Mientras tanto, pensé, un asesino con un arma de gran calibre anda suelto entre nosotros. Así pues, podíamos albergar la esperanza de que esa persona tuviera una razón para matar a Cato Hammer, y ninguna intención de hacernos daño a ninguno de nosotros. Mientras esperamos a la policía, pensé, pero no lo dije, podemos rezar a los dioses en que crea cada cual para que el autor del crimen sea una persona racional, con un objetivo claro, y que no crea que alguno de nosotros sabe quién es él o ella. Y que él o ella tampoco encuentre ninguna razón para sospechar que alguien quiere investigar el caso aquí y ahora.
—Tranquilos —dije con una sonrisa—. Todo irá bien.
BRISA DÉBIL
VELOCIDAD DEL VIENTO: 3,4 − 5,4 m/s
El viento es considerable y puede llegar a molestar.
La nieve que cae parece moverse mucho más deprisa horizontal que verticalmente.
Sin duda me estaba oxidando.
Cuando Adrian me entregó la lista que había confeccionado, me quedé impresionada. El único problema era que ya no tenía ni idea de qué hacer con ella. Tal vez cuando le pedí que me la hiciera, tenía la esperanza de que fuera completa. El hecho de haber pensado algo semejante, me hizo entender que me encontraba más lejos del distrito policial de Oslo de lo que me había sentido en años.
El documento habría servido si hubiese contenido una lista completa de todos los pasajeros, y de lo que cada uno se había traído del tren. Una lista de esas características presuponía que alguien se hubiera dedicado a hacerla antes de que la gente empezara a llegar al hotel. Un exhaustivo registro, como en una cárcel. Los papeles que el chico me alcanzó con gesto tímido apenas aportaban lo obvio. Me impresionaron sobre todo por su aspecto artístico, y me descubrieron cosas sobre Adrian.
—Gracias —dije con sinceridad.
—Vale.
Cuando hube leído lo suficiente, levanté la vista y lo miré. Enrollé los papeles antes de meterlos en un bolsillo de la silla de ruedas. Él seguía de pie delante de mí, desconcertado y cabizbajo.
—A pesar de todo, tuviste algún punto de referencia en tu infancia —dije—. Yo también. Para mí eran las cabañas en los árboles.
—¿Qué?
—Para mí eran las cabañas en los árboles. De niña tenía un vecino que era carpintero. También era nuestro portero. A decir verdad, creo que solo lo tenía a él. Los demás adultos de mi entorno no gastaron mucha energía en mi existencia. Se me da muy bien construir casas en los árboles.
Adrian miró con escepticismo la silla de ruedas.
—Se me daba —me corregí a mí misma—. Se me
daba
muy bien. Extremadamente bien.
—¿Para qué vas a emplear la lista?
—Podría resultarme útil. ¿A quién tenías tú? ¿Quién te ha enseñado esta increíble caligrafía?
—¿Ha pasado algo? —preguntó, restregando con la punta del zapato el gastado suelo de madera.
—Sí.
—¿Qué?
Me ahorré tener que inventar una respuesta. Geir Rugholmen llegó corriendo. Sin decir nada, cogió mi silla y me llevó hacia la cocina. Adrian nos siguió a unos pasos, pero se detuvo cuando Geir lo regañó.
—No me gusta que me lleven —dije al cerrarse la puerta tras nosotros.
El cadáver ya no estaba. Como no habrían podido sacarlo por la recepción sin que yo los hubiera visto, supuse que lo habían metido en la cámara de congelación. Por otra parte, no estaba del todo segura de que no hubiera otra salida de la cocina.
Al pensar en la cámara de congelación, me acordé de que tenía hambre, y me llevé una mano al estómago.
—Escúchame —dijo Geir poniéndose delante de mí—. Ahora escúchame. —Su voz era más alta que de costumbre—. Hice lo que me dijiste.
Tosió y se agachó, de modo que su cabeza quedó más baja que la mía. No sabría decir si era mejor que mirarlo desde abajo.
—He subido al apartamento de la última planta. De hecho, hay tres apartamentos, los números 17, 18 y 19. Comparten un pasillo, donde hay un guardia.
Como si no se fiase de que lo estaba escuchando, esperó a que yo reaccionara antes de proseguir.
—De acuerdo —dije encogiéndome de hombros—. Un guardia de seguridad. Pero con tanto misterio no debería sorprenderte. Claro que tienen un guardia.
—Un guardia armado.
Algunas personas me han conocido de verdad. No muchas, claro, y hasta que cumplí veinte años solo el carpintero de la casa vecina hizo alguna vez un intento sincero de ver quién era yo. Desde entonces son muchos los que lo han intentado. Demasiados, un número insoportable, pero he sido lo bastante fuerte para impedir que lo lograran en la mayoría de los casos. Cuando empezaron a fallarme las fuerzas, dejé de permitir que lo intentaran.
Pero aún quedan algunos. Todos acaban diciendo lo mismo, quejándose y acusándome: Hanne se encierra en sí misma. En cualquier discusión, desde la bronca más escandalosa hasta la conversación más simple, tarde o temprano llego a un punto en que no tengo nada que compartir. Más bien temprano, dicen. Demasiado temprano, dice todo el mundo.
Pero yo siempre pienso mejor cuando estoy sola.
—¡Hola!
Geir me sacudió un brazo.
—¿Has oído lo que he dicho? ¡Hay un guardia armado en el pasillo que conduce a los tres apartamentos de arriba!
—¿Qué clase de arma? —Lancé la pregunta al aire, solo por decir algo.
—¡Cómo voy a saberlo! Un fusil automático. O una pistola, quizá, o una mezcla de los dos.
—¿Hiciste el servicio militar?
—Fui objetor de conciencia. Hice el servicio civil. Llevaba a viejos en sillas de ruedas a la residencia.
—¿No practicas la caza?
—¡No, joder! No sé nada de armas, pero hasta mi hijo de cinco años habría sabido que lo que sostenía ese tipo era un arma.
—¿Era noruego?
—¿Cómo?
—¿Era noruego el hombre del arma?
—¡Claro que era noruego! ¡No creo que haya venido hasta Finse un maldito escuadrón extranjero!
—Hay escuadrones en aviación y en la armada —dije—. En el ejército no. Además, no creo que se trate de algo militar. ¿Cómo sabes que era noruego?
Geir se levantó con un ostensible suspiro.
—Hablaba noruego. Tenía una pinta muy noruega. En otras palabras: era totalmente noruego.
—¿De qué hablasteis?
La cosa empezaba a parecerse a una conversación y Geir se tranquilizó. Buscó con la mirada un lugar donde sentarse.
—Yo le dije hola —respondió y dio un salto para sentarse en la encimera donde hasta hacía poco habían reposado los restos de Cato Hammer—. Y me presenté. No me dejó decir nada más.
Esperó en vano mi reacción.
—Se limitó a decir que me alejara —prosiguió con impaciencia.
—¿Te apuntó con el arma?
—¿Si me…? No. Me ordenó con bastante firmeza que me fuera. No había entrado del todo y entorné la puerta antes de intentar decir algo más. Me interrumpió y repitió la orden. Váyase de aquí. Eso fue lo que dijo. Varias veces.
Esa era la prueba definitiva de que los miembros de la familia real no se encontraban en Finse esa tormentosa noche de febrero. No habrían necesitado ni deseado una protección de ese tipo. Entonces, ¿quiénes eran?
La respuesta que me vino a la mente fue aterradora.
Un enorme estruendo me hizo retroceder tan deprisa que la silla estuvo a punto de volcar.
Un frío helador entró por la ventana rota y en un par de segundos varios metros del suelo de la estancia estaban cubiertos de nieve. Con los remolinos de nieve y el bramido del viento el aire se volvió de un blanco grisáceo, y me costaba respirar. Berit Tverre entró corriendo. Por la habitación volaban papeles y cristales; me incliné hacia delante en la silla, con las manos entrelazadas sobre la nuca, como si fuera en avión y estuviera a punto de estrellarme y solo pudiera esperar que todo saliera bien. Antes me había fijado que de unos ganchos que había bajo la campana extractora colgaban unos diez cucharones de distintos tamaños. Ahora estaban volando por la cocina y uno me alcanzó sin fuerza en la cabeza.
En otros tiempos se me daba muy bien calcular el tiempo.
Era capaz de adivinar la hora con gran precisión, sin la ayuda de un reloj. Resultaba muy útil. Esa facultad, o tal vez se tratara de intuición, ha desaparecido. Me confundo. Dudo, vacilo. En aquel momento no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado hasta que se hizo repentinamente el silencio. Es cierto que el vendaval seguía rugiendo, pero al menos lo hacía al otro lado de la pared. En comparación con el infierno que surgió al romperse la ventana, aquello era un silencio sepulcral.
Dejé de cubrirme la nuca, y levanté la cabeza despacio.
Berit y Geir se sentaron agotados bajo la ventana más pequeña en la parte de la cocina que se empleaba para preparar la comida. La ventana estaba tapada con un gran tablón de madera. En la cocina seguía haciendo un frío gélido, pero la nieve del suelo estaba a punto de derretirse.
—Gracias —dije casi sin querer.
Los dos se echaron a reír. Se quedaron sin aliento de tanto reír, y agitaron sendos martillos en el aire, como si hubiesen vencido en una pelea a vida o muerte. Lo cual de alguna manera era cierto.
—Estupendo —dijo una voz—. ¿También pueden joderse las ventanas aquí?
Adrian había entrado en la cocina sin que nos hubiéramos dado cuenta. Dio unos pasos titubeantes desde el fregadero, separado por una media pared de la cocina en sí.
—¿Hay más gente ahí fuera? —pregunté.
—No. La gente está durmiendo. ¿También pueden joderse los ventanales?
Berit se levantó y tendió la mano a Geir para ayudarlo a levantarse.
—No —contestó con contundencia—. Esta ventana de aquí lleva mucho tiempo en mal estado. Debería haberla asegurado al comienzo del vendaval.
Adrian se rió entre dientes, como si tuviera poca fe en lo que la directora del hotel acababa de decir. Más bien parecía esperar ilusionado el estruendo que estaba por llegar.
Yo me sacudí la nieve del jersey y de la silla. La repentina entrada del vendaval en el hotel había interrumpido una conversación de la que yo quería zafarme.
—Ven —le dije a Adrian avanzando con la silla en dirección a la recepción—. Dejemos a esta gente la tarea de recoger.
El metal de las ruedas de la silla estaba tan frío que al cerrarse la puerta detrás de mí me escocían las manos. Estaba muy preocupada, pero por desgracia mi inquietud no tenía nada que ver con la situación meteorológica.
—¿Qué está pasando aquí?
Adrian se había sentado en el alféizar, de espaldas al cristal y con las piernas sobre la mesa. Tenía los brazos cruzados elocuentemente sobre el pecho. Opté por ignorarle. Entonces se incorporó.
No había manera de mantener en secreto el asesinato de Cato Hammer. Lo supe al ver su cadáver. El pastor era una de las figuras más conocidas en el tren, y no había pasado precisamente inadvertido la noche anterior. Aunque un buen número de pasajeros había dado muestras de escepticismo y desaprobación, otros claramente lo apreciaban. Por lo que había oído decir, de hecho se había celebrado una especie de ceremonia religiosa en el salón. Bastante lograda, según comentó un matrimonio mayor que pensó que estaba dormida. Además, había acudido bastante gente. Cato Hammer podría haber planificado algún acto también para la mañana; además, el hombre formaba parte de un grupo numeroso.
Tarde o temprano alguien haría preguntas sobre la desaparición del futbolístico pastor. La cuestión era si entretanto debía mentir a Adrian.
—¿Acaso tienes problemas de oído? ¿Qué está pasando? ¿Por qué estáis siempre metidos en la cocina?
Miré al chico fijamente.
En teoría había ciento noventa y cuatro sospechosos en este caso, ya que con toda seguridad solo podía descartar al bebé vestido de rosa y a mí misma. Si fuera físicamente posible moverse de un lado a otro en el pueblo de Finse con semejante vendaval, habría que ampliar el grupo de posibles asesinos. Aparte de los pasajeros del tren alojados fuera del hotel, tenía entendido que había más gente por ahí, como el extraño propietario de la cabaña y cuatro carpinteros polacos que estaban restaurando uno de los apartamentos del Edificio Electro.
Un número indeterminado, pero limitado, de posibles asesinos.
Adrian era uno de ellos.
—¿Estás completamente ida, o qué? ¡Hanne! ¡Hola, hola!
Era la primera vez que el chico me llamaba por mi nombre. No tengo ni idea de cómo lo sabía. Habría escuchado la conversación entre el doctor Streng y yo cuando el médico me examinó la herida.
Adrian se había mostrado muy agresivo el día anterior. Sin embargo, estaba convencida de que su ataque al pastor había sido expresión de un desprecio general por los adultos. Y en especial por las autoridades. Y muy en particular por todos los equipos de fútbol que no fueran el Vålerenga.
—Mírame —dije por fin.
—¿Qué?
Se tapó más la cara con el gorro.
Yo me incliné hacia delante y se lo eché hacia atrás.
—Mírame —repetí—. ¿Qué tienes tú en contra de Cato Hammer?
—¿Cato Hammer? ¿Ese idiota del Brann?
No vi ni sombra de vergüenza o miedo. Al contrario, entornó los ojos con aire de desprecio, y cuando apartó la vista de la mía fue como si mirara a su alrededor con la esperanza de ver al pastor y echarle otro rapapolvo.
—Con el fútbol no se juega —resopló—. El Brann no mola. ¡Y el tío no habla el dialecto de Bergen! ¡Ni siquiera ha vivido allí! No es…
—Muy pocos hinchas del Vålerenga han nacido y crecido en la parte este de Oslo —le interrumpí—. ¿Dónde creciste tú?
Una pregunta tonta, pues probablemente Adrian se hubiera criado a trancas y barrancas en todas partes y en ninguna. No contestó.
—Cato Hammer ha muerto —dije.
Se quedó pasmado durante unos segundos, hasta que me miró con los ojos entornados, incrédulo. Cuando por fin abrió la boca para decir algo, me pareció ver una sombra de miedo en su cara. Justo en ese instante se oyó un estruendo en las escaleras. Me volví por acto reflejo. Una familia de cuatro miembros bajaba ruidosamente hacia la recepción, con un perro de aguas portugués atado. Ladró al verme.
—Son las siete —bramó el padre con entusiasmo—. ¡Un nuevo día, nuevas posibilidades!
—¿Qué ibas a decir? —pregunté a Adrian en voz baja, intentando captar de nuevo su mirada—. Me pareció que estabas a punto de decir algo.