comprobarlo—. Podéis matarme, cualquiera de los dos podría hacerlo en un santiamén. Por desgracia, mi último espasmo de vida recorrería mi brazo y le aplastaría el corazón. Podéis pasaros toda la noche ahí esperando a que se me canse el brazo, pero sólo os quedan cuatros horas hasta que salga el sol. ¿Dónde están vuestros ataúdes?

Ninguno de los dos vampiros contestó. Se quedaron mirándolo con aquellos ojos rojos, esperando a oír la tercera opción.

—O también podéis marcharos —dijo, intentando que su voz sonara razonable—. De ese modo sobrevivimos todos.

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