Russell no lo dudó
.
—
Creo que me sentiré como en el Plaza
.
Vivien soltó una risotada sin que Russell comprendiera el motivo. La explicación llegó a continuación
.
—
¿Sabes cómo llamamos en la comisaría al calabozo donde te metieron cuando te arrestaron?
—
No me lo digas. Déjame adivinar... ¿Tal vez Plaza?
Vivien asintió con la cabeza y Russell aceptó la broma
.
—
Creo que contraer deudas contigo se ha vuelto una de mis especialidades. Aunque nunca me ha sido difícil contraerlas
.
Para Russell, el recuerdo de esa conversación era algo muy agradable.
En el coche había comenzado a cobrar forma una suerte de compañerismo, una pequeña complicidad. Fue una reacción del ánimo, un mínimo y momentáneo refugio ante la idea de que estaban buscando a un asesino que ya había acabado con la vida de un centenar de personas y que pensaba seguir matando.
Se apartó de la ventana y se dirigió a los dos bolsos que había traído consigo. Allí tenía su ordenador portátil y las cámaras fotográficas, las únicas cosas que Russell consideraba sagradas e irrenunciables. Antes de llegar a casa de Vivien, habían pasado por comisaría para dejarle al capitán la trenza de Mitch Sparrow, y después por la calle Veintinueve, donde Russell había llenado los dos bolsos escogiendo entre las cosas dejadas en el depósito y trastero de una casa que ya no era la suya.
Cogió el portátil, lo puso en la mesa y lo encendió. Para su sorpresa, encontró una conexión
wireless
no protegida y tuvo acceso inmediato a Internet.
Controló el correo. Había poco, y lo que había era del estilo y contenido habitual. Time Warner Cable le explicaba los motivos de la suspensión del servicio. Una agencia de prensa le anunciaba, también explicándole las causas, que en breve recibiría la visita de un abogado. E Ivan Genasi, un amigo también fotógrafo, y muy bueno, le preguntaba dónde habían ido a parar sus huesos. Era el único a quien no le debía dinero. El resto de los mensajes tenían todos el mismo motivo: falta de pago, incumplimiento en la devolución de préstamos. Russell tuvo una sensación de desagrado. Le parecía que al leer esos correos eléctricos estaba violando la privacidad de una persona a la que no conocía, estaba accediendo a la intimidad de alguien que no era del todo él. En realidad, sentía que estaba muy lejos del hombre al que le habían enviado esas misivas.
Cerró el correo y abrió un nuevo documento Word. Se quedó un momento pensando y después lo guardó como «Vivien». Lo primero que hizo fue escribir algunos de los pensamientos que había tenido cuando esa historia había comenzado. Los había anotado haciéndole un nudo a un pañuelo mental cada vez que una reflexión más o menos interesante nacía con espontaneidad después de un hecho. Poco a poco, y mientras escribía, las palabras empezaron a fluir sin solución de continuidad, como si existiese una Conexión directa entre el pensamiento, las manos y el teclado del ordenador. Se dejó llevar por la narración, o quizá fue él quien cogió el relato por los cuernos y lo sintetizó en palabras sobre la pantalla que tenía delante. No lo sabía, ni siquiera le importaba. Le era suficiente con ese sentido de completa posesión de sí mismo que la escritura le daba en aquel momento. La voz de Vivien lo sorprendió cuando ya había escrito casi dos páginas.
—Te toca, si quieres...
Se dio la vuelta y la vio. Llevaba un chándal corriente y en los pies unas chancletas de goma. Su aspecto proyectaba frescura e inocencia. Russell la había visto revolverse contra un hombre que la triplicaba en tamaño y dejarlo fuera de combate. La había visto tener controlados a los otros apuntándolos con una pistola. La había visto tratar a un necio como si fuera una bayeta sucia.
De ella había pensado que era una mujer peligrosa. Pero sólo ahora, cuando se presentaba ante él en estado de indefensión, comprendía cuánto lo era en realidad. Se dio la vuelta y miró el portarretratos del mueble desde donde sonreían una mujer y una chiquilla. Pensó que el lugar natural de Vivien estaba en esa foto, allí, compartiendo la belleza con las otras dos.
Después la miró y se quedó así, en silencio, hasta el punto en que ella tuvo que decirle:
—¡Hey! ¿Qué te pasa?
—Un día, cuando termine esta historia, tendrás que dejar que te haga algunas fotos.
—¿A mí? Estás de coña.
Vivien señaló la foto del portarretratos.
—La modelo fotográfica de la familia es mi hermana. Yo soy la que está en los límites de la masculinidad y trabaja en la policía, ¿recuerdas? Ni siquiera sé cómo hay que ponerse frente a un objetivo.
«Lo que estás haciendo ahora sería más que suficiente», pensó Russell.
Y entendió que, no obstante la reticencia de su respuesta, a Vivien le había gustado la proposición. Y en su cara vio un rastro de timidez inesperada, que quizás en otros momentos escondiera mostrando su placa de policía.
—Lo digo en serio. Prométeme que me dejarás.
—No digas tonterías. Y vete de mi cocina. Te he dejado unas toallas en el baño.
Russell archivó lo que había escrito, se levantó de la mesa y fue a buscar ropa limpia a los bolsos. En el baño encontró un montón de toallas apoyadas en el mueble junto al tocador. Se desnudó, abrió la ducha y comprobó que la temperatura con que Vivien se había duchado también era la ideal para él.
Un pequeño detalle. Una tontería. Pero lo hizo sentirse como en casa.
Se situó bajo el chorro y dejó que la espuma y el agua se llevaran consigo el cansancio y los pensamientos de ese día y los precedentes. Después de lo que había pasado con Ziggy y de la explosión, por primera vez en su vida se había sentido solo de verdad, además de incapaz frente a responsabilidades demasiado difíciles de afrontar. En cambio, ahora estaba allí y sentía que formaba parte de algo. Algo que le pertenecía, que era sólo suyo, que incumbía a su presente y a sus recuerdos.
Cerró el grifo y salió de la ducha tratando de no gotear agua fuera de la alfombrilla. Cogió la toalla y empezó a secarse; era una toalla suave y estaba levemente perfumada. En casa de sus padres, donde había un batallón de sirvientes y toallas de la mejor calidad, no había nada tan suave. Al menos eso pensó en ese momento. Se secó el pelo y se puso una camisa y unos pantalones limpios. Decidió imitar a su anfitriona y, a falta de chancletas, se quedó descalzo.
Cuando salió del baño, Vivien estaba sentada ante su ordenador portátil. Había abierto el documento guardado con su nombre y estaba leyendo lo que Russell había escrito.
—¿Qué haces?
Vivien siguió leyendo sin siquiera volverse, imperturbable, como si esa intrusión en un ordenador ajeno fuera algo lícito.
—Hago de policía. Indago.
Russell protestó, pero sin demasiada convicción.
—Ésta es una violación flagrante de la privacidad y la libertad de prensa.
—Si no quieres que ande metiendo la nariz, no debes ponerle mi nombre a un archivo.
Cuando terminó de leer, se levantó y, sin ulteriores comentarios, se dirigió a la encimera de la cocina. Russell advirtió que había una olla en el fuego y al lado otro recipiente con una salsa roja. Vivien encendió el extractor de aire. Después señaló el agua, que comenzaba a hervir.
—
Penne all'arrabbiata
. O espaguetis, a elección.
Russell puso cara de sorpresa. Ella se explicó:
—Soy de origen italiano. Lo hago bien, puedes confiar en mí.
—Por supuesto que confío. Sólo me pregunto cómo has hecho para improvisar la salsa en tan poco tiempo.
Vivien echó la pasta en la olla y la tapó para apurar la ebullición.
—¿No habías venido antes a la Tierra? ¿En tu planeta no hay congeladores y microondas?
—En mi planeta nadie come en casa.
Russell se acercó a Vivien, que estaba en la otra parte de la encimera. Se sentó en un taburete y curioseó en las ollas, sólo con la mirada, nada de olfateo.
—Lo que pasa es que siempre me ha hechizado la capacidad que tienen algunas personas para desplazarse entre fogones. Yo lo intenté una vez y terminé quemando un par de huevos duros.
Vivien siguió con la pasta y la salsa. La broma de Russell no había alterado su concentración en ningún momento.
—¿Sabes? —dijo Vivien—. Hoy me he preguntado varias veces cómo eres realmente.
Russell encogió los hombros.
—Soy una persona común. No he tenido nunca especiales méritos. He debido conformarme con mis defectos especiales.
—Sí que tienes un mérito. He leído lo que has escrito. Es muy hermoso y convincente. Llega al lector.
Esta vez le tocó a Russell la satisfacción por el elogio, y también el esfuerzo por no mostrarla.
—¿Tú crees? Es la primera vez que lo hago.
—Claro que lo creo. Y si quieres saber mi opinión, agregaría algo.
—¿Qué agregarías?
—Si no hubieses pasado la vida tratando de ser Robert Wade, tal vez habrías descubierto que su hermano era una persona tan interesante como él. O sea tú. ¿Lo captas?
Algo se movió dentro de Russell, pero no supo darle nombre. Era algo que llegaba desde una zona que no creía que existiese y que se había infiltrado en un lugar que él no creía tener.
Sólo entendía que deseaba hacer algo. Y lo hizo.
Rodeó la encimera y se acercó a Vivien. Le cogió el rostro entre las manos y la besó en los labios con delicadeza. Por un momento ella respondió, pero a continuación una mano firme se posó en el pecho de él y lo empujó hacia atrás.
Russell reparó en que Vivien tenía la respiración acelerada.
—¡Eh, calma! Calma. No te he invitado a casa para esto.
Se dio la vuelta, como para borrar lo sucedido. Un par de segundos más tarde volvió a ocuparse de la pasta, dejando que él se deleitara con la vista de sus hombros y el perfume de su cabello. Russell oyó que murmuraba algunas palabras en voz muy baja.
—O tal vez sí. Ni siquiera yo lo sé. Lo único que sé es que no quiero complicaciones.
—Tampoco yo. Pero si son el precio que hay que pagar para tenerte, las acepto.
Después de un instante, Vivien se volvió y le echó los brazos al cuello.
—Entonces olvidémonos de la pasta.
Levantó la cabeza y el beso que le dio no tuvo mano para apartarlo. El cuerpo de Vivien contra el suyo era tal cual Russell había imaginado. Firme y suave, joven y afrutado. Algo que hoy daba consuelo a lo que ayer había sido desolación. Mientras deslizaba la mano bajo el albornoz y encontraba su piel, se preguntaba por qué allí, por qué en ese momento, por qué ella y por qué no antes de ahora. Vivien siguió besándolo mientras se lo llevaba al dormitorio. Los acogió la penumbra y los convenció de que ése era el lugar para ellos y para una excitación que se libraba de la ropa de ambos y que convertía los cuerpos en ámbitos sagrados.
Mientras se perdía dentro de ella y se olvidaba de nombres y personas, Russell no lograba discernir si Vivien era una claridad antes del amanecer o un fulgor ya entrada la noche.
Sólo sabía que era como su nombre, Light,
luce
. Nada más que luz.
Después se quedaron allí, amodorrados, como si la piel de una fuera las vestiduras del otro. Russell tuvo la percepción de estar deslizándose en el sopor del sueño y después se repuso, como si temiera perderla mientras dormía. Se dio cuenta de que había dormido un par de minutos. Estiró la mano y encontró que la cama estaba vacía.
Vivien se había levantado y estaba junto a la ventana. La vio a contraluz, velada por las cortinas. Russell aceptaba la claridad que venía de fuera a cambio de la perspectiva que le ofrecía su cuerpo.
Se levantó y se le acercó. Separó las cortinas y la abrazó desde atrás, sintiendo cómo el cuerpo flexible de la muchacha se adhería al suyo. Ella se apoyó con naturalidad, como si estuviera haciendo lo que debía hacerse. Eso, no otra cosa.
Russell pegó los labios en su cuello y respiró un perfume que era el de la piel de una mujer después de hacer el amor.
—¿Dónde estás?
—Aquí. Allí. En todas partes.
Vivien señaló el río con un gesto vago y, más allá de los cristales, el mundo entero.
—¿Y yo estoy contigo?
—Desde siempre, creo.
No añadieron nada más. Porque no había nada más que decir.
Más allá de las ventanas el río avanzaba tranquilo y reflejaba unas luces que, a los ojos de ellos, eran de una suntuosidad inútil. Todo lo que se necesitaba para destruir y construir estaba en esa habitación. Se quedaron así, intercambiando el consuelo de la presencia y fragmentos de añoranzas hasta que, de golpe, una luz deslumbrante y arrolladora llegó desde el horizonte y atravesó los espacios entre los edificios de enfrente, fotografiándolos en el recuadro de la ventana.
Un instante después llegó a sus oídos el fragor indecente y altanero de una explosión.
—Estamos metidos en la mierda más absoluta.
El capitán Alan Bellew tiró el
New York Times
sobre la mesa, para que se juntara con el desorden de los otros diarios que lo habían precedido. Todos los periódicos, uno tras otro, habían lanzado ediciones extraordinarias después de la explosión de la noche anterior. Estaban plagados de hipótesis, derivaciones, asociaciones y sugerencias. Pero todos se preguntaban qué estaban haciendo las autoridades con sus investigaciones, qué habían decidido para la defensa y protección de los ciudadanos. Las televisiones se ocupaban del acontecimiento haciendo que cualquier otro suceso en el mundo o en Estados Unidos pareciera una noticia sin importancia. Todo el planeta se asomaba a la ventana y llegaban corresponsales de todo el mundo, como si el país estuviese en guerra.
La nueva explosión se había producido entrada la noche a orillas del río Hudson, en Hell's Kitchen, en un gran depósito situado en la avenida Doce, a la altura de la calle Cuarenta y seis, justo al lado del Sea Air and Space Museum, donde se exhibía el portaviones
Intrepid
. La construcción se había desintegrado totalmente y sus fragmentos habían golpeado la gran embarcación anclada al lado y producido daños en los aviones y helicópteros expuestos sobre el puente. Era un trágico y nostálgico
déjà vu
de las guerras en que habían combatido. Las ventanas de todos los edificios de la vecindad habían sido destruidas por la onda expansiva. En una vivienda, un anciano había muerto de un infarto. Junto al Hudson, la calle estaba prácticamente en ruinas y el fuego había iluminado largo rato una escena de desolación, con restos en llamas transportados por las aguas. Las ruinas incendiadas eran la evidencia de la transformación del lugar en el escenario de una nueva catástrofe que habría de ser recordada siempre. Las víctimas mortales eran alrededor de veinte, a las que se sumaba un número todavía impreciso de heridos graves. Un grupo de noctámbulos, cuya única equivocación había sido estar allí en ese momento, fueron literalmente descuartizados y sus miembros esparcidos sobre el asfalto. No había quedado ningún resto del guardián nocturno de la nave depósito. Algunos coches que pasaban por allí habían sido arrollados por la explosión y sacudidos en marañas de chapas estrujadas como papel. Otros no habían tenido tiempo de frenar y fueron a caer al río, junto a los restos en llamas. Todos esos pasajeros estaban muertos. Los bomberos combatieron el fuego durante muchas horas y los expertos de la policía empezaron con el reconocimiento una vez que el lugar estuvo accesible.