Distraída en sus pensamientos, Vivien no comprendió enseguida el sentido de la pregunta.
—¿Qué original?
—Tenías razón cuando me acusaste de presentarme con la fotocopia de la hoja que cogí de Ziggy. El original lo metí en un sobre y lo envié a mi domicilio por correo. Un sistema que me enseñó él. En este momento estará en mi buzón.
—¿Dónde vives?
—Calle Veintinueve, entre Park y Madison.
Sin añadir nada, Vivien recorrió el Queens Boulevard en silencio y atravesó el Queensboro Bridge. Llegaron a Manhattan a la altura de la calle Sesenta y doblaron a la izquierda en Park Avenue. Bajaron hacia el sur, sometidos a los caprichos del tráfico.
—Hemos llegado.
La voz de Vivien irrumpió como un recuerdo y Russell fue consciente de que, después de apoyar la cabeza en el respaldo, se había dormido. Ahora el coche estaba aparcado en la esquina de la calle Veintinueve con Park. Sólo había que cruzar y allí estaba su domicilio.
Vivien lo miró mientras se restregaba los ojos.
—¿Estás cansado?
—Creo que sí.
—Cuando esta historia termine tendrás tiempo para dormir.
Sin decirle que sus esperanzas eran otras, Russell aprovechó el semáforo verde y cruzó a la otra acera. Cuando llegó a la entrada de su edificio, empujó la puerta y entró en el vestíbulo. Como tantos otros edificios de Nueva York de cierta posición, el suyo disponía de servicio de portería las veinticuatro horas.
El portero estaba detrás de un mostrador y Russell se sorprendió al ver que también estaba Zef, el administrador del edificio. Era una persona amable, un hombre de origen albanés que había trabajado duramente hasta llegar a su posición actual. Desde el principio tuvo una relación cordial con Russell y él estaba convencido de que Zef, además de espectador de sus discutibles andanzas, en secreto era su único fan.
—Buenas noches, señor Wade.
Además de la propensión a la vida disoluta, Russell tenía cierta tendencia a la distracción. Por eso, después de haber perdido algunos llaveros, siempre dejaba las llaves en la portería. Era costumbre que el portero de turno se las diera sin necesidad de pedírselas. El que ahora no lo hiciera daba a entender que ocurría algo fuera de lo normal. No sin inquietud, Russell se dirigió a su amigo.
—Hola, Zef. ¿Es que las has perdido tú esta vez?
—Me temo que hay un problema, señor Wade.
Sus palabras y más aún su expresión, aumentaron la inquietud de Russell. Una idea tenía en la cabeza: era más una certeza que una conjetura. Con esa impresión formuló la pregunta:
—¿Qué problema, Zef?
El azoramiento era evidente en la cara del hombre. No obstante, lo miró a los ojos.
—Ha venido un representante de la Philmore Inc. en compañía de un abogado. Traían una carta del consejero delegado, una carta para mí. Y otra para usted.
—¿Qué dice esa carta?
—La que está dirigida a usted no la he abierto, por supuesto. Podrá retirarla junto con el resto de la correspondencia.
—¿Y la otra?
—La que el consejero delegado me dirige dice que el piso de propiedad de dicha sociedad ya no está más a su disposición, señor Wade. Con efecto inmediato. O sea... que no puedo entregarle las llaves.
—Pero mis cosas...
Zef se encogió de hombros, un gesto que quería decir «por favor, no dispare, sólo soy el pianista». A Russell le dieron ganas de reír. Parecía una situación de comedia de Hollywood, pero estaba ocurriendo de verdad, y le ocurría a él.
—Esa persona que vino, el representante, subió al piso y colocó todos sus efectos personales en dos maletas. Están allí, en el depósito.
Zef parecía disgustado de verdad por lo que estaba sucediendo, y Russell, a la luz de la relación que tenían, no dudaba de que era sincero. Mientras hablaban, el portero había ido a recoger la correspondencia y la había colocado sobre la superficie de mármol del mostrador. Russell reconoció el sobre amarillo con su propia letra y vio la otra carta, no franqueada, con el logotipo de la Philmore Inc. Cuando desplegó el papel, los ojos no tardaron en reconocer la letra de su padre.
Russell:
Cualquier cuerda, aun la más resistente, si se estira lo suficiente acaba por romperse. La mía se rompió hace tiempo. Sólo la gentileza y la bondad de tu madre lograban juntar los pedazos y mantenerla unida, dándote sin que yo lo supiera el piso donde has vivido hasta ahora, y también dinero. Después de tu última proeza, creo que sus fuerzas han flaqueado. Se ha encontrado cara a cara con una elección: o mantener su vínculo con el hombre con quien se casó hace décadas y que en el curso del tiempo le ha dado miles de pruebas de su amor, o mantenerlo con un hijo irrecuperable que no ha hecho otra cosa que traer, en el mejor de los casos, una gran vergüenza al seno de esta familia.
Aunque dolorosa, la elección ha sido espontánea.
Para usar un lenguaje que puedas entender, desde este momento haz lo que quieras con tu culo, hijo mío.
Jenson Wade
P.D. Si tuvieras la buena idea de cambiarte el apellido, cuenta con nuestro beneplácito.
Russell se adecuó al léxico del último párrafo, para ratificar el concepto.
—Así pues, el mierda de mi padre me ha echado de casa.
Zef adoptó un gesto de circunstancia que incluía una discreta media sonrisa.
—Bueno, yo habría usado otras palabras, pero ése es el concepto.
Durante un momento, Russell se quedó pensando. Pese a todo, no tenía ganas de censurar la decisión de su padre. Incluso estaba sorprendido de que no hubiera llegado antes, concediéndole un tiempo que ni siquiera él se habría concedido a sí mismo.
—No importa, Zef, no pasa nada.
Recogió los sobres del mostrador y se los metió en el bolsillo de la chaqueta.
—¿Puedo dejar las maletas aquí, por el momento?
—El tiempo que quiera, señor Wade.
—Muy bien. Vendré a buscarlas y pasaré cada tanto para ver si hay correspondencia.
—Siempre será bien recibido.
—De acuerdo. Entonces hasta pronto, amigo mío.
Russell se dio la vuelta y se dirigió a la puerta. La voz de Zef lo detuvo.
—Tengo algo más que decirle, señor Wade.
Russell se volvió y vio cómo Zef abandonaba el mostrador y atravesaba el vestíbulo. Lo alcanzó y se colocó entre él y el portero a sus espaldas. Habló en voz baja, en tono confidencial.
—Me imagino que en este momento su situación es, no sé cómo decirlo..., un poco precaria.
A Russell siempre le había hecho gracia la propiedad con que ese extraño personaje utilizaba el idioma.
—Bien, sí. El concepto no es el más adecuado, pero sirve para dar una idea.
—Entonces, señor Wade, si usted lo permite...
Zef le tendió la mano como para saludarlo formalmente y cuando Russell se la estrechó sintió en su palma la consistencia de algunos billetes.
—Zef, mira que no...
El hombre lo interrumpió. Hizo un gesto de complicidad y entendimiento.
—Sólo son quinientos dólares, señor Wade. Le servirán para salir del paso. Me los devolverá en cuanto se reponga de esto.
Russell retiró la mano y guardó el dinero en el bolsillo. Lo aceptaba por lo que significaba. Tanto para él como para la persona que se lo daba de todo corazón y con total compostura. En un momento tan importante de su vida, la única ayuda le llegaba de un extraño.
Le puso la mano en el hombro.
—Eres una buena persona, amigo mío. Prometo devolvértelos, y con intereses.
—Estoy seguro de ello, señor Wade.
Russell lo miró a los ojos y descubrió en sí mismo una sinceridad y una confianza que antes no estaba seguro de albergar. Se dio la vuelta, dejó a aquel buen hombre y se dirigió a la calle. Se detuvo un momento para pensar en lo que acababa de suceder. Metió la mano en el bolsillo para comprobar si era cierto, si de verdad todavía existían personas así.
En ese momento, con el rabillo del ojo advirtió un movimiento a sus espaldas. Desde la penumbra surgió una mano que apretó su brazo con energía y firmeza. Se volvió y se encontró con un negro alto y corpulento, vestido de negro. Un vehículo oscuro encendió los faros, se separó del bordillo de enfrente y estacionó delante de ellos al tiempo que se abría la puerta de atrás. Russell miró alrededor para comprender qué estaba pasando. Su ángel de la guarda lo interpretó como una búsqueda de alternativas y consideró oportuno subrayar la realidad de la situación.
—Sube sin aspavientos. Es lo mejor para ti, créeme.
En el asiento trasero Russell vio las piernas de un hombre gordo y grande. Entró en el coche y se sentó con un suspiro, mientras el tipo de doble medida que tan amablemente lo había invitado a entrar se sentaba en el asiento del acompañante.
Russell saludó al hombre sentado a su lado. Lo hizo con el tono con que un antiguo egipcio daría la bienvenida a una plaga.
—Hola, LaMarr.
En los labios del gordo se dibujó la acostumbrada sonrisa de burla. La ropa elegante no lograba compensar su grotesca figura y las gafas de sol no conferían protección alguna a la vulgaridad de sus rasgos.
—¿Qué tal, fotógrafo? Te veo un poco desastrado. ¿Tienes preocupaciones?
Cuando el coche se puso en marcha, Russell miró la luneta trasera. Quería saber si Vivien había visto la escena, si tendría tiempo de intervenir. No la vio, aunque podía ser que los siguiera. Pero ningún coche se separó del otro bordillo de Park Avenue.
Se volvió hacia LaMarr.
—El problema es que sigues equivocándote de desodorante. Estar sentado junto a ti humedece los ojos de cualquiera.
—Buen chiste, merece un aplauso.
LaMarr no dejó de sonreír. Hizo una señal al hombre sentado delante, que con rapidez propinó un sonoro bofetón al rostro de Russell, que sintió como si cientos de pequeñas agujas le pincharan la mejilla y vio cómo una mancha amarillenta llegaba y danzaba frente a su ojo izquierdo. Sin delicadeza, LaMarr le puso una mano sobre el hombro.
—Como puedes ver, mis chicos tienen un modo particular de captar el sentido del humor. ¿Tienes algún otro chiste?
Russell se apoyó en el respaldo, con resignación. Mientras tanto, el coche había girado en Madison y ahora se dirigía al Uptown. El conductor era un tipo con la cabeza afeitada y Russell calculó que tenía una envergadura equivalente a la del que acababa de hacerlo objeto de una discutible gentileza.
—¿Qué quieres, LaMarr?
—Ya te lo he dicho, ya lo sabes. Dinero. Normalmente no me ocupo de las cobranzas, pero contigo haré una excepción. No todos los días me relaciono con una celebridad, y tú lo eres. Además, no me caes pero que nada bien, ¿lo sabías?
Con un gesto señaló al tipo que acababa de abofetearlo.
—Será todo un placer sentarme en primera fila para ver tu negociación con Jimbo.
—Es inútil. En este momento no tengo tus cincuenta mil dólares.
LaMarr sacudió su gran cabeza y la papada se le desplazó ligeramente, brillante de sudor con el reflejo de las luces de la calle.
—Te equivocas. Las matemáticas no parecen tu fuerte, como tampoco el póquer. Son sesenta mil, ¿no lo recuerdas?
Russell fue a discutírselo pero se contuvo. Prefería evitar otro encuentro con la manaza de Jimbo. El que acababa de probar no le había dejado ninguna añoranza.
—¿Adónde vamos?
—Ya lo verás. Un lugar tranquilo donde podremos charlar un rato, como dos caballeros.
En el coche se hizo el silencio. LaMarr no parecía tener la intención de explicar nada más, y Russell no quería explicaciones. Sabía lo que sin duda ocurriría una vez que llegaran al punto de destino, fuera cual fuese el lugar.
Poco a poco, desenredándose del flujo de luces de colores y automóviles, el coche llegó a una zona de Harlem que Russell conocía muy bien. Había un par de locales a los que asistía cuando quería escuchar buen jazz, y otro par de locales, menos publicitados, que frecuentaba cuando estaba de ánimo propicio y quería jugar a los dados.
El coche se detuvo en una calle sin salida, con poca iluminación, delante de una cortina metálica cerrada. Jimbo bajó, abrió un candado y tiró hacia arriba del asa. Ante los faros del coche, la cortina metálica dio lugar al interior de un local vacío. Un gran almacén en forma de ele con una hilera de columnas de cemento en el centro.
El coche atravesó la entrada con un murmullo y la cortina metálica se cerró detrás. Dobló a la izquierda, más allá de la esquina de la ele, y se detuvo en posición sesgada. Al instante se encendieron dos luces anémicas que pendían del techo, difundiendo la claridad incierta de unas bombillas sucias e incrustadas de grasa.
Jimbo abrió la puerta de Russell.
—Baja.
Con su tenaza de acero lo agarró de un brazo y le hizo rodear el coche. Russell pudo disfrutar del espectáculo de LaMarr saliendo del vehículo con dificultad. Se tragó un comentario que le hubiera costado otro aplauso de Jimbo en carne propia.
A la izquierda, había un escritorio con una silla de asiento de paja delante. A pesar de la precariedad de la situación, Russell pudo definir la decoración como muy clásica. Era evidente que LaMarr era un nostálgico de otras épocas.
Jimbo lo empujó hasta el escritorio y le indicó la superficie.
—Vacía los bolsillos. Todos. No me obligues a buscar en tu lugar.
Una cartera con los documentos, las cartas y los quinientos dólares que acababa de darle Zef. Además de un paquete de chicles con sabor a canela.
El gordo alcanzó su silla mientras se alisaba el cuello de la chaqueta. Se quitó el sombrero y se sentó, apoyando los grandes antebrazos sobre la mesa. Los anillos que engalanaban sus dedos brillaron con el movimiento. Russell pensó que parecía una versión de Jabba el Hutt con otros colores.
—Bien, señor Russell Wade, veamos qué tienes aquí.
Acercó hacia sí las cosas de Russell. Abrió la cartera. No le interesaron los sobres. Cogió los billetes y los contó.
—¡Vaya! Quinientos pavos. —Se reclinó en la silla e hizo un gesto como de querer recordar algo que en realidad recordaba muy bien—. Y tú me debes sesenta y cinco mil.
Russell decidió que no era el mejor momento para recordarle que pocos minutos antes eran sesenta mil. Mientras tanto, su ángel de la guarda lo había hecho sentar en la silla frente al escritorio y se había quedado firmes a su lado. Desde abajo parecía todavía más grande y amenazador. Cuando habían llegado, el chófer se había apeado del coche y desaparecido por una puerta que tenía todo el aspecto de ser la de un retrete.