De un momento a otro llegarían los resultados.
Después de haber pasado una noche lívida e insomne, Russell y Vivien se encontraban en el despacho del capitán y compartían con él la frustración y la impotencia frente al individuo que los estaba desafiando.
Por fin, Bellew dejó de moverse por el despacho y se sentó en su silla. No por ello encontró la paz.
—Hubo llamadas de todas partes. El presidente, el gobernador, el alcalde. Cada maldita autoridad de este país ha cogido el teléfono para llamar a otra maldita autoridad. Y todos se concentraron en el jefe de policía Willard. El cual, como era de esperar, me llamó enseguida.
En silencio, Russell y Vivien aguardaron el resultado del desahogo de Bellew.
—Willard siente que toca fondo y, de paso, me arrastra en su hundimiento. Tiene complejo de culpa por haber pecado de prudente.
—¿Y tú que le has dicho? —preguntó Vivien.
—Le he dicho que por un lado todavía tenemos la seguridad de estar siguiendo la pista justa. También le he recordado que cuantas más personas conozcan los detalles, más posibilidades hay de una filtración. Si esto llegase a oídos de Al Qaeda sería una verdadera catástrofe. Tendríamos una competencia despiadada en la caza de aquella lista. Piensa en cómo se les haría agua la boca. Una ciudad minada, sólo falta que explote. Si esto fuera de dominio público, en tres horas Nueva York se transformaría en un desierto. Con el follón que podéis imaginar. Autopistas colapsadas, heridos, bandas de saqueadores, gente perdida deambulando por todas partes.
Vivien lograba imaginar la escena con bastante detalle.
—¿Y el FBI y la NSA qué dicen?
El capitán apoyó los codos en la mesa.
—Poco y nada. Sabes que los de la nobleza no se desmelenan con facilidad. Parece que siguen por su cuenta unas pistas de terrorismo islamista. Por ahora no hay muchas presiones de su parte, al menos esto es algo positivo.
Durante todo la conversación entre Bellew y Vivien, Russell se había quedado absorto, como siguiendo un hilo lógico personal.
En cierto momento intervino para hacerles partícipes de sus cavilaciones.
—Lo único que nos relaciona con la persona que ha puesto la bomba es Mitch Sparrow. Creo que no quedan dudas sobre que se trata del cadáver emparedado. También es cierto que el portadocumentos con las fotos no era suyo, es probable que lo haya perdido el que metió en el cemento al pobre tipo. O sea que en las fotos, la del gato y la sacada en Vietnam, está el retrato de su asesino. Yo creo que Sparrow descubrió lo que el otro estaba haciendo, y para que no hablara, ese hombre lo mató.
De parte de Bellew llegó una conclusión que era la consecuencia directa de lo que acababa de decir Russell.
—O sea que trabajaban para la misma empresa.
—Si lo hacían todo el tiempo o de vez en cuando no lo sé —dijo Russell—. Pero hay algo indiscutible: trabajaban en el mismo lugar cuando Sparrow fue asesinado.
Durante un momento Russell quedó absorto, como si quisiera reordenar las ideas. Vivien estaba maravillada con esa concentración.
—La persona que buscamos es el hijo del que ha puesto las minas, seguro. Tal vez el padre era un veterano de Vietnam, uno de esos que regresaron con la mente hecha papilla. La guerra transformó a muchos soldados. Algunos no perdieron la costumbre ni, sobre todo, el gusto de matar, y siguieron haciéndolo en la vida civil. Mi hermano lo comprobó muchas veces.
Vivien percibió que el fantasma de Robert Wade reaparecía en la voz de Russell, pero sin ansiedad. Lo observó y vio un rostro que conocía lo que era mirar varias realidades. Experimentó un pequeño brote de felicidad. Pero pronto las preocupaciones inmediatas se impusieron.
Russell siguió con su racional exposición de los hechos sin darse cuenta de lo que había sentido Vivien.
—Por desgracia, está claro que si quien escribió la carta y colocó las bombas tenía problemas mentales, su hijo los ha heredado multiplicados. Por el modo en que está escrito el mensaje me parece que nunca tuvo la ocasión de conocer a su padre, que se le presentó después de muerto. Me pregunto el porqué.
Russell se interrumpió, como si la respuesta a aquella pregunta fuese de vital importancia.
Como si quisiera conceder una pausa de reflexión a los presentes, el teléfono del capitán empezó a sonar. Bellew alargó la mano y se lo llevó a la oreja.
—Bellew.
Se quedó escuchando en silencio. Tanto Vivien como Russell vieron que apretaba los dientes. Cuando colgó, su expresión revelaba ganas de romper el teléfono.
—Era el jefe de los artificieros que han examinado las ruinas del Hudson. —Hizo una pausa y luego dijo lo que todos esperaban—: Ha sido él otra vez. El mismo explosivo, el mismo tipo de detonador.
Russell se puso de pie, como si después de esa confirmación tuviese necesidad de moverse.
—Se me ha ocurrido algo. No soy un experto pero él, para decidir poner en práctica lo que su padre sólo había proyectado, necesariamente debe de ser un psicópata social o algo parecido, con todas las implicaciones y características de este caso particular.
Se volvió hacia Bellew y Vivien.
—He leído que estas personas suelen tener un fuerte mecanismo de recarga de sus impulsos. Y, en consecuencia, un comportamiento repetitivo. La primera explosión se produjo la noche del sábado. La segunda en la noche del lunes, después de más o menos tres días. Si ese loco ha decidido un intervalo preciso entre explosiones, deberíamos tener tres días de plazo para atraparlo, antes de que decida actuar otra vez. Ni siquiera puedo pensar... —Dejó la frase en el aire, pero acabó por concluirla, logrando expresar en el tono y las palabras la gravedad de la situación—: Ni siquiera puedo pensar en qué ocurriría si hubiese una nueva explosión. Quizás en un edificio donde trabajan miles de hombres y mujeres. —Y finalmente añadió la peor de la hipótesis—: Eso si no decide volar todos los edificios a la vez.
El capitán lo miró como si todavía se preguntara quién era ese tipo y qué estaba haciendo en su despacho. Un civil que razonaba junto a ellos sobre temas que sólo concernían a la policía, si es que se atenían al reglamento. La situación creada era absurda a la vez que perfecta en su lógica y su encastre. Eran tres personas relacionadas con una investigación secreta cuyo contenido no debía ser divulgado y que ninguno de los tres tenía interés en divulgar.
Bellew se incorporó y se apoyó en el escritorio con los puños.
—Es prioritario poder colocarle un nombre a esas fotos. No podemos publicarlas con la leyenda «¿Alguien conoce a este hombre?». Si lo viese el hijo comprendería que estamos tras sus pasos y podría dejarse arrastrar por el pánico y, en consecuencia, provocar una cadena de explosiones, una tras otra.
Vivien se percató de que se estaban refiriendo a dos personas desconocidas llamándolas «el padre» y «el hijo». Irrisorios recuerdos de su infancia llegaron para subrayar la trágica paradoja de la situación.
En el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo
...
La imagen de sí misma cuando era niña, en una iglesia que olía a incienso, fue de golpe suplantada por la de edificios en llamas y cuerpos transportados en ambulancias.
Llamaron a la puerta. Una persona se entreveía tras el vidrio esmerilado, Bellew la invitó a entrar. El detective Tyler entró en el despacho, traía una carpeta. No se había afeitado y tenía la pinta de quien ha pasado una noche en blanco. Cuando vio a Russell, una mueca de irritación apareció en su rostro, sólo un instante.
Ignoró tanto a Russell como a Vivien y se dirigió al capitán Bellew.
—Capitán, aquí tengo el resultado de lo que había pedido. —Su tono era el de una persona que ha estado haciendo un trabajo duro y fastidioso que no le será reconocido.
El capitán alargó la mano, abrió la carpeta y hojeó rápidamente el contenido. Habló sin levantar la vista de la hoja.
—Muy bien, Tyler. Puedes irte.
El detective abandonó la habitación dejando tras de sí una emanación de cigarrillos fumados con avidez y de mal humor. Bellew esperó a que se alejara de la puerta antes de informar a Vivien y Russell.
—He puesto a trabajar a varios grupos de tres hombres, explicándoles el mínimo indispensable. Esto es lo que tenemos. —Volvió a concentrar su atención en las hojas—. La casa que explotó en Long Island era propiedad de un militar, un tal comandante Mistnick. Parece que estuvo en Vietnam. Esto no significa nada, pero de todos modos lo tendremos en cuenta. La sociedad que la construyó era en efecto una pequeña empresa de Brooklyn, la Newborn Brothers. La empresa que construyó el edificio del Lower East Side se llama Pike's Peak Buildings. Y aquí hemos tenido suerte: hace mucho tiempo, la dirección confió sus datos a una empresa de informática. Todo está en archivos computerizados, o sea que se pueden consultar con rapidez. Incluso las cosas más antiguas.
—Sí que es una buena noticia —dijo Vivien.
—Y hay otra. —Pero no había júbilo en la voz del capitán—. Estamos investigando la compañía que reestructuró la avenida Doce y construyó la nave depósito en Hell's Kitchen, el que explotó anoche. Es un contrato municipal, por lo que la empresa tuvo que verse obligada a contratar trabajadores con las Unions. Los sindicatos están obligados a conservar los datos durante años. Usaremos el mismo procedimiento para la empresa que en su tiempo reestructuró el edificio de la calle Veintitrés, donde se encontró el cadáver. Si logramos reunir los nombres de quienes trabajaron en esas cuatro obras, podremos cotejarlos y ver si alguno coincide.
Bellew se atusó el cabello. Quizá creía que era demasiado viejo para la prueba de idoneidad a que lo sometía este caso.
—Es una pista muy endeble, pero es lo único que tenemos y debemos seguir. Pediré refuerzos y pondré a trabajar la mayor cantidad de hombres que pueda. Les diré que se trata de un código RFL.
Russell enarcó las cejas.
Vivien intervino para darle una explicación.
—Es un código no escrito que cada policía de Nueva York conoce. RFL es
Run for Life
. En nuestra jerga profesional define los casos en que lo básico es la velocidad de indagación.
Volvió a mirar a su jefe. Después de su leve flaqueza, Bellew volvía a ser el hombre decidido y capaz que Vivien conocía.
—Tú irás a hablar con los de la Newborn Brothers. Si era una pequeña empresa, con pocos obreros, quizás el contacto directo sea más productivo. A lo mejor alguno recuerda algo. Mientras bajas le diré a la operadora que busque el número. Lo encontrarás en el sitio de los agentes de plantón.
Vivien se puso de pie, contenta de hacerlo. Las palabras habían terminado. Había llegado el momento de trabajar sobre los hechos. Cuando salían del despacho oyeron que Bellew ya estaba al teléfono para conseguir lo prometido.
Accedieron a las escaleras que llevaban a la planta inferior. Russell caminaba delante, emitiendo un buen olor masculino y a colonia. Vivien recordó el roce de sus labios en el pliegue del brazo y de su mano en el pelo. Y también del relámpago deslumbrante y del trueno que de un solo golpe los había expulsado del momento íntimo que compartían.
Después de la deflagración se habían vestido deprisa, sin decir nada. Lo que ambos imaginaron había anulado de sus bocas y sus mentes cualquier cosa que estuviesen por decir. Habían ido a la sala para encender el televisor. Después de una espera de pocos minutos, la NY1 había interrumpido un programa para dar la noticia de la explosión. Ellos habían seguido frente al televisor, cambiando de un canal a otro, buscando noticias que se actualizaban cada pocos minutos. La magia anterior se había esfumado, perdida entre las llamas que mostraba la pantalla.
Un simple SMS fue todo lo que llegó de Bellew: «A las siete y media en mi oficina.»
No había nada más que decir. Tanto ella como el capitán sabían que en aquel momento no podían hacer nada, sólo esperar unas horas. La noche había terminado para Vivien y Russell y la claridad en las ventanas los había sorprendido sentados en el sofá, incómodos y enredados en sí mismos, cercanos pero sin tocarse, como si lo que estaban viendo pudiese salir de la pantalla y contaminarlos.
Ahora, el sentido de la responsabilidad se precipitó sobre Vivien con una punzada de ansiedad que le oprimió el pecho. De ella dependía la vida de muchas personas, de lo que pudiera hacer e hiciera durante las próximas horas. Era una persona entrenada, pero de repente se sintió demasiado joven e inexperta para soportar semejante peso. Sintió un leve mareo y vio el final de las escaleras como una tierra prometida.
Apenas uno de los uniformados la vio entrar en la sala de agentes, le entregó un papel.
—Aquí tiene, detective. Es un número de móvil, si es que le sirve. La persona se llama Chuck Newborn y está trabajando en unas grandes obras en el Madison Square Park.
Vivien agradeció la existencia del código RFL, gracias al cual todo viajaba a una velocidad inusual. También a la buena suerte, que la eximía de atravesar toda la ciudad para hablar con ese hombre.
Salieron de la comisaría en dirección al coche de Vivien. Subieron, cada uno perdido en sus pensamientos y en los del otro. Vivien encendió el motor y antes de mover el vehículo puso palabras a esos pensamientos.
—Russell, respecto a lo que pasó anoche...
—¿Sí?
—Quería decirte que yo...
—Lo sé. Que no quieres complicaciones.
No era lo que ella pretendía decir. Pero las palabras de Russell y su tono distante la detuvieron en el umbral de una puerta que sólo podía atravesar si era invitada a ello.
—También está bien para mí —añadió él.
Se volvió para mirarlo, pero sólo se encontró con el cabello de Russell. Estaba absorto, mirando por la ventanilla. Cuando se volvió hacia ella, su voz había regresado a la obviedad del presente.
—Hay tráfico.
Vivien se guardó su respuesta porque había prioridades y urgencias.
—Ahora verás cómo ser policía sirve para algo.
Cogió la luz giratoria y la aplicó sobre el techo. El Volvo se apartó del bordillo y cogió velocidad con la luz y el sonido apremiante de la sirena, pasando entre la fila de coches que se apartaban para dejarle paso.
Llegaron al Madison Square Park subiendo hacia el este por la calle Veintitrés con una rapidez sorprendente para Russell.
—Tendrás que prestarme ese aparatito alguna vez.