Vivien no tenía interés en el recuerdo de las francachelas de un viejo motero. Trató de reconducirlo.
—Hábleme de su desaparición. ¿Cómo fue?
—Hay poco que contar. Un día, desapareció de punta en blanco. La mujer llamó a la policía. Hasta vinieron aquí para hacerme preguntas, creo que los del Distrito 70. Pero no descubrieron nada. Los franceses dicen
cherchez la femme
. —Y se mostró orgulloso de la cita en una lengua extranjera.
—¿Todavía mantiene contacto con la mujer?
—No. Durante poco tiempo, mientras estuvo en el barrio, mi mujer y ella se veían. Pero dos años después de la desaparición de Mitch encontró otro hombre y se mudó. —Chowsky previo la siguiente pregunta—. No sé adónde.
—¿Recuerda su nombre?
—Carmen. Montaldo o Montero, no recuerdo bien. Era hispana, muy guapa. Si Mitch se escapó con otra es que cometió uno de los mayores disparates de su vida.
Vivien no podía decirle que probablemente Mitch no había cometido ese disparate. Tal vez había hecho algo más grande, si es que el tipo emparedado era él. Pero ese disparate no.
Pensó que por el momento ese hombre no podía darle más informaciones. Tenía un nombre, una época, la denuncia de una mujer llamada Carmen Montaldo o Montero. Ahora había que encontrar la denuncia y buscarla.
—Muchas gracias, señor Chowsky. Me ha sido de gran ayuda.
—De nada, señorita Light.
Dejaron al hombre con sus motos y sus recuerdos y se dirigieron a la salida. Cuando estaban por el umbral Russell se detuvo y se volvió hacia Chowsky, que aún estaba detrás del mostrador.
—Una última pregunta, si me permite.
—Dígame.
—¿De qué trabajaba Mitch Sparrow?
—Trabajaba en la construcción. Y era muy bueno en lo suyo. De no haber desaparecido hubiera llegado a jefe de obras.
Una vez fuera de la tienda de motos, Vivien sacó la BlackBerry y marcó el número directo del despacho del capitán, que respondió inmediatamente.
—Bellew.
—Alan, soy Vivien. Hay novedades.
—Bien.
—Necesito una pesquisa a la velocidad del rayo.
En la voz de Vivien el capitán advirtió la excitación del cazador y se puso tenso.
—Y más rápido, si puedo. Dime...
Ambos eran policías experimentados y sabían que un caso como ése se trataba más de una lucha contra el tiempo que contra un hombre. El hombre al que buscaban tenía el tiempo de su parte.
—Anota estos datos.
Vivien le concedió unos segundos para que cogiera papel y bolígrafo.
—Venga.
—Con toda probabilidad el tipo enterrado se llamaba Mitch Sparrow. Un testigo me ha confirmado que pertenecía a un grupo de moteros que se hacían llamar Skullbusters. Estaban en Coney Island, en Surf Avenue. Debería de haber una denuncia presentada hace dieciocho años en el Distrito 70 por una tal Carmen Montaldo o Montero. Un par de años más tarde la mujer se mudó a una dirección desconocida después de haber encontrado otro hombre. Necesito localizarla.
—Está bien. Dame media hora y te diré algo.
—Hay más: este Mitch Sparrow trabajaba en la construcción.
La excitación del capitán fue comprensible, dado el carácter de la noticia.
—¡Dios mío!
—Exacto. Creo que convendrá buscar en los registros de las Unions. ¿Puedes encargárselo a alguien?
Las Unions eran los sindicatos que abastecían a las empresas de los trabajadores que necesitaban, escogiéndolos entre sus afiliados. Por una serie de motivos, tanto técnicos como de relación, casi todas las empresas se dirigían a ellas en caso de necesidad.
—Imagina que los hombres ya están en camino, Vivien.
La detective colgó. Russell lo había oído todo mientras caminaba a su lado en silencio cuando volvían al coche.
—Perdóname.
—¿El qué?
—Por lo de hace un rato. Me he entrometido; lo hice por un impulso.
Por supuesto, a Vivien le había sorprendido la pregunta que Wade le había formulado a Chowsky. Le había pesado el no haberlo hecho ella. Pero la honradez de su carácter le imponía reconocer los méritos ajenos.
—Ha sido algo sensato. Más que sensato.
Russell siguió en la exposición de sus motivaciones. Él mismo parecía sorprendido por su intuición.
—Pensé que si este Sparrow terminó en un bloque de cemento, debía de saber algo que no tenía que saber, o haber visto algo que no tenía que ver. —Hizo una pausa para reflexionar—. Así, pensé en lo que dice la carta que os entregué.
A Wade se le ensombreció el rostro, y Vivien pensó que quizás estuviera reviviendo las circunstancias en que había obtenido la carta. En su mente también reaparecieron las líneas escritas con una tosca caligrafía masculina.
«Durante toda mi vida, antes y después de la guerra, trabajé en la construcción.»
Terminó ella misma el pensamiento de Russell, que de mera suposición, en ambos se había convertido en certeza.
—Y has deducido que existen grandes probabilidades de que el hombre que mató a Sparrow y el hombre que escribió la carta sean la misma persona.
—Así es.
Habían llegado al aparcamiento. En el otro extremo de la gran explanada, más allá de una línea de pocos árboles, se veían los perfiles esqueléticos del Rollercoaster y la Parachute Tower, y se entreveían los grandes pabellones del parque de atracciones de Coney Island. En el estacionamiento no había muchos coches y Vivien pensó que el lunes no era un día de gran afluencia al parque, aun con un tiempo apacible y extraño como ése.
Miró el reloj.
—Esta historia me hizo olvidar... Pero ahora tengo hambre. Tenemos que esperar la llamada del capitán. ¿Te apetece una hamburguesa?
Russell sonrió de modo misterioso.
—Yo no como. Pero si quieres te acompaño.
—¿Estás a dieta?
La sonrisa del hombre se trasformó en un gesto de apuro.
La verdad es que no tengo ni un céntimo. Y mis tarjetas de crédito hace tiempo que se transformaron en plástico inútil. En la ciudad hay lugares donde me fían, pero aquí estoy en territorio comanche. Ninguna posibilidad de supervivencia.
A pesar de todo lo que sabía sobre la vida disipada de Russell Wade, Vivien tuvo hacia él un sentimiento espontáneo de simpatía y ternura. Lo había pillado allí donde no podía escabullirse.
—Estás en mala situación, ¿eh?
—Es un momento de gran crisis para todos. Tú que eres policía te habrás enterado del falsificador que arrestaron en Nueva Jersey.
—¿Qué falsificador?
—Fabricaba billetes de veinticinco dólares, porque en estos tiempos y con los costes de producción no le cuadraban las cuentas con los de veinte.
Vivien se rio, aun no queriendo hacerlo. Dos chicos negros que atravesaban el aparcamiento, vestidos al puro estilo
hip-hop
, se volvieron para mirarlos.
Ella miró a Russell como si lo viera por primera vez. Tras los ojos divertidos descifró el hábito de la marginación. Se preguntó si en su caso no sería más consecuencia de una decisión personal que una imposición del mundo que lo rodeaba.
—¿Puedo invitarte?
Él hizo un gesto de desolación.
—No estoy en condiciones de negarme. Reconozco que tengo tanta hambre que con un poco de mayonesa me comería un neumático.
—Entonces ven. Todavía necesitamos los neumáticos.
Atravesaron el aparcamiento y llegaron al paseo marítimo. En la playa no había nadie, salvo una persona con un perro y algún corredor irreductible. El reflejo del sol y las nubes sobre el agua eran un juego mágico de aire, luz y sombras. Vivien se paró a contemplar, con la cara al viento, el mismo que movía las olas y las teñía de espuma. A veces en su vida había momentos como ése. Momentos en los que, ante el esplendor indiferente del mundo, hubiera querido sentarse, cerrar los ojos y olvidarse de todo.
Y que todos se olvidaran de ella.
Pero no era posible. Por las personas a las que amaba y a las cuales había decidido cuidar, como mujer. Por personas a las que no conocía y había aceptado cuidar, como policía. Muchas de esas personas en ese momento se movían por la ciudad ignorando que estaban en la lista de víctimas de un asesino. Un criminal cuya locura había borrado todo resto de piedad de su ser.
Siguieron por el paseo marítimo hasta un colorido puesto que tenía
hot dogs, souvlakis
y hamburguesas. Los había guiado hasta allí el aroma de la carne a la parrilla, llevado por el viento. Junto al puesto había un tinglado con sillas y mesas de madera, para que los clientes comieran a la sombra y disfrutaran mirando el mar.
—¿Qué quieres?
—Cheeseburguer, creo.
—¿Uno o dos?
Russell puso expresión afligida.
—Dos sería perfecto.
Vivien sonrió otra vez. No tenía motivos para hacerlo, pero aquel hombre tenía el poder de hacerle surgir una parte ligera, capaz de flotar sobre todo tipo de humor.
—Vale, huerfanito. Siéntate y espérame.
Se acercó al tipo del puesto y le hizo el pedido mientras Russell elegía un lugar a la sombra de la techumbre. Poco después Vivien volvió con una bandeja, con recipientes de comida y dos botellas de agua mineral. Puso los dos
cheesburguers
ante Russell y también, con cierta ostentación, el agua.
—Para beber he escogido esto. Supongo que habrías preferido cerveza, pero dado que estás conmigo podemos decir que los dos estamos de servicio. Por tanto, nada de alcohol.
Russell sonrió.
—Un período de abstinencia no me hará daño. Creo que en los últimos tiempos me he excedido un poco... —Dejó la frase y sus significados en el aire. De pronto cambió su expresión y también el tono de voz—. Lo siento por todo esto.
—¿A qué te refieres?
—Porque has tenido que pagar.
Vivien respondió con un gesto despreocupado y palabras optimistas.
—Podrás devolvérmelo con una cena de lujo, en un buen restaurante, a mi elección. Si este asunto termina como todos esperamos tendrás una gran historia entre tus manos, para contar, digo. Y las grandes historias suelen traer fama y dinero.
—No lo hago por dinero. —Lo dijo en voz baja, casi con indiferencia.
Vivien supo que no lo decía sólo por ella, sino que en su interior estaba hablando con otra persona. O quizá con muchas otras.
Durante un rato comieron en silencio, cada uno perdido en sus cavilaciones.
—¿Quieres conocer la verdad sobre
La segunda Pasión
? —Russell habló con crudeza y sin preámbulo.
Vivien levantó la cabeza para mirarlo y lo vio con la cara vuelta al mar, el cabello oscuro movido por el viento. Por su tono entendió que ése era un momento importante para él. Era el final de un largo viaje: volver a casa y encontrarse en el espejo con una cara a la cual estaba contento de parecerse.
Russell no esperó respuesta. Siguió hablando y comenzó a recorrer el hilo de una narración que al mismo tiempo era el hilo de una memoria. Uno de esos relatos reales que el corazón y la cabeza escuchan juntos con gran dificultad.
—Robert, mi hermano, tenía diez años más que yo. Era una persona especial, de esas que tienen la cualidad amable de transformar en propio todo aquello con lo que tienen contacto.
Vivien decidió escuchar, lo mejor en un momento como ése.
—Era mi ídolo. Y también en la escuela, con las chicas y para la familia. No por voluntad de él, sino por una predisposición natural. Pocas veces en la vida he sentido en la voz de un hombre el tono de orgullo que tenía mi padre cuando hablaba de Robert.
En la pausa que hizo parecían residir el sentido de su vida y el destino del mundo.
—Incluso en mi presencia.
Palabras e imágenes llegaron a la vez y de rebote a la mente de Vivien. Mientras Russell seguía con su historia, voces y caras de su propia vida se alinearon junto a las del hombre sentado frente a ella.
… y como es natural Greta fue elegida jefa de las
cheerleaders.
No porque sea mi hija, pero no veo que otra pudiera
...
—Yo trataba de imitarlo en todo lo que hacía, pero él era una persona inalcanzable. Y un loco desenfrenado. Amaba el riesgo, ponerse a prueba, competir todo el tiempo. Ahora que lo pienso, creo que conozco el motivo. Su peor adversario era siempre él mismo.
... ¿Nathan Green? Greta, ¿quieres decir que esta tarde vendrá a buscarte ese Nathan Green? No puedo creerlo, es el chico
más
...
—Robert era irrefrenable. Siempre parecía estar a la caza de algo. Y lo encontró cuando a partir de cierto momento empezó a dedicarse a la fotografía. Al principio a todos nos pareció que era una más de sus miles de iniciativas, pero poco a poco emergió un verdadero talento. Tenía una capacidad innata: con el objetivo llegaba al alma de las cosas y las personas. Al mirar sus fotos se tenía la impresión de que llevaban la mirada más allá de la apariencia, que conducían los ojos a un lugar donde no podrían llegar solos.
... estás guapísima, Greta. No recuerdo haber visto una novia tan hermosa. En todo el mundo no la hay. Estoy orgullosa de ti, mi pequeña
...
—El resto es historia conocida. Su sentido del riesgo lo llevó poco a poco a convertirse en uno de los más famosos reporteros gráficos de guerra. Donde había un conflicto, allí estaba él. Al principio muchos se preguntaban por qué el heredero de una de las familias más ricas de Boston arriesgaba la vida alrededor del mundo con una Nikon en la mano. Los hechos fueron la respuesta: sus fotos fueron publicadas en todos los periódicos de Estados Unidos. Del mundo, quiero decir.
... ¿Academia de policía, dices? ¿Estás segura? Aparte de que es un trabajo peligroso, no creo que
...
Vivien hizo un esfuerzo por sacudirse aquellos pensamientos antes de que el bello rostro de Greta llegase desde el pasado para recordar el dolor del presente.
—¿Y tú? —interrumpió a Russell con esa pregunta simple, sin poder explicarle que la estaba formulando a los dos.
—¿Yo...? —Russell dijo «yo» como si sólo ahora recordase que en la historia que estaba contando también él tenía un lugar. Un lugar suyo, buscado desde siempre sin resultado. En su cara apareció una sonrisa tímida y Vivien comprendió que la dedicaba a su propia ingenuidad de otra época—. Por pura emulación también yo empecé a hacer fotos. Cuando le dije a mi padre que había comprado una cámara le capté la expresión de quien ve cómo su dinero vuela por la ventana. En cambio, Robert se entusiasmó. Me ayudó y alentó en todo. Él me enseñó todo lo que sé.