Caxton hizo rechinar los dientes y miró por los retrovisores. Aún llevaban al Hummer H2 detrás, aunque éste tenía dificultades para seguirles el ritmo. Caxton levantó el pie del acelerador, aunque sólo un poco, para que su perseguidor no creyera que le estaba dando la oportunidad de atraparla. El Honda aún intentaba dar la vuelta después de verse frenado de forma tan brusca.
—Pronto llegaremos a la salida de New Holland, ¿la cogemos o no?
—Tendremos que fijarnos en sus movimientos e intentar deducir hacia dónde quieren que nos dirijamos —dijo Arkeley escupiendo las palabras.
Se agarraba a la maneta de la puerta con una mano, mientras que con la otra sostenía el arma en alto, apuntando hacia arriba. Si disparaba accidentalmente por culpa de las sacudidas del coche, la bala saldría a través del techo.
—Si empieza a girar hacia la izquierda...
Pero no le dio tiempo a terminar la frase: dos motocicletas se incorporaron aullando a la carretera por la vía de acceso y se aproximaron rápidamente al coche patrulla. Los motoristas no llevaban casco, si bien es cierto que tampoco tenían cara. Uno de los motoristas siervos se colocó a la derecha de Caxton y la obligó a cambiarse al carril izquierdo, de modo que no pudo tomar la salida de New Holland. Por lo menos aquello resolvía su duda. El otro motorista exprimió el ruidoso motor de su máquina y se colocó junto a la rueda delantera izquierda.
Las motos en sí no suponían una verdadera amenaza, pues Caxton podía embestirlas con un solo golpe de volante. Sin embargo, el motorista que tenía a la derecha llevaba un instrumento metálico oxidado en una mano, una cuchilla de carnicero de casi medio metro. De pronto bajo el brazo y la cuchilla golpeó el lateral del coche. La embestida provocó más ruido que desperfectos en la carrocería, pero el faro izquierdo del vehículo estalló con un chisporroteo. Estaban medio cegados, atravesando aquel bosque del averno a ciento cuarenta por hora. Mientras el piloto intentaba liberar la cuchilla, Caxton viró instintivamente hacia la izquierda para desembarazarse de él. Entonces, el motorista de aquel lado tuvo que abrirse y en el último instante logró esquivar la rueda izquierda del coche. Una lluvia de esquirlas de cristal y de metal cayó sobre el parabrisas. Los amortiguadores del coche patrulla chirriaron y las ruedas derraparon sobre el asfalto.
Caxton intentó recuperar el control del vehículo. El único faro que le quedaba barrió la superficie de la carretera de izquierda a derecha y el coche se zarandeó, aunque la agente era realmente hábil al volante. Tenía años de experiencia de conducción en condiciones peligrosas, de modo que no le entró el pánico. Enderezó el coche y cogió aún más velocidad. Era posible que al Hummer le costara seguirles, pero imaginó que los motoristas sabían hacia dónde debían llevarlos.
—¿Está seguro de que no están intentando matarnos? —preguntó Caxton.
—Al noventa por ciento —replicó Arkeley—. Normalmente los siervos conducen a las víctimas hasta su amo. Además, si morimos el vampiro no se podrá beber nuestra sangre. Por otro lado, también es posible que, si creen que soy una amenaza, prefieran ahorrarse el riesgo.
—Es usted un afamado cazador de vampiros —dijo Caxton—. Si yo fuera ellos lo consideraría una amenaza bastante seria. Joder, ¿podemos pedir refuerzos ya?
Arkeley asintió con la cabeza. No perdió ni un momento admitiendo que a lo mejor, por una vez, ella tenía razón y él estaba equivocado. Descolgó el auricular de la radio y pidió refuerzos, como debería haber hecho hacía ya un buen rato. La centralita de la Unidad H empezó a avisar a los demás coches patrulla.
Entonces dejaron atrás una señal de color naranja, tan rápido que Caxton apenas tuvo tiempo de verla. La luz fosforescente de la señal emitía un inquietante resplandor en aquella oscuridad casi absoluta. Caxton no logró leer de qué se trataba exactamente, aunque conocía el significado de una señal de aquel color: obras en la carretera.
La agente levantó el pie del acelerador. El Hummer que llevaban detrás se fue haciendo cada vez más grande en el retrovisor, pero Caxton intentó no pensar en ello. No tenía ni idea de qué iban a encontrar. Podía tratarse de un simple desvío, pero también era posible que la carretera estuviera totalmente cortada. Notó un acceso de pánico en el pecho.
El motorista de la izquierda tenía una llave inglesa. Levantó la mano con la clara intención de hacer añicos el faro que les quedaba. En aquel tramo de carretera no había farolas, se trataba de una ruta rural por la que los coches debían poder circular con su propia luz. Si les rompía el faro, se quedarían a oscuras.
Presa de una desesperación que nunca antes había sentido, giró el volante y embistió al motorista. La moto se tambaleó por el impacto y se encabritó. El motorista salió despedido contra el lateral del coche patrulla e intentó agarrarse a la puerta, pero sus dedos sin piel resbalaron inútilmente sobre la superficie de metal y cristal. Pronto se perdió de vista: en un momento estaba ahí y al siguiente se lo había tragado la oscuridad. Su moto rodó sobre el asfalto, soltando chispas.
Caxton pisó el freno y el Hummer viró bruscamente para evitar la colisión. El otro motorista la adelantó y volvió el rostro descompuesto para mirarla. Aunque no tenía los ojos fijos en la carretera, su motocicleta siguió avanzando en línea recta, hacia un cono naranja de tráfico. El cono de PVC estaba diseñado para resistir la peor de las colisiones, pero la motocicleta, no. Esta dio una vuelta de campana y le cayó encima al piloto.
Caxton pisó el freno repetidas veces. Ahora sí podía leer lo que ponía en las señales. Estaban ante un corte total de la carretera y había un desvío de emergencia, pero era imposible que lograra cogerlo. Detrás de ellos, el Hummer clavó los frenos, que soltaron un chirrido.
El coche patrulla estaba derrapando, pero no frenaba tan rápidamente como Caxton (que lo intentaba con toda su alma) habría querido. La superficie de la carretera estaba cubierta de un polvo terroso que en algunos puntos dejaba entrever un asfalto rugoso debajo. El coche se zarandeaba y botaba, y Arkeley enfundó la pistola. Finalmente, el coche derrapó unos metros más y se detuvo con rechinar de neumáticos. Se zarandeó primero hacia delante y luego hacia atrás, y los dos ocupantes se vieron propulsados contra el cinturón de seguridad. El polvo se arremolinó a su alrededor y fue posándose lentamente en el suelo. Se hizo el silencio.
Frente a ellos había una valla que cortaba la carretera, con caballetes y unas brillantes barreras anticolisión amarillas. Al otro lado, el asfalto estaba arrancado y perforado, y había un agujero de dos metros en el suelo, en cuyo interior se veían varios vehículos de obra manchados de barro, herramientas abandonadas, cajas de suministros y montones de conos. Las ramas de un viejo y retorcido arce plateado se extendían sobre la carretera y sus semillas en forma de hélice cruzaban el aire nocturno.
El faro de Caxton iluminó durante un instante algo enorme y blanco que había en lo alto de las ramas casi desnudas. La agente levantó los ojos y en ese preciso instante aproximadamente una cuarta parte de la masa iluminada se descolgó y les cayó encima como una piedra. Golpeó el capó del coche patrulla con tanta fuerza que Caxton soltó un grito. Cuando se hubo repuesto, miró a través del parabrisas y vio el cadáver de un trabajador de la construcción con un chaleco naranja que le devolvía la mirada, con ojos muertos. Tenía la garganta completamente desgarrada, lo mismo que parte de la clavícula y los hombros. Tenía la piel lívida y en su cuerpo no quedaba ni una gota de sangre.
Antes de que el coche cesara de moverse por el impacto, el vampiro saltó del árbol y aterrizó junto a Caxton. Tan sólo el grueso de la puerta lo separaba del frágil cuerpo de la agente. El vampiro le clavó los ojos y Caxton no pudo apartar la mirada.
El vampiro medía por lo menos metro noventa y cinco, pero no era tan corpulento como ella había esperado. (Tal vez se había imaginado que todos los vampiros serían tan grandes como Piter Lares). Éste en particular tenía un aire ligero y avispado que recordaba a un depredador: rápido, feroz y perfectamente diseñado. Estaba completamente desnudo y no tenía ni un pelo en todo el cuerpo. Sus orejas eran alargadas y terminadas en punta.
Caxton se quedó mirándolo. El vampiro no parecía tener ninguna prisa, como si supiera que podía matarlos cuando quisiera, en cualquier momento. Tenía los ojos rojos y brillantes y semillas de arce pegadas por todo el cuerpo. Una ligera película de sudor lo cubría de pies a cabeza. La piel, que a Caxton antes le había parecido blanca, tenía en realidad un ligero matiz rosado. Al fin y al cabo, acababa de chuparle la sangre al obrero muerto. El pobre hombre debía de ser el único que quedaba en la obra; puede que se tratara del vigilante nocturno.
El vampiro carraspeó y pareció que quería que Caxton lo contemplara un rato más. ¿Era vanidoso? ¿Quería resultarle atractivo? Y, en todo caso, ¿le resultaba atractivo? Lo mismo que con Malvern en el hospital, a Caxton le daba la sensación de que no irradiaba humanidad. Era curioso; Arkeley, por ejemplo, tampoco le parecía un tipo sensible en exceso y, sin embargo, el agente federal desprendía una especie de aura, una calidez, o quizá tan sólo se tratara de su olor. El vampiro no transmitía nada semejante. Lo único con lo que se le ocurría compararlo era con una estatua de mármol. Sus rasgos y contornos podían estar perfectamente tallados, reproducidos de forma impecable, pero nunca idéntica a un ser humano. Era como el David de Miguel Ángel: perfecto, pero duro y frío. El pene del vampiro colgaba, flácido, entre sus piernas y Caxton se preguntó si le serviría de algo. ¿Encontraba a los humanos atractivos? ¿Existía el sexo entre vampiros?
El vampiro se acercó lentamente hacia el coche y colocó una mano sobre el marco de la ventanilla abierta. Se inclinó para mirar en el interior y abrió la boca. A la vista quedaron una aterradora hilera de dientes. Caxton percibió un irritante murmullo a su espalda, como el zumbido de un mosquito. El rostro del vampiro se acercó al suyo y el zumbido aumentó de volumen. Era muy desagradable. Caxton se dio cuenta de que se trataba de Arkeley: le estaba diciendo algo, aunque no lograba comprender sus palabras. En realidad, hasta aquel momento Arkeley no había dicho nada que Caxton quisiera oír, de modo que tampoco veía por qué motivo debía prestarle atención ahora.
Las manos del vampiro la rodearon y sus poderosos dedos la agarraron por el cinturón y por la camisa del uniforme. Caxton sintió como si levitara, arrastrada sin remedio por el poder del vampiro. Con un movimiento fluido y algo desagradable, se encontró fuera del coche, colgando de las manos del vampiro. Flotaba, ingrávida, y volvió a sentirse como cuando era una niña; como cuando su padre le levantaba y la llevaba en brazos de un lugar a otro. ¡Qué maravilloso había sido dejarse llevar por aquellos abrazos! ¡Qué placer le había producido ser una muñeca en brazos de su padre!
Volvió a mirar al vampiro, pero éste tenía la cara girada. Caxton frunció el ceño, pues ardía en deseos de que la volviera a mirar una vez más. En la frente del vampiro apareció de pronto un orificio, un boquete negro, enorme y palpitante, del que empezaron a manar fluidos negros y esquirlas de hueso. Un segundo agujero apareció en su mejilla. Caxton vio cómo le estallaba la parte posterior del cráneo y de repente, inesperadamente, estaba cayendo.
¡Zas! Impactó contra el suelo. Sintió un fogonazo de dolor en el brazo, como una descarga.
El golpe contra el suelo le vació los pulmones. Caxton jadeó; no se había dado cuenta de que hubiera estado conteniendo la respiración. De pronto volvía a oírlo todo, aunque hasta ese mismo momento no había sido consciente de estar sorda. Se miró las manos y luego alzó la mirada y vio al vampiro. Aquello no era ninguna estatua de mármol; aquello era una bestia, un monstruo de dientes afilados y ojos inyectados en sangre. Y aquella bestia iba a matarla. En realidad, ya lo habría hecho si Arkeley no le hubiera disparado dos veces a la cara.
—¡Dios! —exclamó Caxton—. ¡Dios!
El vampiro había recibido dos balazos y la había soltado. Estaba herido (y era una herida bastante fea), pero Caxton sabía que no iba a ser suficiente. Se alejó de él gateando. Entonces tuvo un ataque de pánico y a punto estuvo de devolver.
El muy hijo de puta la había hipnotizado. Desenfundó el arma y se volvió para dispararle al corazón, tantas veces como pudiera. Pero apenas le dio tiempo a sacar la automática de la cartuchera, pues en aquel momento la mano del vampiro la agarró por el cuello. Se había alejado a toda velocidad de él, pero éste la había alcanzado aún más rápido. El vampiro la lanzó por los aires en el preciso instante en el que dos disparos más hacían vibrar el aire de la noche. Caxton estaba volando y en esta ocasión sabía que el golpe al aterrizar le iba a doler. Chocó contra un caballete de color naranja y blanco, que le golpeó justo debajo del ombligo y en la parte superior del muslo. Siguió rodando y rodando, y se golpeó también ambos fémures, que se combaron y a punto estuvieron de astillarse. Intentó detenerse, pero llevaba tanto impulso que salió despedida por encima de la barrera y cayó dentro del agujero que había al otro lado, el lugar donde habían levantado la calzada.
Caxton cayó casi dos metros que parecieron dos kilómetros, con las manos tratando de atrapar el aire desnudo y las piernas agitándose como un molinillo. Aterrizó con estruendo en un charco y el barro casi helado se le metió en los ojos, en la boca y en la nariz. Estuvo a punto de ahogarse, de asfixiarse. Escupió, se llevó las manos a la cara e inspiró tan profundamente que le dolieron hasta las costillas.
Aún seguía viva.
Arriba, más allá de la pared negra de la zanja, resonaron otros dos disparos. Y luego otro más. Caxton esperaba oír un cuarto disparo que nunca llegó. ¿Estaría Arkeley muerto? De ser así, estaba completamente sola en el fondo del hoyo. Se levantó y miró a su alrededor, pero no vio ninguna salida: no había escalera, ni una rampa, ni siquiera una cuerda por la que trepar. Con tiempo, es probable que encontrara una forma de salir; aunque dudaba de que fueran a concederle el tiempo necesario.
Justo cuando estaba pensando en ello, el vampiro apareció en lo alto de la barricada. Inclinó la cabeza y la miró: sus ojos eran dos espejos rojos que recogían la luz de las estrellas y la proyectaban sobre ella. Con una náusea, Caxton apartó la mirada.