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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

BOOK: 1222
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—Mierda —murmuró—. He tenido una pesadilla.

Antes no había visto que llevara ese jersey. Le iba un poco apretado, incluso para su escuálido cuerpo. Se había dejado puesta la enorme chaqueta con capucha debajo del jersey de lana; le sobresalía por el cuello y por los brazos, como si el chico estuviera atrapado en un capullo e intentara salir.

—No deberías dormir con ropa tan ceñida.

—Tengo frío —respondió con un bostezo.

—Intenta vestirte al revés —dije—. Ponte primero el jersey de lana y luego la chaqueta de capucha.

—Me pica mucho.

—¿Prefieres tener frío o que te pique?

El chico no contestó e hizo una mueca al volver la cabeza.

—Puedo dejarte mi chaquetón de plumas para que te tapes —le ofrecí señalando el tresillo del bar.

De todas formas, yo no conseguiría dormir más esa noche.

—Me lo ha prestado Veronica —murmuró refiriéndose al jersey de lana—. Lo tejió ella misma.

—Así que se llama Veronica.

Esbozó una sonrisa y levantó la vista.

—Mira esto…

Se subió ligeramente el jersey. En la parte inferior delantera llevaba bordado el logo del club de fútbol Vålerenga, con unas toscas letras apenas legibles. Adrian se rió un poco, una risa seca y extraña.

—En realidad es un poco tonto llevar el logo tan abajo.

—No te pega nada esa afición al fútbol —dije—. ¿No deberías dormir un poco más?

En lugar de contestar, Adrian se sentó y apoyó los pies en el suelo. Bostezó largamente. Tenía mal aliento, olía a alcohol rancio.

—¿Quién te ha dado alcohol? —le pregunté.

—Alguien.

—¿La misma que te ha dejado el jersey?

—Y una mierda.

Me fui con mi silla.

—En realidad es injusto —oí murmurar a Adrian—. A algunos les dejaron traerse el equipaje del tren. A mí no. ¿Y a ti?

—Estaba inconsciente —dije mientras intentaba sacar chocolate caliente de la máquina del bar—. De modo que la respuesta es no.

—Mi iPod se quedó allí. Y la ropa. Ni siquiera tengo cepillo de dientes.

—Puedes comprar uno abajo.

La máquina estaría desenchufada, porque no había ninguna luz encendida. Maniobré para dar la vuelta al mostrador en busca del cable, cuando se me ocurrió una idea.

—Tú estabas consciente durante el rescate —afirmé en tono indiferente—. ¿Te fijaste en si la mayoría pudo traerse sus bártulos?

—Nooo…

Adrian dudaba.

—La señora esa con el bebé de color rosa gritaba como una loca porque no querían traerle el cochecito. Y luego había un tío que quería llevarse una maleta enorme. No le dejaron. Yo en realidad no pensé mucho en mi bolsa. Al menos en aquel momento. Solo quería salir de allí…

—¿Te rescataron pronto?

—¿Pronto?

—Sí, ¿fuiste de los primeros que llegaron al hotel?

Había desistido de poner en marcha la máquina de chocolate caliente, y miré a Adrian. Se sonrojó.

—Apenas tengo quince años, ¿sabes? No paran de decirme que solo soy un niño, un niño.

Puso una voz que pretendía parecerse a la de una funcionaria de mediana edad de la protección de menores.

—¡… así que por eso tengo derecho a ser salvado de los primeros!

—Cierto. Lo que significa que estabas aquí cuando esto empezó a llenarse de gente. ¿Recuerdas algo más sobre el tema del equipaje?

Adrian se levantó y se acercó. Examinó la máquina por delante y por detrás con movimientos rápidos. Luego se arrodilló, encontró una clavija y la metió en un enchufe que no pude ver.

—Ahora funcionará —dijo—. ¿Llegas?

—Sí, gracias.

—En realidad había poco equipaje —dijo pensativo—. Ahora que lo preguntas. La gente entraba a trompicones, congelados y jodidos. Pero algunos hombres, esos tipos de negocios con traje y todo eso, se aferraban a sus portátiles más o menos como la señora del vagón se aferraba a su niña. Y luego había una vieja con una bolsa donde llevaba su labor de punto. Al menos eso fue lo que dijo. Y Veronica llevaba su bolsa negra. Y luego…

—¿Podrías anotarme todo eso, Adrian?

—¿Qué?

—¿Puedes hacerme el favor de anotarme lo que recuerdas del equipaje? De quién llevaba qué.

—¿Anotar? No veo por aquí ningún ordenador. ¿Lo ves tú?

—A mano, Adrian. Puedes escribirlo a mano.

De repente el chico estaba ocupado en llenar una taza de chocolate caliente.

—No me importa que tengas mala letra —dije.

—No me da la gana —murmuró—. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Porque te lo pido humildemente. Y porque sería importante para mí. Y porque creo que en el fondo, muy en el fondo, eres un chico muy bueno y muy majo…

Al menos tenía edad suficiente para captar la ironía. Sabía sonreír. El chocolate salió ardiendo del dispensador.

—Muy bueno y muy majo —repitió—. Seguro.

Se quemó con la bebida caliente.

—Papel —dijo abriendo la boca.

—Encontrarás algo ahí —dije señalando la recepción—. Y bolígrafo también.

Se encogió de hombros y arrastró los pies por la sala con la taza en la mano. Llevaba todavía el ceñido jersey de lana que le marcaba el delgado torso y que producía un efecto un poco absurdo encima de los enormes vaqueros, anchos y demasiado largos.

Se oyeron pasos en la escalera. Al principio pensé que el ruido procedía de fuera.

—¿A qué venís aquí? —dijo Adrian malhumorado—. ¿No sabéis la hora que es?

Pero Magnus Streng saludó amablemente al chico con un gesto mientras se acercaba a mí.

—Me dicen que está usted informada —susurró—. Me haría un gran favor si viniera conmigo a la cocina… con el fin de… de repasarlo todo.

—Yo ya he repasado lo que merece la pena repasarse —contesté en voz baja sin quitarle ojo a Adrian, que trasteaba en la recepción—. ¡Adrian, se supone que ibas a buscar papel! ¡No a rebuscar en cosas ajenas!

—Hágame el favor.

El doctor Streng insistió. Vacilé un instante, giré la silla e hice un gesto imperioso en dirección a la puerta de la cocina, de la que colgaba un gran cartel de metal que decía: «Es muy peligroso tocar los cables con caña o hilo de pescar».

Adrian se quedó solo.

Cuando volví, el chico había confeccionado una lista valiosa. En primer lugar era muy rica en detalles. Ciertamente, no había observado a todos los pasajeros en el momento de llegar al hotel, pero el documento contenía una precisa descripción de más de cincuenta pasajeros y de lo que estos se habían traído del tren. Solo nombraba a seis de ellos por su nombre, lo que era lógico, pues antes del descarrilamiento del tren no conocía a nadie. Los demás estaban descritos de un modo tan acertado que enseguida supe a quién se refería. El chico era un observador fuera de serie, sobre todo teniendo en cuenta que siempre llevaba un gorro que le tapaba los ojos. Al parecer, también tenía la capacidad de trabajar deprisa, pues yo no debía de haberme ausentado más de cuarenta minutos.

Aun así, lo más espectacular era el aspecto de la lista. Su letra era pulcra y regular como de máquina, y su tipo de caligrafía no se ha enseñado en los colegios noruegos desde antes de la guerra. Aunque era una hoja de papel en blanco y sin líneas, era como si Adrian hubiese empleado una regla. Se veían puntos y aparte y márgenes rectos, finos lazos y bonitas mayúsculas, como sacados de un libro de caligrafía. Además, en todo ese escrito de seis páginas no encontré una sola falta de ortografía.

Pero cuando seguí al doctor Streng y a Geir Rugholmen hasta la cocina, no sabía nada de todo eso. Antes de que la puerta se cerrara detrás de mí, lo único que pensé al echar una mirada al chico fue que me hubiera gustado saber a qué hora se había puesto a dormir en el alféizar.

Era poco probable que yo fuera la única que oyera su comentario cuando Cato Hammer pronunció el que sería su último discurso ante un grupo de personas desde encima de la mesa.

Lo único que deseaba era que nadie se hubiera dado cuenta del exabrupto de Adrian.

Nadie más que yo, quiero decir.

6

—En realidad creo que era un buen hombre —comentó el doctor Streng bamboleándose lentamente alrededor del cadáver de Cato Hammer—. A pesar de que hizo muchas tonterías. Mantenía sus luchas internas. Ya lo creo que sí. A veces tenía muchos problemas. Tanto con su Dios como con ese señor diabólico de allí abajo.

—Habla usted como si lo hubiera conocido —intervine.

El médico no contestó. Se limitó a hacer un gesto afirmativo y elocuente con la cabeza, mientras examinaba detalles del cuerpo muerto. La nariz, que tenía un extraño color entre azulado y amarillento. Los ojos, espantosamente abiertos, aunque yo recordaba habérselos cerrado antes. Se detuvo en el brazo destrozado y se inclinó hacia delante con mirada escrutadora. Geir Rugholmen se apresuró a explicar su pequeño accidente durante el transporte del cadáver. El doctor Streng hizo un gesto tranquilizador con la mano derecha, y siguió dando la vuelta alrededor del muerto.

—Me debo al secreto profesional —declaró por fin, sin apartar la mirada del cadáver—. Pero dadas las circunstancias, puedo decir que Cato Hammer fue en su día paciente mío. De hecho, lo fue hace unos años. Aparte del puesto en la universidad, yo tenía una pequeña consulta privada. Como las necesidades médicas de Cato Hammer se encontraban algo, por no decir bastante, alejadas de mis competencias, tras dos o tres visitas lo remití a otro médico.

Se detuvo, se llevó las manos a la espalda y se meció sobre los dedos de los pies. Parecía un pingüino haciendo guardia.

—Mmm —murmuró varias veces, sin que yo fuera capaz de entender qué quería decir.

—¿Qué?

—¿Cómo? —preguntó Streng sorprendido.

—¿Qué le pasaba?

—Sufría de la incurable soledad del alma. Ya lo creo.

—No daba exactamente la impresión de soledad —murmuró Geir.

—Hablo del alma, mi buen hombre. De los conflictos del espíritu. Sobre la eterna lucha entre el bien y el mal. O, en el caso de Cato Hammer, entre Dios y Satanás. No son asuntos fáciles. En absoluto.

Vaya, vaya, pensé, pero por suerte logré callarme.

—Lo remití a un psiquiatra —dijo Streng tras una profunda inspiración—. Aunque en mi opinión habría sido mejor que hablara con un teólogo sabio y experto. Se lo dije, pero no sirvió de nada. Creo simplemente que no se atrevía.

En la cocina se hizo el silencio, como si el hecho de enterarnos de que el famoso fanfarrón de la televisión Cato Hammer había necesitado ayuda psiquiátrica nos incomodara.

—Habría sido deseable —dijo el doctor Streng tan repentinamente que me sobresalté.

Y se detuvo. Miró con los ojos entornados el orificio de la bala. Tenía la cabeza casi a la altura del cadáver, pero no buscó nada en qué subirse.

—Habría sido deseable… —repitió— …que alguien se hubiese preocupado de tomar la temperatura del cuerpo cuando se lo encontró.

Geir captó mi mirada. La única señal de que disfrutaba con la situación fue un leve movimiento en la comisura de los labios. Y no me traicionó. Se limitó a encogerse de hombros como para lamentarse y dijo:

—En este hotel solo hay termómetros electrónicos. Para uso médico, quiero decir. Y no nos pareció muy útil tomar la temperatura de un cadáver en la oreja.

—Está bien —dijo Streng—. Pero lo mejor habría sido el hígado. Un termómetro de horno habría servido. Hay, ¿no? Porque el cerebro está, como sabemos, un poco… dañado…

Levantó con cuidado la cabeza de Hammer para examinar el brutal orificio de salida.

—… de manera que el método más sencillo habría sido meterle el termómetro por aquí… —explicó, señalando las fosas nasales del pastor— hasta dentro del cerebro. No nos habría dicho gran cosa. ¿A qué hora lo entraron en el hotel?

Geir miró el reloj.

—Hace algo más de una hora.

—Es un cálculo sencillo —dijo Magnus Streng—. En principio se tarda veinticuatro horas en reducir a la mitad la diferencia de temperatura entre el cuerpo y el exterior. En otras palabras: si hay veinticinco grados bajo cero fuera, y suponemos que Hammer era un hombre sano y ágil, con una temperatura corporal de treinta y siete grados, la diferencia…

—Sesenta y dos grados —calculé.

El médico sonrió y asintió con la cabeza.

—Veinticuatro horas en la nieve daría a nuestro hombre una temperatura basal de seis grados —añadí—. Treinta y siete menos la mitad de sesenta y dos, que es treinta y uno. Seis grados. Eso lo llamo yo muerto. Pero el hombre no estuvo ahí mucho rato. Además, lleva ya algún tiempo aquí dentro, y estaba parcialmente cubierto por la nieve, lo que tiene que haberlo protegido. Y también el fortísimo viento constituye un factor de inseguridad a la hora de determinar su temperatura real. Además…

Streng volvió a sonreír, levantando sus manos rechonchas.

—Ya, hace rato que sé lo que quieres decirme.

Berit Tverre entró en la cocina. Llegaba sin aliento, y aún no había tenido tiempo de quitarse toda la ropa de abrigo. Su voz casi dejó de oírse cuando pasó por detrás de la media pared de la cocina forcejeando para quitarse el gran anorak.

—No sirve de nada. He hecho el experimento tres veces. La primera vez la nieve cubrió al señor Col en cuatro minutos y medio. La siguiente vez tardó casi un cuarto de hora. Por último, la nieve lo cubrió con tanta rapidez que ni siquiera pude medir el tiempo correctamente.

—Lo que significa… —dije— que en este caso habrá que confiar en una operación táctica a la vieja usanza.

—La cual, según lo que dijiste, será fácil.

Miré sorprendida a Geir.

—Lo dijiste cuando estuviste aquí —explicó—. Dijiste que esta investigación sería extraordinariamente fácil. O algo por el estilo. ¿Es lo que opinas?

Asentí levemente con la cabeza.

—Tenemos un número muy limitado de sospechosos, y todos se han quedado atrapados en este lugar. El área geográfica a investigar es sumamente limitada. Creo que el asesinato estará resuelto en un par de días. Después de que la policía se encargue del caso, claro está. Primero tiene que empezar.

—¿Y mientras tanto? —preguntó Berit Tverre en tono indeciso.

—Mientras tanto podéis hacer lo que os dije: ir a buscar a uno de los policías que, supongo, se encuentran de servicio en el apartamento de la última planta, o lo que recomendáis a todos los demás: relajaros y esperar tranquilamente. En algún momento tendrá que cesar este huracán.

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